Brendan Thompson no siempre había sido hielo.
Hubo un tiempo, muchos años atrás, en el que creía que el amor era un refugio. Un arma, incluso, si se usaba con astucia. Lo había aprendido joven, en las calles de Hamburgo, cuando todavía no llevaba trajes italianos ni dirigía cadenas hoteleras. Era un chico listo, ambicioso, criado por un padre que le enseñó a no confiar en nadie y una madre que desapareció sin dejar rastro cuando él tenía doce años. La única explicación que recibió fue un “no supo mantenerse a la altura”. Eso le bastó para entender que en su mundo, amar era perder el control.
Pero ella lo desarmó.
Elena.
La primera mujer que lo miró como si no le temiera. O peor: como si lo conociera. Fue en una de sus primeras operaciones importantes, cuando apenas empezaba a construir los cimientos de su imperio clandestino. Ella era la traductora del socio ruso con el que negociaban. Rubia, elegante, con unos ojos que nunca revelaban del todo lo que pensaban. Jugaba con el poder como si fuera un perfume: sutil, envolvente, letal.
Y él cayó. No de golpe, sino como caen los hombres que siempre estuvieron de pie: con miedo. Al principio fue físico —el deseo brutal, la obsesión de tocarla—, pero luego fue más profundo. Ella lo escuchaba. Lo leía. Lo comprendía. Se metía en sus grietas como si supiera exactamente dónde apretar.
Brendan, que para entonces ya controlaba hombres armados y manejaba dinero sucio con la precisión de un cirujano, se permitió una debilidad: la dejó entrar. Compartió secretos. Le abrió puertas que nadie había cruzado. Incluso la pensó como parte de su vida a largo plazo. Su reina. Su sombra.
Hasta que todo estalló.
Una madrugada, hace ya más de diez años, despertó con una pistola apoyada en la sien y el murmullo de Elena al oído.
—No es personal, amor. Solo negocios.
Él alcanzó a reaccionar antes de que ella disparara. La redujo. No la mató. Pero la hizo desaparecer. Literalmente. Sus hombres la sacaron del país esa misma noche. Nunca supo si fue un plan desde el inicio o si algo en ella también se rompió en el camino. Solo supo que desde entonces, su corazón dejó de responder.
No volvió a confiar. No volvió a hablar de su infancia. No volvió a dormir con alguien al lado.
Desde entonces, amaba solo bajo sus reglas. Desde arriba. Desde el poder. El placer lo encontraba en el control, en la rendición. Nunca dejaba que lo tocaran si no lo decidía él. Y jamás, jamás permitía que una mujer pensara que podía quedarse.
El matrimonio con Sabine, su prometida actual, era una farsa útil. Una alianza entre familias. Un pacto. Ella lo sabía. Él también. No había amor. Solo apariencias y beneficios mutuos. Sabine era todo lo que el mundo esperaba de la esposa de un CEO y un capo: bella, culta, manipuladora. Pero su cama estaba siempre fría. Y su corazón, aún más.
Por eso, aquella noche, luego de la reunión con Dakota Adams, algo lo inquietaba.
No era deseo común. Brendan había tenido mujeres. Muchas. Más hermosas, más jóvenes, más obedientes. Pero ninguna lo había mirado como lo había hecho ella. Como si supiera que él también podía romperse.
Y eso lo enfurecía.
Porque Dakota no había hecho nada. Solo estar ahí. Con sus tatuajes ocultos bajo un vestido elegante. Con esa boca que parecía a punto de decir algo peligroso. Con ese fuego interno que no intentaba apagar.
Brendan se sirvió un whisky en su despacho, en lo alto del Thalassia, sin sacarse el saco. El reloj marcaba la medianoche, y Berlín dormía bajo la lluvia.
“Es solo una mujer”, se dijo. “Otra más.”
Pero no lo era. Lo sabía.
El problema era que Dakota no se rendía. No se vendía. No se doblaba ante la autoridad. Y él, que había construido su imperio sobre la obediencia ajena, se encontró deseando ver cómo sería domarla... o dejarse quemar con ella.
Apretó los labios. Dio un sorbo.
Elena había sido su advertencia.
Dakota... podía ser su castigo.
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