Capítulo 4 – La Jaula Dorada

El amanecer entraba por la ventana de la habitación como una caricia incómoda. Eiden se despertó desorientado. Tardó varios segundos en recordar dónde estaba. La habitación era impecable, silenciosa, perfumada con algo caro y ajeno. Todo allí gritaba lujo… y vigilancia.

La puerta estaba abierta. No había cerrojos. Pero tampoco caminos de salida sin ojos observándolo.

Se levantó y se acercó al espejo. Tenía el cabello enmarañado, la ropa aún arrugada por la noche anterior, y ojeras profundas. Sin embargo, había algo nuevo en su mirada. Algo que él mismo no reconocía del todo. ¿Fuerza? ¿Rabia? ¿Confusión?

Golpearon la puerta con suavidad. Era una mujer de rostro serio, vestida de negro. Parecía una sirvienta… pero su postura era demasiado recta. Demasiado alerta.

—Señorita Ayleen lo espera en el comedor —dijo sin emoción.

Eiden asintió, y la siguió.

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El comedor era inmenso. Una mesa larga como para veinte personas, aunque solo había dos platos servidos: el de Ayleen y el suyo.

Ella lo esperaba, impecable como siempre, con una taza de té en la mano y un libro abierto a la mitad. Lo miró apenas, sin levantarse.

—Dormiste.

—Sí —respondió él, sentándose al otro extremo.

—Te ves mejor. Pero te falta presencia. Hoy iremos de compras.

—¿Qué?

Ella cerró el libro con un golpe seco.

—No voy a dejar que el mundo piense que eres débil. No si estás conmigo. Te guste o no, ya no puedes caminar como un don nadie. Si eres mío… tienes que parecerlo.

Eiden apretó los labios. Parte de él quería decirle que no era una mascota. Pero la otra parte… se sentía extrañamente viva al escuchar esas palabras. Era la primera vez que alguien lo defendía antes de que lo atacaran.

—¿Y si no quiero pertenecerle a nadie?

Ayleen lo miró con calma. Lejos de molestarse, sonrió con lentitud.

—Entonces devuélveme la vida que te debo. Pero si no puedes… acepta que ya estás atado.

Eiden bajó la vista. No tenía una respuesta.

Horas más tarde, Ayleen lo llevó a un exclusivo centro comercial. Entraban por puertas privadas, donde los empleados se inclinaban al verla. Le hablaban con respeto, con miedo, con reverencia.

Eiden se sintió pequeño. Ridículo.

Pero ella lo empujaba a probarse chaquetas, camisas de diseñador, zapatos de cuero. Le gustaba verlo probarse cosas. Lo miraba como si estuviera construyendo un nuevo Eiden con cada prenda.

—Ponte esto —le dijo, lanzándole una camisa negra entallada.

—No creo que me quede.

—Tú no piensas. Obedeces.

Él la miró fijo.

—No soy tu juguete.

Ella caminó hacia él y se detuvo a centímetros.

—No. No eres mi juguete. Eres mi propiedad. Hay una diferencia: a los juguetes los dejo tirados. A lo que es mío… lo cuido. Lo protejo. Lo defiendo. Lo destruyo si alguien se atreve a tocarlo.

Eiden tragó saliva. Algo dentro de él ardía. No sabía si era miedo, deseo o ambos.

—¿Por qué yo? —preguntó.

Ella no dudó.

—Porque tú tienes algo que nadie más tiene. Tienes vacío. Y yo necesito llenarlo… a mi manera.

Cuando salieron del lugar, Eiden ya no parecía el mismo. El corte nuevo, la ropa, el aire que llevaba. Incluso la gente lo miraba diferente.

Y eso lo aterraba.

No porque odiara el cambio… sino porque empezaba a gustarle.

—Te ves bien —dijo Ayleen, mientras subían al auto.

—¿Te gusta controlar todo, verdad?

Ella sonrió mientras se acomodaba en el asiento.

—No todo. Solo lo que me importa

Eiden miró por la ventana mientras la ciudad pasaba a su lado como un mundo del que ya no era parte.

Por primera vez en su vida, alguien lo veía, lo nombraba, lo guiaba.

Pero en su pecho… algo le susurraba que cada cosa que ganaba con Ayleen, tenía un precio.

Y que tarde o temprano, iba a tener que decidir si vivir bajo su ala… o volar solo aunque lo derribaran.

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