La sala del primer piso estaba iluminada únicamente por la luz de unas cuantas velas que Aria había dispuesto sobre la mesa. Las llamas titilaban suavemente, proyectando sombras irregulares en las paredes. El ambiente, aunque frágil, se sentía más cálido y humano que lo que habían experimentado en mucho tiempo. El aroma del estofado recién comido aún flotaba en el aire, impregnando la habitación con un rastro hogareño que contrastaba con el murmullo constante de los errantes más allá de los muros.
Por un momento, casi parecían una familia común reunida tras la cena. Pero esa ilusión era tan fina como el cristal.
Elian se dejó caer en el sofá, estirando brazos y piernas con un suspiro cargado de cansancio. Alex se acomodó en una silla de respaldo firme, observando cómo las velas proyectaban destellos dorados en la superficie de la mesa. Sofía, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, mantenía sus manos juntas, pensativa, como si la quietud de la noche le ofreciera un espacio para ordenar lo que sentía. Aria, en cambio, se mantuvo ocupada recogiendo platos y cubiertos, como si ese gesto de normalidad le ayudara a sostenerse en medio de un mundo que ya no era el mismo.
El silencio era espeso, casi acogedor. Solo lo interrumpía el rumor lejano de los errantes, un coro de gruñidos y pasos arrastrados que, con el tiempo, se había vuelto parte del paisaje sonoro habitual.
De repente, Alex tamborileó los dedos en el borde de la mesa. La tensión que lo acompañaba desde su llegada parecía no darle tregua.
—Es raro —murmuró, rompiendo la quietud—. Después de todo lo que hemos pasado ahí afuera, estar aquí se siente… demasiado tranquilo.
Aria, que regresaba a la sala secándose las manos con un paño, le dirigió una mirada breve.
—No confundas tranquilidad con seguridad. Son cosas muy distintas.
Elian asintió, enderezándose en el sofá.
—Ella tiene razón. Esta casa está reforzada, pero no es una fortaleza perfecta. Siempre existe un punto débil.
Las palabras se clavaron en el aire, dejando un silencio más pesado que el anterior. Sofía se mordió el labio, como si quisiera responder, pero prefirió callar.
Para romper la tensión, Aria señaló con un gesto hacia el pasillo.
—¿Quieren ver el resto de la casa? No tiene sentido que pasen la noche sin saber cómo está organizada nuestra defensa.
La propuesta fue aceptada sin palabras, con miradas y movimientos de pie. Elian tomó la delantera, avanzando por los pasillos en penumbra hasta llegar a una habitación con pantallas que mostraban imágenes en blanco y negro: la entrada principal, el patio trasero, las ventanas reforzadas.
—Este es el sistema de vigilancia —explicó con tono orgulloso, aunque sobrio—. Se activa por movimiento. Si algo se acerca, lo sabremos de inmediato.
Alex se inclinó hacia una de las pantallas, fascinado por el parpadeo intermitente de la cámara que apuntaba a la calle.
—Es impresionante… nunca pensé que alguien pudiera preparar tanto una casa.
—Era necesario —respondió Elian—. Aquí no se sobrevive improvisando.
Sofía se acercó a una ventana asegurada con placas de acero y pasó los dedos por la superficie fría.
—Es increíble. Es como un búnker.
Elian negó con un movimiento de cabeza.
—Ningún lugar es impenetrable. Lo que tenemos nos da ventaja, pero nunca será garantía.
El comentario quedó flotando en la mente de todos mientras avanzaban en el recorrido. Aria los guió hasta la despensa subterránea. Al abrir la puerta, un olor a metal, tierra y conservas los envolvió. En los estantes, perfectamente organizados, se apilaban latas, botellas de agua y cajas selladas.
—Con el grupo reducido alcanzan para seis meses —explicó Aria con calma—. Con dos personas más… apenas la mitad.
El dato los golpeó en silencio. La supervivencia era una cuerda floja que pendía de recursos limitados.
Sofía apretó los labios, consciente de que su presencia y la de Alex no eran un simple alivio para los demás, sino también una carga. Alex, por su parte, miró en silencio, reconociendo en esa despensa no solo comida, sino tiempo. Tiempo comprado con previsión, tiempo que se agotaba a cada bocado.
Regresaron finalmente a la sala, y se acomodaron en torno a las velas. El ambiente parecía más ligero que antes, como si la tensión se hubiera diluido un poco después del recorrido. Hablaron de pequeñas cosas: pasatiempos, recuerdos de antes del desastre, incluso rieron con alguna anécdota que Sofía contó sobre su infancia.
Elian, en silencio, los observaba con una mezcla de incredulidad y alivio. Hacía mucho que no escuchaba una risa genuina. Aquella sala, por un instante, parecía un refugio no solo físico, sino también emocional.
Alex notó cómo los ojos de Aria brillaban cuando hablaba de sus intereses, o cómo Sofía parecía contagiar calidez con cada sonrisa. En medio de ese breve respiro, hasta el rugido lejano de los errantes parecía menos amenazante.
Pero la paz duró poco.
Un golpe seco retumbó en la calle. Fue tan fuerte que vibró en el cristal de las ventanas. Las risas se cortaron de inmediato. Elian se levantó de un salto. Aria se quedó helada, con los labios entreabiertos.
—¿Qué fue eso? —susurró ella.
Elian no dudó.
—Voy a revisar.
—No vas solo —replicó Alex, poniéndose de pie al instante.
El ruido volvió, más fuerte, acompañado de un chirrido metálico que recorrió los muros como uñas en una pizarra. La tensión llenó el aire como humo invisible. Sofía se aferró al respaldo de la silla, sintiendo que el corazón le martilleaba en el pecho.
Avanzaron hacia la puerta principal. El silencio duró apenas un instante antes de que algo impactara contra la madera con violencia. Un eco sordo recorrió la sala. Aria retrocedió un paso, pálida, mientras Elian extendía un brazo para contenerla.
Entonces ocurrió. Un objeto pequeño y redondo se deslizó hacia el interior por la rendija inferior de la puerta, golpeando suavemente el suelo de la sala.
Las llamas de las velas proyectaron su silueta metálica en destellos intermitentes. Nadie dijo nada.
Elian lo miró, tenso, con los músculos rígidos como cuerdas a punto de romperse. Aria se llevó una mano a la boca, conteniendo un grito. Sofía sintió cómo el frío le recorría la espalda. Alex, sin pensarlo, avanzó un paso, pero Elian lo detuvo con un gesto brusco.
—No lo toques.
El objeto permanecía inmóvil en el suelo, brillando débilmente bajo la luz temblorosa. La sala entera parecía contener la respiración, como si las paredes mismas esperaran la próxima explosión de violencia.
El golpe de afuera se repitió, más cercano. Y, en esa tensión insoportable, comprendieron que la noche apenas estaba comenzando.
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