EL FIN DE LOS TIEMPOS
El sonido de los gemidos se clavaba en sus oídos como agujas. Elian corría con todas sus fuerzas, sintiendo que el aire quemaba sus pulmones. La tierra húmeda se hundía bajo sus pies y el viento frío golpeaba su rostro, pero nada podía compararse con el terror que lo perseguía.
A su lado, la mano pequeña de Aria temblaba dentro de la suya. La niña corría descalza, con los pies arañados por las piedras del camino, pero no soltaba a su hermano. Su respiración entrecortada era un recordatorio brutal de que estaban solos contra el mundo.
—¡Papá, mamá, espérennos! —gritó Elian, su voz quebrada por la desesperación.
Delante de ellos, Jorge volteó apenas un instante. El sudor le corría por la frente, mezclado con polvo y sangre seca. Sus ojos, enrojecidos por el cansancio, reflejaban algo más fuerte que el miedo: determinación.
—¡Corran, hijos! ¡No miren atrás! —rugió con la fuerza de un hombre que sabía que no vería el amanecer.
María, con el cabello desordenado pegado a las mejillas, volteó también. Su respiración era un sollozo contenido.
—¡Estoy aquí! ¡Síganme!
Elian no pudo evitar mirar sobre su hombro. Los vio. Las siluetas deformes de los devoradores avanzaban tambaleantes, con pasos torpes pero increíblemente veloces. La piel colgaba de sus rostros, sus bocas abiertas dejaban escapar gemidos insoportables, y sus ojos apagados reflejaban un hambre infinita. El hedor que arrastraban era nauseabundo, como carne podrida bajo el sol.
Uno de ellos se lanzó contra Jorge, sujetándolo del brazo con fuerza monstruosa. El hombre cayó de rodillas, y un grito desgarrador se alzó en la noche.
—¡Papá! —Elian tiró de la mano de Aria para soltarse, queriendo correr hacia él.
María se detuvo en seco, sus lágrimas brillando a la luz pálida de la luna.
—¡Elian, Aria, corran! ¡No pueden ayudarnos!
El niño miró a su padre, que luchaba desesperado contra la criatura, golpeándola con una piedra, resistiendo lo imposible. Su madre se arrojó contra otro devorador, arañando, mordiendo, intentando ganar segundos para sus hijos.
—¡Vivan! —rugió Jorge, apenas antes de que la horda lo cubriera.
Elian no pudo mirar más. Tiró de Aria con todas sus fuerzas, corriendo hacia el bosque. Los gritos de sus padres se mezclaban con los chillidos de los devoradores hasta que se volvieron un eco distante. Elian sentía que cada paso lo alejaba no solo de sus padres, sino de todo lo que alguna vez fue su vida.
Se escondieron tras un árbol, jadeando, con el corazón golpeando tan fuerte que parecía querer romperles el pecho. Elian se abrazó a su hermana, apretando los dientes para no llorar, mientras las imágenes de sus padres devorados quedaban grabadas a fuego en su memoria.
De pronto, todo se desvaneció.
Elian de 17 años despertó sobresaltado, con un grito ahogado que le arañó la garganta. El sudor empapaba su rostro y su pecho subía y bajaba como si hubiera corrido una maratón. Otra vez. El recuerdo regresaba cada noche, como si el infierno nunca hubiera terminado.
Tardó unos segundos en recordar dónde estaba: en la habitación oscura y silenciosa de la vieja casa.
A su lado, Aria de 12 años se movió inquieta, despertada por los sonidos. Sus grandes ojos brillaron en la penumbra, llenos de preocupación.
—Elian… ¿qué pasa? —su voz temblaba como si aún siguiera dentro de la pesadilla de su hermano.
Elian respiró hondo, intentando calmar el temblor de sus manos.
—Nada, Aria… —susurró—. Solo fue una pesadilla.
La niña se sentó a su lado y lo abrazó fuerte, como si temiera que también él desapareciera.
—Estoy aquí contigo, hermano. No me voy a ir.
Elian tragó saliva. Ese gesto simple fue como una chispa de calor en medio del frío abismo que lo consumía.
Se levantó despacio y caminó hasta la ventana. La madera astillada crujió bajo sus pies, y un rayo de luz de luna entró en la habitación. Corrió la cortina a un lado y observó el mundo exterior.
La calle era un cementerio. Restos de coches oxidados, basura acumulada, edificios que alguna vez tuvieron vida ahora parecían esqueletos de concreto. Entre ellos, las figuras errantes de los devoradores se movían lentamente, arrastrando los pies, gimiendo como animales perdidos. Algunos se quedaban inmóviles, mirando al vacío, hasta que un sonido los reanimaba.
Elian apretó el marco de la ventana con fuerza, sus nudillos poniéndose blancos.
—Ha pasado un año… —susurró para sí mismo—. Un maldito año desde que todo se fue al carajo.
Se pasó una mano por el rostro. El cansancio era un peso constante, un recordatorio de que el tiempo en esa casa se agotaba.
—No podemos quedarnos aquí para siempre. Aria necesita un lugar seguro. Un lugar donde aún haya gente viva.
Detrás de él, Aria lo observaba en silencio. El amanecer empezó a colarse por la ventana, pintando la habitación con un resplandor anaranjado. La niña se levantó y caminó hasta él, con una sonrisa suave. Le dio un beso en la mejilla.
—Buenos días, hermano.
Elian sonrió débilmente, acariciándole el cabello.
—Buenos días, hermanita.
La expresión de Aria se ensombreció.
—Hoy… hace un año que ellos se fueron.
Elian asintió, el recuerdo clavándose en su pecho.
—Lo sé. Lo recuerdo cada maldita noche.
Se quedaron en silencio unos segundos, hasta que Aria murmuró:
—Nos dijeron que sobreviviéramos, pase lo que pase.
—Y lo haremos —respondió Elian, aunque sus palabras pesaban como una promesa imposible.
La niña bajó la mirada.
—Las reservas se están acabando.
Elian apretó los dientes, y la abrazó fuerte.
—No te preocupes. Yo me encargaré de que estemos bien. Te lo prometo.
Ambos descendieron por las escaleras, cuyos crujidos parecían gritar su presencia en cada paso. La casa, antes refugio cálido, ahora era una ruina. Paredes agrietadas, ventanas rotas, muebles cubiertos de polvo y humedad. Cada rincón parecía recordarles que ese lugar no era eterno.
Bajaron hasta el sótano, donde la puerta metálica del búnker se ocultaba tras una cortina de polvo. Lo habían descubierto meses atrás, explorando por desesperación, y desde entonces había sido su salvación. Elian pasó los dedos por el óxido de la cerradura, recordando aquel día en que lo encontraron: fue como hallar un milagro en medio del infierno.
El interior del búnker estaba frío y oscuro. Las estanterías, llenas al principio, ahora mostraban huecos evidentes. Quedaba comida para medio año, tal vez menos si no racionaban con cuidado.
Elian cerró la puerta tras ellos y encendió una linterna. La luz iluminó el rostro pálido de su hermana, que lo miraba expectante.
—Tenemos que pensar en el futuro —dijo él, con voz firme—. No podemos esperar aquí a que se acabe todo.
Aria asintió, aunque su cuerpo temblaba.
—¿Y si no hay nadie allá afuera? ¿Y si solo quedamos nosotros?
Elian guardó silencio unos segundos. La idea lo había atormentado más de una vez. Pero no podía mostrarse débil.
—Entonces encontraremos la forma de seguir. No voy a dejar que mueras, Aria. Lo juro.
Ella sonrió débilmente, y Elian vio el brillo de esperanza en sus ojos.
Se sentaron en el suelo de cemento, rodeados de cajas de conservas, garrafas de agua y mantas viejas. Afuera, un golpe seco resonó, como si algo hubiera caído sobre la calle. Los dos se tensaron al instante.
Elian apagó la linterna. El silencio regresó, pero los gemidos lejanos de los devoradores seguían ahí, constantes, como una canción de muerte que jamás terminaba.
—Juntos, podemos sobrevivir —dijo Elian en un susurro, más para convencerse a sí mismo que a su hermana.
Aria lo tomó de la mano.
Y en ese instante, encerrados en la oscuridad del búnker, comprendieron que la verdadera pesadilla no era el recuerdo de la muerte de sus padres… sino el futuro incierto que los esperaba al salir de allí.
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