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CAZADORES DE DEMONIOS.

CAPÍTULO UNO: LA MANSIÓN LITH

La noche se cernía como un manto oscuro sobre la tierra, una oscuridad tan densa que parecía tener vida propia. El aire estaba impregnado de un silencio inquietante, interrumpido solo por el susurro del viento que acariciaba las hojas de los árboles. Pero, en ese silencio, había algo más: un eco de risas lejanas y murmullos que se deslizaban entre las sombras, despertando un instinto primario de miedo en cualquier corazón que se atreviera a escuchar.

Los demonios, aquellos seres de la oscuridad, no eran solo figuras de leyenda. Eran reales y, desde el inframundo, sus ojos brillaban con un hambre insaciable. Se alimentaban del miedo, de la desesperación, y de cada pecado que la humanidad había cometido a lo largo de los siglos. Las almas atrapadas en su red se retorcían, lamentándose en una danza macabra, mientras el eco de sus agonías reverberaba en el mundo de los vivos.

—¿Querida, no te parece que esa familia es tan extraña? —preguntó un hombre, susurrando mientras observaba a la gran mansión en la colina desde la ventana de su pequeña casa—. A mí parecer, esconden tantas cosas.

—En este lugar, todos son extraños —respondió su esposa, con una mirada que parecía estar llena de aburrimiento—. Pero algunas rarezas ocultan secretos más oscuros de lo que puedes imaginar, Roberth.

Aquellos dos se encontraban hablando de la extraña familia Lith, cuya mansión era tan visible como la luna en la noche, el sol en el día, o la lluvia que mojaba a todo el pueblo casi todos los días, con excepción de los sábados y domingos. Aquella mansión, alejada pero inconfundible, dominaba el paisaje desde lo alto de la colina, un recordatorio constante de su presencia misteriosa. Era un lugar que pocos osaban siquiera mencionar, y mucho menos acercarse.

A pesar de su prominencia, la mansión Lith era un enigma para los habitantes del pueblo. Solo la extraña y poco conocida familia y un puñado de leales sirvientes tenían el privilegio de cruzar las imponentes puertas de hierro, que siempre parecían estar cerradas al resto del mundo. Este selecto grupo de sirvientes, sin embargo, nunca había visto a sus patrones. Los sirvientes trabajaban en la mansión siguiendo órdenes precisas y a veces crípticas, transmitidas a través de notas o instrucciones verbales entregadas por intermediarios que tampoco parecían saber más de lo necesario.

Ni siquiera sabían cuántos miembros componían realmente la familia Lith. Las habitaciones que limpiaban y los pasillos por los que transitaban eran testigos mudos de la existencia de sus esquivos patrones, pero jamás habían visto una cara, oído una voz, o percibido la más mínima señal de vida humana entre esas paredes. Habían sido contratados años atrás por una extraña anciana, cuya aparición y desaparición eran tan abruptas como inexplicables. Con el tiempo, los sirvientes comenzaron a preguntarse si aquella anciana realmente estaba viva o si había sido una mera ilusión, una figura sacada de sus peores pesadillas.

—Es como si la mansión misma fuera un ser vivo, —murmuró Roberth, incapaz de apartar la vista del edificio que se recortaba contra el cielo gris—, respirando secretos y alimentándose de la oscuridad que la rodea. Es tan aterradora esa mansión.

—Esa familia... y ese lugar,—dijo en voz baja—son más que extraños. Son un abismo en el que no querrías caer. Mantén tu curiosidad lejos de esa mansión si quieres conservar tu vida, esposo mío. Recuerda que hay cosas que simplemente no debemos saber.

Las palabras de su esposa, aunque dichas con la intención de advertir, sólo sirvieron para encender aún más la curiosidad de Roberth. ¿Qué secretos ocultaba la familia Lith? Y más importante aún, ¿qué lugar ocuparían esos secretos en el destino que ahora sabía que le esperaba?

Entre las paredes de la mansión, se ocultaban secretos horribles, llenos de muerte, que nadie fuera de esos muros conocía. Durante décadas, la familia Lith había sido un enigma envuelto en un misterio, alimentando las especulaciones de los pocos que siquiera conocían su existencia. Las escasas menciones de los Lith en los pueblos cercanos eran suficientes para avivar el temor y la fascinación de quienes se atrevían a hablar de ellos.

Algunos rumores, transmitidos de boca en boca entre los pueblerinos, susurraban sobre una secta secreta a la que los Lith pertenecían. Decían que los miembros más poderosos de la familia aspiraban a dominar el mundo, manipulando eventos desde las sombras, acumulando un poder sin igual. Se contaba que realizaban rituales oscuros en lo más profundo de la mansión, sacrificando vidas en nombre de entidades ancestrales que les otorgaban su poder. La falta de contacto con el exterior solo avivaba estas historias, y la mansión se convirtió en el centro de una mezcla tóxica de temor y obsesión.

Otros, más pragmáticos, consideraban que los Lith eran simplemente una familia extremadamente reservada, que prefería la soledad y la privacidad lejos de los curiosos ojos de la sociedad. Según esta versión, su aislamiento no tenía nada que ver con oscuros complots, sino con una necesidad de paz y tranquilidad, un deseo de mantenerse alejados del bullicio del mundo exterior.

Pero para aquellos que conocían la verdadera naturaleza de la familia Lith, estas teorías no eran más que ilusiones reconfortantes. Porque en las sombras de esa mansión, los Lith no solo preservaban su privacidad; custodiaban un legado oscuro, un poder antiguo y terrible que debía ser mantenido lejos del alcance de los hombres. Y aquellos que se atrevían a acercarse demasiado, ya fuera por curiosidad o por accidente, nunca volvían a ser los mismos.

Pese a las diferentes teorías, todos coincidían en un punto: la familia Lith no era como las demás. Sus modos de vida, sus misterios y su impenetrable privacidad los hacían destacar. La mansión, con sus altos muros y su aire de perpetua penumbra, parecía un reflejo físico de los secretos y enigmas que guardaba en su interior. Cada rincón de la propiedad, desde los jardines descuidados hasta las ventanas siempre cerradas, parecía contar una historia que nadie fuera de esos muros conocería jamás.

—Deja de mirar por la ventana y llama a tus hijos, Roberth—agregó su esposa, acercándose a la olla que tenía en la mesa—. Últimamente estás muy obsesionado con esa familia. No vas a conseguir nada. Nadie nunca ha conseguido nada en cuanto a esa familia se trate.

Dentro de la enigmática familia Lith, se ocultaba un secreto oscuro y perturbador, uno que, si llegara a salir a la luz, desataría una tormenta de críticas y condenas sobre sus miembros. A lo largo de generaciones, una tradición ancestral había sido cuidadosamente preservada y practicada, una tradición tan macabra que incluso los rumores más siniestros no podían hacerle justicia.

Cada vez que un miembro de la familia, en su mayoría hombres, decidía llevar a su prometida a la mansión, se ponía en marcha un ritual que había sido ejecutado por las mujeres de la familia durante siglos. No era un ritual ordinario, ni siquiera un acto de iniciación común. Era una matanza, un juego de horror que ponía a prueba el valor y la resistencia de la joven que aspiraba a unirse a la familia Lith. Para los Lith, este ritual no era más que un entretenimiento, un espectáculo macabro que decidía el destino de la prometida.

Según esta tradición, la novia era llevada a los recovecos más oscuros y laberínticos de la mansión, donde debía sobrevivir durante siete horas sin sufrir ninguna herida. Si lograba salir indemne, se consideraría digna de portar el apellido Lith y de unirse a la familia como un miembro pleno. Sin embargo, si al final de las siete horas la novia resultaba herida, aunque fuera solo un rasguño, le esperaba un destino trágico. No habría boda, ni celebración. En su lugar, la mujer sería sacrificada, eliminada sin rastro, como si nunca hubiera existido.

Las pocas mujeres que lograron superar este macabro juego se convirtieron en figuras temidas y respetadas dentro de la familia Lith, pero muchas más encontraron un final atroz en los oscuros rincones de la mansión. Sus gritos de terror, ahogados por los gruesos muros, se habían convertido en parte de la misma estructura de la casa, alimentando la oscuridad que emanaba de ella.

Este ritual, oculto tras un velo de secretismo y sangre, era el verdadero corazón de la familia Lith. Era un testamento del poder que buscaban preservar, un poder que se alimentaba del miedo y del sufrimiento. Y mientras el mundo exterior continuaba ignorando lo que sucedía tras las imponentes puertas de hierro, la familia Lith seguía su legado, una tradición que nunca sería cuestionada dentro de sus muros, pero que condenaría a la familia si alguna vez se descubría.

La joven, con el cabello oscuro y largo cayendo en cascada por su espalda, se acurrucó detrás de una roca fría, intentando controlar su respiración mientras el terror se apoderaba de cada fibra de su ser. Cada latido de su corazón resonaba en sus oídos, martilleando con fuerza y recordándole la gravedad de su situación. Nunca había sentido tanto arrepentimiento en su vida como en ese preciso instante, mientras se maldecía por haber cruzado el umbral de esa imponente puerta de hierro, cegada por el amor y la ilusión de un futuro que ahora parecía más lejano que nunca.

Ella había admirado la mansión Lith desde la distancia durante años, fascinada por su misterio y su magnificencia. Pero jamás había imaginado lo terrible que sería estar dentro de esas paredes, donde cada sombra parecía esconder un peligro, y cada rincón respiraba una amenaza silenciosa. Ahora, atrapada en ese cruel juego que la familia Lith llamaba tradición, se daba cuenta de cuán ingenua había sido al pensar que el amor la protegería de todo mal.

Sus manos temblaban mientras intentaba mantener el control, escuchando con atención cualquier sonido que delatara la presencia de sus perseguidores. El eco distante de pasos resonaba en los pasillos, cada vez más cerca, y con cada segundo que pasaba, la desesperación crecía dentro de ella. Sabía que si la encontraban, no habría piedad. Los Lith no mostraban compasión por los débiles; para ellos, solo los fuertes merecían sobrevivir, y ella, una simple chica que había soñado con un futuro feliz, ahora estaba atrapada en su peor pesadilla.

—¿Por qué hice esto? — se preguntó, mordiéndose los labios para no sollozar. Pero las lágrimas traicioneras rodaron por sus mejillas, cayendo silenciosamente sobre la fría piedra que la ocultaba, mientras el pánico amenazaba con consumirla. Quería gritar, correr, escapar de aquel lugar, pero sabía que cualquier movimiento podría sellar su destino.

La joven cerró los ojos por un momento, reuniendo el coraje necesario para enfrentarse a lo que vendría. Sabía que tendría que ser más fuerte que nunca, luchar contra el miedo y la desesperación que amenazaban con consumirla, aunque fuera difícil sabiendo la magnitud que estaba enfrentando en ese momento.

—¡Annabelle! —escuchó la joven, reconociendo la voz de su prometido. Su corazón se llenó de felicidad por un instante, creyendo que él vendría a rescatarla de aquel martirio. Cautelosamente, miró detrás de la roca, asegurándose de no ser vista por nadie más. Pero su sonrisa se desvaneció rápidamente al darse cuenta de que no era su prometido quien la llamaba. La voz pertenecía a alguien más, alguien que imitaba su tono en un intento de engañarla.

—Annabelle, ¿dónde estás? —escuchó esta vez al otro lado. Esta vez, aquella persona se parecía a su prometido, pero no quería confiar tan fácil—. Te llevaré a casa. Sé que estás sufriendo mucho, mi amor. Sal de donde estés. No podrás esconderte por mucho tiempo en este lugar.

Annabelle comenzó a hiperventilar. Asustada, salió de su escondite y corrió hacia el corazón del bosque que rodeaba la mansión, sin atreverse a mirar atrás. Corría con todas sus fuerzas hasta que sus pies se detuvieron en la entrada de un santuario. Miró atrás una última vez, convencida de que nadie la seguía. Sin embargo, entre las sombras, se ocultaban peligros de los que aún no estaba consciente. Con precaución, se adentró al hermoso lugar, lleno de flores rojas y negras.

Se apoyó contra una pared de piedra, intentando calmar su agitada respiración, mientras sus piernas temblaban incontrolablemente. Vestía un vestido negro y un velo del mismo color, que dejaban entrever sus ojos llenos de desesperación. Ese vestido le había sido dado al entrar en la mansión, y en un principio, ella pensó que era un gesto de bienvenida. Sin embargo, pronto comprendió que solo marcaba el inicio de su peor tragedia.

Cerró los ojos por unos segundos, intentando calmarse, pero los abrió de golpe al escuchar pasos apresurados acercándose al santuario. Miró a su alrededor, desesperada. El santuario era grande, pero solo tenía una salida: la misma por la que había entrado. No había lugares donde esconderse, solo una tarima en el centro, adornada con extraños objetos en formas terroríficas y con cuernos.

—¡¿Dónde estás, Annabelle?!

Annabelle contuvo la respiración, apretando los labios para evitar que un gemido de terror escapara de su garganta. La voz que resonaba por el corredor estaba cargada de una dulzura perversa, un contraste espeluznante con las palabras que pronunciaba.

—¡Annabelle! —la voz de él se alzaba, juguetona y cruel—. No seas tan mala con tu futuro esposo. Déjame ver tus hermosos ojos antes de que ellos te los arranquen.

El horror de esas palabras hizo que Annabelle sintiera que su sangre se congelaba.

Ella sabía lo que sucedería si la atrapaba. El ritual era claro, despiadado, y no dejaba lugar a interpretaciones. Si él la encontraba, no sería solo el final de su libertad, sino el final de su vida. Los Lith se aseguraban de que sus "juegos" fueran definitivos. Nadie que fallaba en esta prueba salía vivo de la mansión.

Ella no era débil; había sido entrenada desde pequeña para enfrentar cualquier situación y salvar su vida en momentos de peligro. Sin embargo, jamás imaginó que tendría que luchar por su vida contra las garras de su propio amado, quien la había llevado a esa casa con la promesa de que sería aceptada de inmediato. Él nunca le mencionó la extraña ritualidad de su familia, y esa omisión le dolía profundamente. Había confiado en él ciegamente, creyendo que su amor era suficiente para protegerla.

Mientras los pasos se acercaban cada vez más, Annabelle se preparó para lo que fuera que tuviera que enfrentar. No podía permitirse caer en el desespero. Los objetos extraños en la tarima parecían cobrar vida bajo la luz tenue, y Annabelle sabía que debía estar alerta. Se obligó a dejar de pensar en la traición de su amado, al menos por el momento. Sobrevivir era su prioridad. Su corazón latía con fuerza, pero su mente estaba decidida. No importaba cuán oscuros fueran los secretos de la familia Lith; ella estaba decidida a salir de allí con vida, a demostrar que no era una víctima más en el siniestro juego de esa familia.

Sacó una espada de su cinturón. Aquella espada, de metal reluciente, estaba manchada con la sangre de miles de batallas. Tenía miles y miles de años; era la espada sagrada que su padre le había dado cuando ella era muy pequeña. Nunca había comprendido por qué su padre le había entregado esa espada, y hasta ese momento, nunca la había necesitado. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que aquella espada podría salvarle la vida.

— Perdón, padre. Perdóname por poner en riesgo mi vida.

Mientras sostenía la espada, sentía una conexión con su padre, como si él estuviera allí, guiándola y dándole fuerza. Recordaba las historias que él le había contado sobre la espada, cómo había sido forjada con magia antigua y cómo había protegido a su familia durante generaciones. La espada no solo era una herramienta de combate; era un símbolo de esperanza y resistencia. Sabía que no podía permitirse el lujo de fallar. Apretó el mango de la espada, sintiendo su poder recorrer su cuerpo.

Respiró hondo, intentando calmar su agitado corazón. Los pasos estaban cada vez más cerca, y sabía que el enfrentamiento era inevitable. Los intrusos finalmente llegaron al santuario, y Annabelle los enfrentó con la espada en alto, preparada para luchar por su vida y por su libertad. Las sombras del lugar parecían cobrar vida, pero Annabelle no tenía miedo. Con la espada de su padre en mano, se sintió invencible.

—Tu hermosa alma será nuestra, Annabelle —escuchó detrás de ella.

CAPÍTULO DOS: EL ALMA DE UNA POBRE CONDENADA

Las sombras empezaron a reunirse alrededor de ella, encerrándola en un círculo. Sus ojos eran rojos como el fuego de los volcanes, y la negrura que las componía parecía absorber toda la luz del santuario. Annabelle estaba aterrada; nunca antes había visto algo tan siniestro. Pasó la espada por la mitad de una de las sombras, haciéndola desaparecer momentáneamente, pero rápidamente se regeneró. Sin esperar más, comenzó a correr, con las sombras siguiéndola, sus sonrisas espeluznantes brillando en la oscuridad.

— No dejes de correr, Annabelle—se animó a sí misma—. Tú puedes, solo…sigue.

Corría con todas sus fuerzas, sabiendo que no podía detenerse. La mansión se acercaba cada vez más, y con ella, la oportunidad de enfrentar a esa familia y romper el ciclo de oscuridad que los rodeaba. No iba a permitir que el amor se convirtiera en su perdición; lucharía por su vida y por su libertad, cueste lo que cueste.

—Nunca moriré por amor —dijo corriendo—. Salazar, te amo, pero el amor que tengo hacia mí es mucho más fuerte que el que tengo hacia ti.

Cuando llegó a la mansión, las puertas ya estaban abiertas y las antorchas comenzaron a prenderse automáticamente. Ella caminó entre las llamas hasta llegar al imponente y espeluznante comedor, donde estaba reunida toda la familia Lith. En total eran diecinueve. En la parte superior de la mesa se encontraban los monarcas, quienes la miraron sin expresión alguna. El resto de los rostros se volvió hacia ella, incluyendo el de su prometido, Salazar Lith, quien la observaba con una mezcla de orgullo y algo indescifrable en sus ojos.Annabelle, rompió el vestido negro con la espada de su padre. El vestido, hecho de magia negra, se evaporó en el aire al entrar en contacto con la magia blanca de la espada, dejando a Annabelle con el simple vestido blanco que su madre le había confeccionado cuando se enteró de su matrimonio con Salazar.

—Vosotros sois el demonio encarnado —dijo ella con odio, mirando a cada uno de los presentes—. Son tan malos y despreciables.

Los monarcas no mostraron ninguna reacción, pero el resto de la familia murmuró entre sí, sorprendidos por su audacia. Salazar dio un paso hacia adelante, su rostro aún marcado por el orgullo, pero también por una sombra de preocupación.

—Annabelle —dijo él, intentando acercarse—. Esto es para nuestro futuro. Todo esto…

—¡No! —interrumpió ella con voz firme y decidida, levantando la espada con una fuerza que no había mostrado antes—. No más mentiras. No más juegos. Nunca debiste ocultarme la verdad. ¡Nunca debiste ocultarle esto a tu mujer!

Sus ojos brillaban con una mezcla de furia y decepción, reflejando las llamas de las antorchas que iluminaban la habitación. Su respiración era pesada, y sus manos temblaban ligeramente mientras sostenía la espada con una determinación inquebrantable.

—¿Sabes cuánto he sufrido por tu culpa estas últimas horas? —continuó, sin darle oportunidad de responder—. ¿Puedes imaginar siquiera cómo me sentí allí afuera, expuesta a todos esos peligros? ¿Qué esperabas? ¿Que simplemente lo aceptara y siguiera adelante como si nada? Las cosas no funcionan de esa manera. No puedes simplemente traerme con engaños a tu supuesto hogar y esperar que después vaya a ti y te diga que todo está bien, que te perdono porque te amo. ¿Acaso estás loco?

El silencio en la sala se hizo aún más pesado, cargado de tensión y emociones no expresadas. Ella dio un paso adelante, sin bajar la espada, sus ojos fijos en los de él, exigiendo una explicación que sabía que nunca llegaría a satisfacerla por completo.

—¡Nunca debiste ocultarme esto! —repitió, su voz temblando mientras las lágrimas amenazaban con brotar—. ¿Acaso nunca tuviste confianza en mí? ¿Por qué dijiste que querías casarte conmigo si todo esto era una mentira? ¿Crees que es justo lo que estoy pasando solo porque tu familia quería "probarme"? ¡¿Ese es el amor que dices sentir por mí?! No sabes cuánto te estoy odiando en este momento. Me arrepiento una y mil veces de haberme enamorado de ti.

La voz de Annabelle se quebró al pronunciar esas últimas palabras, cargadas de una mezcla de furia y dolor. Nunca había imaginado que la persona que amaba pudiera ocultarle un secreto tan oscuro y aterrador. Cada palabra que salía de su boca era un golpe directo al corazón de su prometido, pero ella no podía detenerse. El resentimiento y la desesperación la consumían por completo.

El silencio que siguió a sus palabras era tan pesado que parecía llenar todo el corredor. Annabelle esperaba alguna respuesta, una disculpa, algo que pudiera demostrar que él aún tenía un rastro de humanidad en su corazón. Pero lo único que recibió fue un susurro, un eco lejano de la persona que había amado.

—¿No te importó exponerme a este peligro, aunque estuviera embarazada de tu hijo? —susurró, con la voz rota, casi inaudible.

Annabelle dejó que las palabras escaparan de sus labios sin pensarlo, su voz temblorosa revelando la profundidad de su angustia. Su confesión, una verdad que había guardado en lo más profundo de su corazón, cayó como una pesada losa entre ambos. La furia en su mirada se mezcló con un dolor insondable, el tipo de dolor que solo se siente cuando alguien a quien amas te traiciona de la manera más cruel. Los ojos de su prometido se abrieron de par en par, una mezcla de sorpresa y horror cruzando su rostro. Por un breve instante, la máscara de frialdad que había llevado se desmoronó, revelando a un hombre atrapado entre el deber hacia su familia y los sentimientos que quizás había negado hasta ese momento.

—Annabelle... yo... —comenzó a decir, su voz titubeando por primera vez. Pero ella lo interrumpió, levantando la mano, señal clara de que no quería escuchar más excusas, más mentiras.—No, no quiero oír nada de ti —dijo, retrocediendo un paso, protegiendo su vientre instintivamente—. No me importa lo que tengas que decir. Lo que hiciste... no tiene perdón.

Él intentó acercarse, desesperado, pero Annabelle se apartó rápidamente, como si su mera presencia la quemara.

—Annabelle—pronunció el patriarca —, viendo las circunstancias… lo mejor será que aceptes unirte a nuestra familia. No te estoy pidiendo que tomes esta decisión a la ligera —continuó él, dando un paso hacia ella—. Solo quiero que sepas lo que está en juego.

Annabelle tomó una profunda respiración, sintiendo cómo el aire fresco de la noche llenaba sus pulmones. Miró hacia el horizonte, donde las sombras del bosque se extendían como un mar oscuro e impenetrable. Sabía que su decisión cambiaría todo, pero también sabía que no podía seguir viviendo en la incertidumbre y el miedo. Annabelle miró a Salazar, luego a los monarcas, y finalmente volvió a concentrarse en su propia fuerza interior. Apretó la empuñadura de la espada, sintiendo el poder y la historia de su familia a través de ella.

—Elijo mi vida —dijo con voz firme, cada palabra cargada de determinación—. Elijo mi libertad antes que pertenecer a esta loca familia. No quiero estar aquí sabiendo que a mi “esposo” no le importó la familia que iba a formar conmigo.  Prefiero morirme sola a tener que soportar ser una más de ustedes.

Sus ojos se encontraron con los de su suegro, desafiantes y resueltos. La habitación quedó en un silencio tenso, solo roto por el leve sonido de la respiración de ambos.

—He pasado demasiado tiempo viviendo bajo las sombras de las expectativas de los demás—continuó, su voz ganando fuerza con cada palabra. —No permitiré que nadie, siquiera el hombre que amo, controle mi destino —añadió, su mirada firme y decidida—. No más. A partir de ahora, tomaré mis propias decisiones. Viviré mi vida como yo lo elija, con todas las consecuencias que eso conlleve. No me importan las amenazas de nadie, ni siquiera las suya, señor Lith.

—¿Amas a nuestro Salazar? —preguntó el señor Lith, mirándola con una aparente indiferencia, pero con un gesto de cierto orgullo en su semblante—. Has demostrado amarlo, pero quiero que tú lo digas ahora, con todos ellos presentes —añadió, señalando a la familia reunida a su alrededor—. Dilo, Annabelle Whilous. ¿Le entregaste tu corazón a Salazar Lith?

Annabelle observó a las mujeres, que con sus velos cubriendo sus rostros, eran un enigma. Sus atuendos eran peculiares, una mezcla de rojo, negro y, en algunos casos, verde. Los hombres, en contraste, dejaban ver sus rostros, observándola con atención. Annabelle pensó en lo que estaba a punto de decir y las posibles consecuencias de sus palabras. Sabía que si aceptaba su amor por Salazar y su unión con la familia, se enfrentaría a un destino incierto. Pero lo que no sabía era que en esta familia, las mujeres eran las que realmente tomaban las decisiones, aunque debían seguir estrictas reglas que no podían romper.

—Yo…

Todos los ojos en la sala estaban puestos en ella, esperando su respuesta. Sintió el peso de las miradas, cada una cargada de expectativas, dudas y juicios. Tomó una respiración profunda, tratando de calmar el torbellino de emociones que la asaltaban.

—Sí, lo amo —dijo finalmente, su voz clara y firme—. Me enamore de él. Lo he amado desde el primer momento en que lo conocí —continuó, encontrando el valor para mirar a cada uno de los presentes—. He visto su supuesta bondad, su valentía, su nobleza. He visto más allá de sus defectos y he encontrado un alma que vale la pena amar—sonrió —Amo a Salazar porque él me ha enseñado lo que significa el amor, pero en este momento también me enseñó que se siente ser traicionado, que se siente no sentir que te aman. Claro que amó a su hijo, pero me amo más a mí de lo que puedo amarlo a él.

—Padre, permíteme hablar a solas con mi prometida —dijo Salazar con firmeza. Su padre asintió.

Salazar tomó el brazo de su prometida y la arrastró hasta una de las habitación que se encontraban en el segundo piso, llena de polvo, con solo un par de armarios y una cama olvidada. Salazar unió sus manos con ternura y la miró con sinceridad, pero ella lo empujó, haciendo que este casi cayera al suelo.

—Se que estas molestas, pero…

— ¡Pero nada, idiota!

—Perdóname por no haberte revelado los secretos de mi familia antes. No era algo que dependiera de mí, sino de los monarcas. Esta tradición, aunque extraña y poco ética para ti, ha sido el sostén de mi familia durante generaciones. No hemos aceptado a cualquier mujer en nuestra casa; buscamos a alguien fuerte, capaz de enfrentar los desafíos que vienen con ser parte de los Lith.

— No sirve de nada pedir perdón.

—Si yo hubiera sabido que estabas embarazada, no te hubiera puesto en peligro… Annabelle, si nuestro hijo no nace en esta mansión, estará condenado de por vida. No por mí, sino por las sombras que atan a cada integrante de esta familia —dijo Salazar, su voz cargada pesar—. Annabelle, todo es más complejo de lo que crees.

Annabelle se detuvo en seco, sus pies clavados en el suelo como si las palabras de Salazar la hubieran alcanzado y la hubieran arrancado de su huida desesperada. Su cuerpo tembló, pero no de miedo, sino de una furia contenida que amenazaba con desbordarse. Giró lentamente sobre sus talones para enfrentarlo, sus ojos ardiendo con una mezcla de ira y dolor.

—¿Qué estás diciendo, Salazar? —su voz era apenas un susurro, pero contenía una fuerza que podría haber hecho temblar los cimientos de la mansión—. ¿Condenado de por vida? ¿Por qué? ¿Qué clase de maldición es esta?

Salazar avanzó hacia ella, su expresión oscura y sombría, como si las sombras de las que hablaba estuvieran acercándose, envolviéndolo en una oscuridad que no podía eludir. Cada paso que daba parecía más pesado, como si las cadenas invisibles de su legado lo arrastraran hacia un destino ineludible.

—Las sombras... —comenzó, luchando por encontrar las palabras adecuadas—. No son solo una metáfora, Annabelle. Son reales. Atan a cada Lith desde su nacimiento, marcando nuestras vidas y las de nuestros descendientes. Si nuestro hijo no nace aquí, en esta mansión, bajo el amparo de las antiguas protecciones, estará a merced de esas sombras. No tendrá escapatoria. Lo que hice... lo hice para protegerlo, para protegerte a ti también, aunque ahora sé que te he fallado.

Annabelle sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral, pero no bajó la guardia. La revelación de Salazar sólo alimentó su desconfianza y su miedo.

—¿Y crees que ponerme en este ritual enfermizo, obligándome a luchar por mi vida, es protegerme? —respondió con amargura, sus palabras afiladas como cuchillas—. ¡Esa no es la protección que necesito, Salazar! ¡Tú mismo nos has puesto en peligro!

Salazar se detuvo, la desesperación en sus ojos clara como el día.

—No quería que fuera así... —susurró, casi inaudible—. Pero las sombras no dejan opciones. Son implacables, Annabelle. Te lo ruego, deja que te explique, que te ayude. Juntos podemos salvar a nuestro hijo y evitar que caiga bajo su control.

Annabelle lo observó, su corazón dividido entre la incredulidad y la desesperación. Quería creerle, quería pensar que aún había una oportunidad de escapar de ese oscuro destino. Pero la traición que sentía la mantenía en guardia, temerosa de confiar nuevamente.

—Explícate —dijo finalmente, sus ojos clavados en los de él, desafiándolo a demostrar que sus palabras tenían un valor más allá del miedo—. Pero si descubro que hay más mentiras, Salazar, juro que no te lo perdonaré nunca. Y si es necesario, me iré de esta maldita mansión con o sin tu ayuda.

Salazar asintió lentamente, consciente de que estaba caminando sobre una cuerda floja, donde un solo paso en falso podría condenarlo todo. El peso de la maldición que los envolvía se sentía más fuerte que nunca, pero sabía que no podía detenerse ahora. Todo dependía de lo que dijera y de cómo pudiera proteger a aquellos que amaba, incluso si eso significaba enfrentarse a las sombras mismas.

—Mi familia es verdaderamente peculiar, más de lo que podrías imaginar —dijo, pasándose las manos por el cabello con evidente frustración—. Somos humanos, pero no como los demás. La magia negra corre por nuestras venas. Desde el origen de la familia Lith, hemos tenido contacto directo con entidades demoníacas y sombras. No podía permitir que ninguna mujer se uniera a esta familia sin antes enfrentarse a esas fuerzas. Lo que hiciste allá afuera era lo necesario para que esta mansión te aceptara como una Lith.

Annabelle sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras asimilaba sus palabras. Jamás esperó que su amante le revelara algo tan aterrador. Todo era mucho más complejo de lo que jamás había imaginado, y el miedo comenzó a apoderarse de ella. Instintivamente, retrocedió, alejándose de él. La seriedad en su mirada le dejó claro que no estaba bromeando. ¿En qué se había metido ella, por amor?

—No me lo esperaba —murmuró, mirando a su alrededor, casi esperando ver algo moverse entre las sombras—. Nunca pensé que sería aceptada en este lugar... y mucho menos de esta manera.

El hombre la observó con una mirada mezcla de orgullo y preocupación.

—Eso es lo que hace especial a la familia Lith —respondió con un tono más suave, aunque aún tenso—. Nos enfrentamos a lo que otros no pueden ni siquiera imaginar. Pero ser parte de esta familia no es solo un privilegio; es una carga. Una responsabilidad que te seguirá en cada paso, en cada sueño. La mansión, como todos los Lith, siente, observa y juzga. Ahora formas parte de ella, y ella de ti.

Annabelle asintió lentamente, tratando de procesar la magnitud de lo que acababa de suceder. Miró al hombre a los ojos, buscando algún rastro de duda o arrepentimiento en su expresión, pero todo lo que encontró fue una determinación inquebrantable.

—¿Entonces acabo de condenar mi alma?

—Asi es, querida.

CAPÍTULO TRES: UNA ALUCINACIÓN

—¿Alguna vez has sentido que alguien te observa en la oscuridad? No esos ojos qué ves cuando cierras los tuyos, sino algo... diferente. Algo que no debería estar ahí, pero lo está. Cómo si nos estuviera acechando para luego casarnos.

—Sí, lo he sentido. Pero lo que me aterra no es lo que veo, sino lo que no veo. Es el silencio justo antes del grito, la sombra que se esconde detrás de la luz. Es como si el mismo aire estuviera vivo, esperando… por eso.

—Esperando a que bajes la guardia, a que cierres los ojos por un segundo. Y cuando lo haces, te atrapa. No es un cuento para asustar a los niños, Thaddeus. Los demonios no son una fantasía... Son reales, y están más cerca de lo que crees.

—¿Por eso me elegiste? ¿Porque puedo ver lo que otros no pueden?—su voz sonó baja, como si temiera que alguien más pudiera escuchar esa extraña conversación.

—No solo por eso. Te elegí porque, a pesar de todo lo que has visto, aún tienes miedo. Y el miedo, Thaddeus, es lo que mantiene viva a una persona en este mundo... lo que te mantiene a salvo. Hace que no cometas errores.

Thaddeus no podía apartar la vista de Celine, la chica de cabello blanco que había irrumpido en su vida justo cuando todo se desmoronaba. La imagen de sus padres asesinados junto a su hermana de siete años aún lo atormentaba, y su mente luchaba por entender cómo aquella joven había aparecido de la nada para salvarlo en el momento más oscuro. Celine no era solo una estudiante, como había afirmado con frialdad, sino que pertenecía a un mundo más complejo y peligroso del que jamás había imaginado.

Era una cazadora de demonios y sombras, una profesión tan extraña que, antes de conocerla, Thaddeus la habría descartado como un mito, una mera fantasía. Durante años había pensado que los demonios eran meras ilusiones, un producto de mentes perturbadas que veían cosas donde no las había. Pero ahora, sentado frente a Celine, comprendía la aterradora verdad: los demonios eran reales.

Se ocultaban entre los humanos, viviendo en las sombras, aguardando el momento perfecto para devorar las almas de los incautos. Lo que alguna vez había considerado fruto de la locura, ahora se le revelaba con una claridad perturbadora. Todo lo que conocía estaba trastocado, y la realidad se le presentaba más oscura de lo que jamás habría creído posible.

Celine, con su mirada penetrante y una calma que contrastaba con el caos a su alrededor, era la única que podía ayudarlo a entender este nuevo mundo. Pero mientras Thaddeus la observaba, una pregunta lo atormentaba: ¿por qué había decidido salvarlo a él?

Thaddeus recordaba las historias que sus padres le contaban sobre los demonios. Siempre hablaban de ellos como seres malévolos, encarnaciones del mal, y aunque él escuchaba con atención, nunca les dio mucha importancia. Para él, eran simplemente cuentos que sus padres, fervientes cristianos, usaban para inculcarle el miedo a lo desconocido, para obligarlo a asistir a la iglesia del pueblo, un edificio lúgubre que se erguía a pocas calles de su casa.

Desde que había llegado a ese pueblo, cuando tenía apenas trece años, algo en él le resultaba inquietante. Había vivido toda su infancia con sus abuelos en la ciudad, y mudarse a ese lugar apartado había sido un cambio brusco. Al principio pensó que la sensación de incomodidad se debía a los extraños habitantes del pueblo, gente que parecía ocultar secretos detrás de sus miradas furtivas y sus sonrisas forzadas. Pero ahora, con todo lo que había ocurrido, se daba cuenta de que la oscuridad que lo rodeaba era mucho más que simples rarezas de un lugar apartado. El pueblo no solo era raro, era siniestro, y algo en sus entrañas albergaba un mal mucho mayor del que jamás había sospechado. Las historias de sus padres ya no le parecían exageradas, ni producto de su devoción religiosa; empezaba a entender que en cada palabra había una advertencia que había ignorado.

Celine le había mostrado la verdad que había estado frente a sus ojos todo ese tiempo, y ahora que lo veía con claridad, el miedo comenzaba a apoderarse de él. Las sombras no eran solo el reflejo de sus miedos, sino el preludio de un horror mucho más profundo, algo que había acechado en silencio desde el momento en que puso un pie en ese lugar.

— Lo que sucedió, iba a suceder en cualquier momento—rompió el silencio, Celine.

Thaddeus sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras las palabras de Celine resonaban en su mente. Su tono era firme, sin rastro de duda, como si estuviera hablando de una verdad irrefutable, algo que no podía ser cuestionado.

—Si quieres conservar tu vida, debes acompañarme. Te mostraré el lugar donde los cazadores aprendemos todas las habilidades que tenemos para proteger a los simples humanos—dijo Celine, cruzándose de brazos. Su mirada, intensa y penetrante, no se apartaba de él—. No eres una persona normal, tienes el don de ver demonios, Thaddeus. Eres uno de los míos.

Las palabras lo golpearon como una bofetada. ¿Uno de los suyos? Durante toda su vida, había intentado ser como cualquier otro, había luchado por encajar, por ser normal. Pero nada en su vida había sido ordinario desde que llegó a ese maldito pueblo. Ahora, la verdad se desplegaba ante él, aterradora y fascinante a la vez.

—¿Cómo puedes estar tan segura de eso? —murmuró, sin apartar la vista de los ojos violetas de Celine. Había un fuego en ellos, una determinación que lo hacía sentir pequeño e indefenso, pero también despertaba en él algo más, una chispa de curiosidad que no podía ignorar.

Celine soltó un leve suspiro, como si hubiera esperado esa pregunta.

—Porque los he visto seguirte, he visto cómo intentan alcanzarte, cómo sus sombras se estiran hacia ti —dijo con una calma que lo inquietó aún más—. Y porque cuando uno de ellos intentó poseerte, lograste resistir más tiempo del que cualquier humano normal podría. No eres solo un espectador en este juego, Thaddeus. Tienes un papel que jugar, uno crucial. Y si no vienes conmigo, no sobrevivirás mucho más. Es tu decisión, Thaddeus.

Thaddeus sintió que el suelo bajo sus pies se tambaleaba. Todo lo que creía saber estaba siendo derrumbado. Pero en lo más profundo de su ser, una parte de él sabía que Celine tenía razón. No podía seguir ignorando lo que estaba frente a él, no podía seguir huyendo de la verdad que lo acechaba desde las sombras.

Cuando tenía 15 años, los médicos le diagnosticaron esquizofrenia. Decían que las sombras que veía, esas figuras oscuras y retorcidas, no eran más que alucinaciones, productos de una mente enferma. Todos a su alrededor creían que estaba loco, que su mente le jugaba malas pasadas, y durante un tiempo, incluso él llegó a convencerse de ello. Los medicamentos, las terapias, todo parecía dirigido a convencerlo de que lo que veía no era real.

Pero ahora, con Celine frente a él, esas certezas se desvanecían. La realidad era mucho más compleja y aterradora de lo que jamás había imaginado. No estaba loco; su mente no le estaba fallando. Lo que veía era real, aunque otros no pudieran percibirlo. Esa capacidad, que había sido tratada como una enfermedad, era en realidad un don, uno que lo separaba del resto, pero también lo marcaba como alguien diferente, alguien especial.

¿Cómo se suponía que debía manejar esta revelación? ¿Cómo se ajusta uno a la idea de que su vida entera ha sido una mentira, que lo que todos creían que era una maldición era, en realidad, una puerta hacia un mundo oculto y peligroso? Por un momento, Thaddeus deseó con todas sus fuerzas que todo esto fuera solo un sueño, una pesadilla de la que pronto despertaría para volver a su vida normal, con todos sus problemas y confusiones, pero sin este abismo de oscuridad que ahora se abría ante él.

Pero sabía que no era un sueño. La sensación del aire frío en su piel, la intensidad de la mirada de Celine, el peso de la verdad que ella le había revelado... todo era demasiado real. No podía seguir negándolo. No podía seguir escondiéndose de la verdad que siempre había sabido, en lo más profundo de su ser.

Thaddeus cerró los ojos por un momento, tratando de calmar la tormenta de pensamientos y emociones que lo consumía. Cuando los abrió de nuevo, su mirada se encontró con la de Celine, y supo que no había vuelta atrás.

—¿Qué hago ahora? —preguntó, su voz temblorosa, llena de incertidumbre.

Celine le sonrió, una sonrisa que, aunque pequeña, estaba llena de comprensión y determinación.

—Ahora, Thaddeus, —dijo suavemente—, es el momento de que aceptes quién eres y lo que puedes hacer. Tienes un papel en este mundo, uno que solo tú puedes cumplir. Y aunque el camino que tienes por delante será difícil y peligroso, no tienes que enfrentarlo solo. Estoy aquí para ayudarte.

—Está bien —dijo finalmente, con una voz que apenas reconoció como la suya—. Te acompañaré.

Celine esbozó una pequeña sonrisa, como si su respuesta hubiera sido la única que esperaba.

—No te arrepentirás, Thaddeus. Este es solo el comienzo.

Así mismo, Victoria Lith, al borde de la adultez, celebraba su décimo octavo cumpleaños en la terrorífica mansión, la cual había sido testigo de los actos más atroces que una persona podía cometer sin remordimiento alguno. Aunque se supone que ese día debía ser feliz, estaba marcado por la monotonía y el aburrimiento que persistía todos los días sobre las paredes del lugar. Ella estaba encerrada en su habitación, como era costumbre. Pocas veces salía y era más que todo para la comida.

Esa mañana, Victoria se levantó con pesar de la cama y se acercó a la ventana. Siempre hacía eso cuando se levantaba. Parecía que ya era su rutina diaria y le gustaba eso. Desde la ventana podía observar muchas cosas, como lo hacía en ese momento que se encontraba observando a sus primos con quienes nunca había compartido una relación profunda. La mayor parte del tiempo los veía juntos, con esos rostros tan sombríos y serios que pensaba que no había rastro de vida en ellos.

Tanto ellos como Victoria habían sido criados bajo normas estrictas y tradiciones un tanto fuera de lo común, para ser un gran Lith, como sus abuelos solían decir. Pero había algo que los diferenciaba a pesar de haber vivido en el mismo techo, Victoria se había consagrado como la única mujer nacida en la familia en los últimos cien años, por lo que había sido criada de manera diferente a los varones de la familia ya que las expectativas que todos tenían sobre ella eran inmensas, una presión constante que moldeaba cada aspecto de su vida.

Desde temprana edad, se le había enseñado a comportarse con una dignidad que refleja el prestigio de su apellido, a seguir rituales y ceremonias que habían sido transmitidos de generación en generación hacia las mujeres nacidas, cuya sangre era nativamente Lith. Pero a pesar de las enseñanzas y las expectativas, había algo en ella que no encajaba del todo con ese mundo de rigidez y tradición.

A medida que el sol matutino iluminaba su oscura habitación, Victoria sintió una mezcla de calidez y pesar al recordar las palabras de su padre, Salazar. Desde pequeña, él le había inculcado la importancia de ser fiel a sí misma, de encontrar su propio camino incluso en medio de las restrictivas tradiciones familiares. Sin embargo, cada vez que intentaba seguir su propio instinto, una fuerza invisible la ataba a las reglas inquebrantables de la familia Lith, esas normas ancestrales que parecían dictar cada aspecto de su vida.

Sabía que cualquier desviación sería vista como una traición, no solo a su familia, sino también a todo lo que la mansión representaba. Las miradas vigilantes de sus antepasados, los retratos colgados en los pasillos oscuros, parecían seguirla, recordándole constantemente su deber. La presión de mantener intacto el legado de los Lith la sofocaba, empujándola a reprimir sus propios deseos y a conformarse con el papel que le habían asignado.

La puerta sonó. Victoria miró hacia esta. Era su padre, reconocía esa manera de tocar.

—Victoria, hija mía —escuchó la dura voz de su padre, quien estaba asomándose por la puerta con un semblante serio en su rostro—. Pensé que aún dormías—dijo, cerrando la puerta detrás de él—.  Considero que ya es tiempo de que tengamos una conversación tú y yo. ¿Puedo sentarme junto a ti?

Victoria sintió un nudo en el estómago al escuchar la voz de su padre, Salazar. Levantó la vista hacia él, notando su semblante serio y la tensión en su postura. Aunque les temía a esas conversaciones, sabía que no podía evitarla, no cuando Salazar tenía algo importante que decir.

—Claro, padre —respondió, con una calma que no reflejaba la tormenta interna que sentía. Fue hasta la cama y se sentó.

Salazar caminó lentamente hacia ella, sus pasos firmes resonando en el silencio de la habitación. Al sentarse, Victoria sintió su presencia como una sombra que la cubría por completo. Su padre, un hombre que siempre había sido la autoridad incuestionable en su vida, la miró con esos ojos que parecían ver a través de ella.

—¿Qué sucede, papá? —preguntó Victoria, intentando mantener la calma en su voz.

—Como ya sabes, hoy es un día importante para ti, Victoria, pero también es el aniversario de la muerte de tu madre —comenzó Salazar, sus ojos fijos en los de su hija—. Puede que aquello te desagrade tanto como a mi. Nunca pensé que mi mujer moriría el día en el que mi hija naciera, pero sucedió y no hay nada que pueda cambiar eso. Tu madre era una mujer valiente y testaruda. Jamás permitió que alguien decidiera por ella o mucho menos que no la vieran con el valor que ella se veía.

Victoria escuchó las palabras de su padre, sintiéndose un tanto extraña. No conoció a su madre por lo que no sabía cómo sentirse al respecto.

— ¿A dónde quieres llegar, padre? No entiendo porque me hablas de ella hoy cuando nunca lo haces.

—Victoria, tú eres lo único que queda de tu madre. Me costó mucho tomar esta decisión, pero considero que será lo mejor para ti, hija —su hija arrugó su rostro, sin entender nada —-. Tus abuelos y yo estuvimos hablando durante semanas sobre esto. Tu tía Lilibeth nos dio la idea y aunque al principio me negué, sé que no puedo decidir por ti… Hija mía, dado a que tu eres la única miembro de esta familia que nunca ha salido de la mansión, tomamos la decisión de que tú también puedas conocerlo.

Victoria sintió una mezcla de emociones al escuchar las palabras de su padre: sorpresa, confusión, y una creciente sensación de traición. La mansión Lith había sido todo lo que conocía, un lugar que la había protegido del mundo exterior, pero también la había mantenido prisionera. Las advertencias sobre los peligros del exterior siempre habían sido suficientes para mantenerla dentro de los muros, sin cuestionar las decisiones de su familia. Pero ahora, esas mismas palabras que le habían ofrecido consuelo durante años, comenzaban a sonar huecas y manipuladoras.

— Este lugar es igual de peligroso que el mundo exterior…es…

—¿Por qué nunca me dijiste esto antes? —preguntó Victoria, su voz temblando ligeramente mientras buscaba una explicación en el rostro de su padre—. ¿Por qué siempre me hicieron creer que estaba más segura aquí, cuando en realidad... —hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras—. Cuando en realidad, este lugar es tan peligroso como cualquier otro?

Salazar la miró con una expresión que Victoria no había visto antes, una mezcla de culpa y algo que casi podría ser arrepentimiento.

— Hija, no es momento para cuestionarse de nada.  Tu tía se tomó la molestia de inscribirte a la academia donde sus hijos están estudiando actualmente. Podrías salir de la mansión y educarte como aquí no podemos hacerlo. Sé que podría ser algo intimidante para ti, pero confío en ti, se que tienes la valentía para eso.

Victoria arrugó su rostro, sin saber cómo actuar. ¿Qué debía hacer?

—La academia no es tan normal como puede aparentar a simple vista —dijo su padre, sacando una foto de su bolsillo. Era de un gran castillo, sombrío como la misma mansión. Dejo la foto en manos de su hija antes de continuar hablando—. Aquella institución está diseñada especialmente para personas cuyas habilidades son excepcionales, especialmente para aquellos que pueden ver cosas que otros no. En nuestra familia, desde hace generaciones, nos hemos dedicado a esta tarea, aunque en estas paredes solo somos guardianes de secretos antiguos, creyentes fervientes en las sombras y los demonios.

—Padre…

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