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Herencia De Sombras

Prólogo

El pequeño pueblo de **Giverny**, conocido por sus paisajes bucólicos que inspiraron a grandes artistas como Monet, se encontraba envuelto en la quietud de una tarde de finales de otoño. Las hojas de los árboles caían lentamente, tapizando las calles empedradas con una alfombra de tonos ocres y rojizos. Un viento suave soplaba, llevando consigo el aroma a tierra mojada y el eco de los últimos turistas que habían abandonado el lugar, dejando a Giverny en una tranquila soledad.

Por el camino principal, apenas transitado, avanzaba un coche negro, un **Jaguar XJ** del año 2005, con su elegante chasis reflejando los tonos dorados del atardecer. El vehículo se detuvo frente a una pequeña casa de estilo normando, con paredes de piedra y un tejado a dos aguas cubierto de musgo. La casa, modesta pero bien cuidada, estaba rodeada de un pequeño jardín que, aunque ya no lucía las flores de la primavera, seguía conservando un encanto nostálgico.

La puerta del coche se abrió con un ligero chirrido, y de él bajó Isabella Dupont. Era una mujer de veinticinco años, alta y esbelta, con un porte que mezclaba elegancia y determinación. Su cabello castaño oscuro, recogido en un moño bajo, enmarcaba un rostro de rasgos finos, donde sus ojos verdes brillaban con una mezcla de urgencia y preocupación. Vestía un abrigo gris oscuro, que la protegía del frío incipiente, y unas botas de cuero que resonaban sobre el pavimento mientras se apresuraba hacia la puerta de la casa.

Isabella respiró hondo antes de tocar la puerta, intentando calmar el torbellino de emociones que la embargaba. Antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió, revelando a una mujer de mediana edad, con el cabello canoso y la expresión severa pero cálida. Era Colette Moreau, una amiga cercana de su padre y la mujer que había sido como una segunda madre para Isabella desde que Clara, su verdadera madre, la había abandonado.

—¿Qué pasó, Colette? —preguntó Isabella, su voz temblando ligeramente mientras sus manos nerviosas se aferraban al borde de su abrigo.

Colette la miró con tristeza, sus ojos oscuros reflejando el dolor que intentaba mantener a raya.

—Isabella, tu padre… —empezó a decir, pero su voz se quebró, obligándola a tomar un respiro profundo antes de continuar—. Está muy mal. El doctor Lefevre está con él ahora mismo. Debes darte prisa.

Sin esperar más, Isabella asintió y, sin quitarse el abrigo, corrió escaleras arriba, dejando atrás a Colette, quien cerró la puerta con un suspiro lleno de pena. Subió los escalones de dos en dos, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, como si intentara mantener el tiempo a raya, aunque sabía que era inútil.

Al llegar al segundo piso, Isabella se dirigió al final del pasillo, donde la puerta de la habitación de su padre estaba entreabierta. El pasillo, decorado con retratos familiares y recuerdos de viajes, parecía alargarse interminablemente mientras sus pasos la llevaban hacia el que temía sería el último encuentro con Jean-Luc Dupont, su amado padre.

Entró en la habitación con el aliento contenido. La luz del atardecer se filtraba a través de las cortinas, bañando la estancia en una luz cálida y suave. Jean-Luc estaba recostado en su cama, sus cabellos grisáceos esparcidos sobre la almohada blanca, su rostro demacrado pero aún reconocible por la dignidad que siempre había llevado consigo. A su lado, un hombre mayor, de unos sesenta años, con el cabello entrecano y gafas de montura delgada, se encontraba de pie junto a la cama, revisando una hoja de papel con seriedad.

Isabella dio un paso adelante, pero el doctor Lefevre alzó la vista y, al reconocerla, dejó el documento a un lado y se acercó a ella con una expresión solemne.

—Señorita Dupont, —dijo el doctor con voz suave pero firme—, ¿podríamos hablar un momento fuera?

Isabella asintió, sus ojos ya comenzando a llenarse de lágrimas que se negaba a derramar frente a su padre. Miró a Jean-Luc una vez más antes de seguir al doctor fuera de la habitación. Cerró la puerta suavemente tras ella, como si temiera que un ruido fuerte pudiera romper el frágil hilo de vida que aún mantenía a su padre en este mundo.

En el pasillo, el doctor Lefevre se giró para enfrentarla, su expresión era la de un hombre acostumbrado a dar malas noticias, pero que aún sentía el peso de cada una de ellas.

—Señorita Dupont, —comenzó con un tono compasivo—, temo que su padre… ya no le queda mucho tiempo. Su estado se ha deteriorado rápidamente en las últimas horas, y me temo que lo mejor que puede hacer ahora es estar con él. No hay nada más que podamos hacer.

Isabella sintió que las lágrimas que había estado conteniendo empezaban a caer por sus mejillas, pero se las secó rápidamente, asintiendo con la cabeza.

—Gracias, doctor. —Su voz era apenas un susurro, rota por la emoción.

El doctor Lefevre le ofreció una ligera sonrisa de consuelo, sabiendo que en momentos como este, las palabras eran inútiles.

—Quédese con él, señorita Dupont. Su presencia le brindará paz.

Isabella asintió nuevamente, incapaz de hablar, mientras el doctor le daba una palmadita en el hombro antes de bajar las escaleras, dejando a Isabella sola en el pasillo. Se quedó ahí un momento, tomando aire profundamente, intentando recomponerse antes de volver a entrar en la habitación.

Con las manos temblorosas, Isabella giró el pomo de la puerta y volvió a entrar. Esta vez, la habitación le pareció más pequeña, más íntima. Se acercó lentamente a la cama, cada paso resonando en el suelo de madera envejecida.

Jean-Luc abrió los ojos al escucharla, sus labios curvándose en una sonrisa débil pero genuina al ver a su hija.

—Isabella… —murmuró, su voz apenas un susurro.

Isabella se arrodilló junto a la cama, tomando la mano de su padre entre las suyas. La piel de Jean-Luc estaba fría, casi translúcida, como si la vida ya estuviera escapando de su cuerpo.

—Papá… —su voz se quebró mientras intentaba contener las lágrimas—. Estoy aquí.

Jean-Luc la miró con una ternura que solo un padre puede mostrar a su hija. Sus ojos, aunque debilitados por la enfermedad, seguían brillando con un amor incondicional.

—Sabía que vendrías… —dijo con esfuerzo—. Siempre supe que estarías aquí.

Isabella apretó su mano, sintiendo la fragilidad de sus huesos bajo la piel.

—No podía dejarte solo, papá —susurró, mientras las lágrimas caían silenciosamente por sus mejillas.

Jean-Luc respiró hondo, su pecho subiendo y bajando lentamente, como si cada aliento fuera una lucha. Cerró los ojos por un momento, y cuando los volvió a abrir, parecía estar más en paz.

—No me queda mucho tiempo, Isabella. Pero hay algo que debo decirte… —su voz era débil, pero había una firmeza en sus palabras que captó la atención de Isabella.

—Papá, no hables. Solo descansa —le rogó, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, temiendo lo que podría escuchar.

Pero Jean-Luc negó con la cabeza, su mano apretando ligeramente la de Isabella.

—No… esto es importante. —Se tomó un momento para recobrar el aliento—. Isabella, no dejes que el odio consuma tu vida. Sé que has cargado con mucho dolor, y que lo que tu madre te hizo… fue imperdonable. Pero no dejes que eso te destruya.

Isabella sintió que su corazón se rompía un poco más con cada palabra de su padre. Su voz era suave, pero el mensaje era claro. Jean-Luc siempre había sido consciente del rencor que Isabella guardaba hacia su madre, pero nunca había imaginado el alcance de sus planes de venganza.

—Papá, no hables de eso ahora. Estoy aquí, y eso es lo único que importa —intentó reconfortarlo, pero sus propias palabras sonaban vacías, como si no creyera en ellas.

Jean-Luc la miró con una mezcla de tristeza y orgullo.

—Prométeme… —tosió levemente antes de continuar—, prométeme que buscarás tu felicidad, Isabella. Que no te perderás en la oscuridad del rencor.

Isabella no pudo responder de inmediato. ¿Cómo podría prometerle algo así cuando había dedicado toda su vida a planear la caída de su madre? Pero no podía negarle nada a su padre, no en su último momento juntos.

—Lo prometo, papá —susurró finalmente, aunque en su corazón sabía que era una promesa vacía.

Jean-Luc sonrió, después lentamente fue cerrando los ojos, la vida escapandosele.

Capítulo 1

Hace veinte años, el espléndido departamento de Clara y Jean-Luc Dupont en París era un símbolo de éxito y lujo. Situado en el elegante barrio del 6ème arrondissement, cerca de los Jardines de Luxemburgo, el apartamento ocupaba el último piso de un edificio de estilo Haussmanniano, con techos altos y ventanales que ofrecían una vista impresionante de la ciudad. Las paredes, pintadas en tonos claros de marfil, estaban decoradas con obras de arte contemporáneo, y los suelos de parquet antiguo crujían suavemente bajo los pies, recordando a quienes caminaban sobre ellos la historia y el refinamiento del lugar.

La cocina, donde Clara estaba sentada, era un espacio amplio y moderno, con encimeras de mármol blanco y electrodomésticos de acero inoxidable que relucían bajo la luz cálida de las lámparas colgantes. Clara tamborileaba los dedos impacientemente sobre una carpeta de cuero negro que reposaba sobre la mesa central de la cocina, una mesa de madera de roble maciza, cuidadosamente decorada con un jarrón de cristal que contenía flores frescas, cambiadas a diario por la empleada del hogar.

Clara, con su melena castaña perfectamente peinada, vestía una blusa de seda color crema y unos pantalones ajustados de diseñador. Sus ojos, de un azul helado, miraban fijamente la carpeta mientras sus pensamientos divagaban. Nunca le había gustado la vida de ama de casa. Las tareas domésticas, la crianza de una hija, y las interminables horas de soledad en ese lujoso apartamento le habían provocado un profundo resentimiento. Se había casado con Jean-Luc Dupont por su estatus y su dinero, un hombre que le había dado una vida de opulencia, pero a un costo que ella ya no estaba dispuesta a pagar.

De repente, una voz infantil rompió el silencio.

—¡Mami, mami, mira! —gritó alegremente Isabella, entrando corriendo en la cocina.

La pequeña Isabella, de tan solo cinco años, llevaba un vestido azul con un lazo blanco, sus rizos castaños rebotando con cada paso. Sus ojos verdes, llenos de entusiasmo y admiración por su madre, brillaban mientras señalaba orgullosa hacia el salón.

—¡He hecho un castillo de naipes! —dijo con voz triunfante, su sonrisa era tan amplia que mostraba los pequeños huecos donde habían caído sus dientes de leche.

Clara forzó una sonrisa, sus labios pintados de un rojo intenso apenas se movieron mientras miraba a su hija.

—Muy bien, cariño —dijo, su voz suave pero carente de emoción verdadera—. ¿Por qué no vas a tu habitación a jugar un rato?

Isabella asintió, feliz de recibir la aprobación de su madre, y salió corriendo por el pasillo, dejando tras de sí una estela de risas infantiles que resonaban en las paredes del apartamento.

Cuando la pequeña desapareció de su vista, Clara dejó escapar un suspiro profundo, de esos que nacen en el alma. Apoyó los codos sobre la mesa y se frotó las sienes con los dedos. Toda esa vida que Jean-Luc le había prometido, ese cuento de hadas de lujo y amor, había resultado ser una prisión dorada. El peso de las expectativas de ser la esposa perfecta, la madre ideal, la mujer sumisa que sacrificaba sus sueños por el éxito de su esposo, se había convertido en una carga insoportable.

En ese momento, la puerta de la entrada del apartamento se abrió. Clara enderezó la espalda y recogió la carpeta, asegurándose de que todo estaba en orden antes de que Jean-Luc llegara a la cocina.

Jean-Luc Dupont, el hombre que había sido el centro de su mundo, entró en la cocina. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto y de complexión delgada pero atlética. Su cabello, negro como el azabache, estaba apenas empezando a mostrar las primeras hebras de gris en las sienes. Llevaba un traje oscuro perfectamente ajustado, con una corbata de seda que destacaba por su elegancia discreta. Su rostro, de facciones marcadas, solía estar iluminado por una sonrisa cálida, pero esa tarde parecía agotado, con las líneas de preocupación grabadas profundamente en su frente.

—Clara, ¿todo bien? —preguntó Jean-Luc mientras dejaba su maletín en una silla cercana y se acercaba a su esposa, con la mirada llena de cansancio pero también de afecto.

Clara lo observó con una expresión que mezclaba frialdad y decisión. Era el momento que había estado planeando durante meses.

—Jean-Luc, ven aquí, por favor —le dijo con voz calmada, señalando la silla frente a ella.

Jean-Luc, sin sospechar nada, se sentó frente a Clara, notando la carpeta que ella había colocado en la mesa.

—¿Qué es esto? —preguntó con una ligera preocupación en su voz.

Clara respiró hondo, preparándose para lo que estaba a punto de hacer.

—Esto, Jean-Luc, es el futuro —respondió mientras abría la carpeta y sacaba un conjunto de documentos.

Jean-Luc frunció el ceño, confundido, mientras observaba cómo Clara deslizaba los papeles hacia él.

—He transferido todos tus activos, tus propiedades y cuentas bancarias, a mi nombre —dijo Clara con una calma inquietante—. Todo lo que alguna vez fue tuyo, ahora me pertenece.

Jean-Luc la miró, atónito, sin poder creer lo que estaba escuchando.

—¿Qué estás diciendo, Clara? —su voz tembló levemente, una mezcla de incredulidad y miedo comenzando a apoderarse de él.

Clara mantuvo su mirada fija en él, sus ojos azules helados reflejaban una determinación inquebrantable.

—He estado preparando esto durante mucho tiempo, Jean-Luc. Mientras tú estabas ocupado con tus proyectos, confiándome la administración de nuestras finanzas, yo me aseguré de que todo quedara bajo mi control. Las propiedades, las inversiones, las cuentas... todo. —Hizo una pausa, disfrutando del momento en el que la verdad empezaba a hundirse en su marido—. Todo lo que has construido, ahora es mío.

Jean-Luc sintió como si el suelo se desmoronara bajo sus pies. Todo lo que había trabajado durante años, todo lo que había construido, le había sido arrebatado en un abrir y cerrar de ojos. Su mente se negaba a aceptar lo que estaba escuchando.

—¿Por qué, Clara? —preguntó, su voz rota por la incredulidad—. ¿Por qué harías algo así?

Clara cruzó las piernas, inclinándose hacia él con una expresión que mezclaba arrogancia y frialdad.

—Porque estoy cansada de esta vida, Jean-Luc. Estoy cansada de ser la esposa perfecta, de vivir en tu sombra. Nunca quise ser una ama de casa, nunca quise ser madre. Todo esto fue para ti, porque tú lo querías. —Su voz se volvió más dura, más fría—. Pero ahora es mi turno de vivir la vida que quiero, de tener el control.

Jean-Luc sintió como su mundo se desmoronaba. Todos sus sueños, todas sus esperanzas, se habían convertido en polvo en un instante.

—¿Y qué hay de Isabella? —preguntó con un hilo de voz, aferrándose a la única cosa que le importaba más que todo lo demás—. ¿Qué va a pasar con nuestra hija?

Clara sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—Tú te quedarás con Isabella —dijo, como si fuera una cuestión de poca importancia—. Yo me iré, y te dejaré el apartamento, junto con una pequeña pensión para que puedas mantener a nuestra hija. Es lo mejor para todos.

Jean-Luc sintió que su corazón se rompía en mil pedazos. La mujer a la que había amado, la madre de su hija, le estaba arrebatando todo, y ahora pretendía dejarlo solo para criar a Isabella, como si su hija no fuera más que un accesorio en su vida.

—Clara… por favor, no hagas esto —imploró, su voz temblando con la desesperación que solo un hombre derrotado puede sentir—. Isabella necesita a su madre. No la abandones.

Clara se levantó de la mesa, recogiendo la carpeta y guardando los documentos con un movimiento meticuloso. Caminó hacia la ventana de la cocina, mirando la vista de París al atardecer, la ciudad que tanto había amado pero que ahora sentía como una jaula.

—Jean-Luc, esto no es una negociación —dijo sin volverse a mirarlo—. Ya está hecho. Yo no estoy hecha para esta vida, y no pienso sacrificarme más. Isabella estará bien contigo, ella no me necesita.

Jean-Luc se levantó de su silla, sintiendo una mezcla de ira, tristeza y desolación. Dio un paso hacia Clara, pero se detuvo al ver la determinación en su postura. Sabía que no había nada que pudiera decir o hacer para cambiar lo que ella había decidido.

—¿Cómo puedes ser tan fría? —murmuró, su voz llena de dolor—. ¿Cómo puedes abandonarnos así?

Clara finalmente se giró para mirarlo, su expresión era de una mujer que ya había hecho las paces con su decisión

—Jean-Luc, esto no es algo que he decidido de la noche a la mañana. He pasado años planificando esto, pensando en cada detalle, en cada posibilidad. Esto no se trata de ti, ni siquiera de Isabella. Esto se trata de mí y de la vida que quiero vivir. —Clara hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas para expresar lo que realmente sentía—. No puedo seguir viviendo esta mentira. Nunca quise ser la esposa perfecta, nunca quise ser madre. Todo lo que hice, lo hice porque sentí que no tenía otra opción. Pero ahora sí la tengo.

Jean-Luc sintió un vacío en su pecho, como si el aire se hubiera escapado de sus pulmones. La mujer que tenía delante no era la mujer con la que se había casado, no era la joven estudiante de la Universidad Politécnica de Madrid que había conocido años atrás, la misma que le había dicho con una mezcla de ambición y candidez que quería conquistar el mundo. Esa Clara se había desvanecido, y en su lugar quedaba alguien irreconocible.

—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó Jean-Luc con voz áspera—. ¿Simplemente te marchas y nos dejas atrás como si nunca hubiéramos existido?

Clara se acercó a él, con la carpeta apretada contra su pecho como si fuera un escudo. Sus ojos, ahora duros como el hielo, se encontraron con los de Jean-Luc.

—Voy a comenzar de nuevo, Jean-Luc. Voy a construir algo que sea solo mío, sin tener que depender de nadie. En Italia tengo contactos, tengo ideas. He estudiado cada detalle, he calculado cada riesgo. —Su voz se volvió más suave, casi como una caricia que Jean-Luc sabía que no era real—. No me malinterpretes, te agradezco todo lo que has hecho por mí. Pero necesito ser libre.

Jean-Luc cerró los ojos por un momento, intentando asimilar lo que acababa de escuchar. Sabía que no había forma de detenerla, pero eso no hacía que doliera menos.

—Y qué pasa con Isabella… —insistió, su voz quebrada—. No puedes simplemente dejarla atrás, Clara. Es nuestra hija.

Clara apartó la mirada, como si las palabras de Jean-Luc le causaran un malestar que prefería no enfrentar.

—Isabella estará bien contigo —respondió, su tono era seco, casi profesional—. Nunca fui la madre que ella necesitaba. Tú lo sabes tan bien como yo. Ella merece estar con alguien que realmente la ame, y yo… yo no puedo ser esa persona.

Jean-Luc sintió una ola de tristeza y desesperación abrumarlo. Se dio cuenta de que ya no podía hacer nada para cambiar el curso de lo que estaba sucediendo. Su matrimonio, su familia, todo se desmoronaba delante de él y era impotente para detenerlo.

—Clara… por favor… —dijo en un último intento, su voz apenas un susurro—. Piénsalo bien. Esto no es solo un negocio. Estamos hablando de nuestras vidas, de la vida de nuestra hija.

Clara se quedó en silencio por un momento, como si considerara sus palabras. Pero cuando volvió a mirarlo, Jean-Luc supo que su decisión estaba tomada.

—Lo he pensado mucho, Jean-Luc. Más de lo que imaginas. Y esta es la única salida que veo para mí. —Le ofreció una pequeña sonrisa, triste pero sin remordimientos—. Isabella estará bien. Te lo prometo.

Jean-Luc se quedó inmóvil mientras Clara se giraba y comenzaba a caminar hacia la puerta principal. Cada paso que daba resonaba en sus oídos como el golpe de un martillo sobre el clavo de un ataúd. Sabía que esa era la última vez que la vería como su esposa, la última vez que la vería en su hogar.

Justo antes de cruzar la puerta, Clara se detuvo y miró a Jean-Luc por última vez.

—El divorcio será rápido. He arreglado todo para que sea lo menos doloroso posible. Solo necesito tu firma en los papeles que te he dejado. —Señaló la carpeta que había dejado sobre la mesa—. Quiero que esto termine de manera civilizada.

Jean-Luc asintió, incapaz de pronunciar palabra. Sentía que toda la energía lo había abandonado, dejándolo vacío y quebrado.

Clara abrió la puerta, y sin mirar atrás, salió del apartamento, cerrando la puerta con suavidad detrás de ella. El sonido del cierre de la puerta fue como un disparo en el silencio sepulcral que quedó en la habitación.

Jean-Luc permaneció allí, en la cocina, durante lo que parecieron horas. Finalmente, se acercó a la mesa y tomó la carpeta con manos temblorosas. La abrió y vio los documentos de divorcio, junto con los detalles de la transferencia de activos que Clara había ejecutado de manera tan meticulosa.

Un grito de dolor y rabia emergió de lo más profundo de su ser, pero fue sofocado antes de que pudiera salir de su garganta. Jean-Luc dejó caer los papeles sobre la mesa y se desplomó en la silla, sintiéndose más solo que nunca en su vida.

Miró hacia el pasillo, hacia la habitación de Isabella, y supo que no podía permitirse desmoronarse. Tenía que ser fuerte por su hija, tenía que ser el padre que ella necesitaba, aunque el peso del abandono de Clara lo aplastara cada día.

Jean-Luc se levantó lentamente y caminó hacia la habitación de su hija. Al abrir la puerta, vio a Isabella jugando con sus muñecas en la alfombra, completamente ajena al cataclismo que acababa de ocurrir en su hogar.

Se arrodilló junto a ella y la abrazó, sintiendo cómo la pequeña le devolvía el abrazo con fuerza. En ese momento, Jean-Luc prometió que haría todo lo posible por darle a Isabella una vida feliz, a pesar de todo lo que habían perdido. Pero en el fondo, sabía que nada volvería a ser igual.

Mientras la tarde se desvanecía en la noche, Jean-Luc se dio cuenta de que su vida, tal como la había conocido, había llegado a su fin. Y aunque todavía no sabía cómo, también comprendía que tendría que reconstruirla desde las cenizas, por el bien de Isabella, y por el suyo propio.

Capítulo 2

Cinco años habían pasado desde que Clara los había abandonado. La vida de Jean-Luc Dupont e Isabella había cambiado drásticamente. El esplendor y la comodidad del apartamento en el 6ème arrondissement de París eran ahora solo un recuerdo lejano, casi como un sueño perdido en el tiempo. Ahora vivían en un pequeño apartamento de un solo cuarto en Belleville, un barrio al noreste de París. Belleville, conocido por su diversidad y su vibrante vida callejera, ofrecía un contraste marcado con la vida de lujo que Jean-Luc había conocido. El apartamento estaba en un edificio viejo, con paredes delgadas y un ascensor que rara vez funcionaba.

El apartamento era oscuro y desordenado, con solo lo esencial para sobrevivir. En el pequeño salón, que hacía de dormitorio para Isabella, había un sofá desgastado y una mesa de centro con las patas tambaleantes. Las paredes, antes llenas de arte y fotografías, ahora estaban desnudas, apenas decoradas con una o dos manchas de humedad que el tiempo había ido dejando. La cocina, en un rincón del salón, era mínima, con apenas espacio para un pequeño refrigerador y una hornilla con casi todas las manecillas caídas. Los utensilios estaban amontonados en un fregadero que nunca parecía estar ni limpio ni vacío.

Isabella, que ahora tenía diez años, dormía acurrucada en el pequeño sofá, usando un abrigo viejo como manta. Era una niña que había crecido demasiado rápido, obligada por las circunstancias a madurar antes de tiempo. Su cabello castaño estaba enredado, y sus ojos verdes, aunque todavía brillaban con la inocencia de la infancia, estaban rodeados de sombras que mostraban el peso de las noches sin dormir, cuidando a su padre.

La ausencia de su madre la había afectado mucho, los primeros días había preguntado mucho por ella, una noche en la que preguntó por ella su padre finalmente le dijo que Clara se había enfermado y tuvo que irse pero volvería, esa misma noche Isabella salio de su habitación y pasó por el cuarto de su padre donde lo escucho llorar. Ahí supo que ella ya no volvería. No volvió a preguntar por ella.

Jean-Luc, en el otro lado del salón, yacía en la cama, su cuerpo extendido torpemente sobre el colchón con los zapatos puestos, una botella vacía de whisky rodando por el suelo. Su rostro, que alguna vez había sido el de un hombre apuesto y seguro, estaba ahora marcado por las arrugas de la desesperación y la autodestrucción. Su barba crecía desordenada, y su cabello, que alguna vez había sido el orgullo de su apariencia, estaba ralo, enmarañado y grasiento. El alcohol había tomado el control de su vida, ahogando el dolor que sentía por la traición de Clara y la caída de su carrera.

El sonido del tráfico de Belleville resonaba a través de la ventana abierta, junto con los gritos y risas de los niños que jugaban en la calle, ajenos a los problemas que se cocían en el pequeño apartamento. Isabella se despertó lentamente al sentir el frío que se colaba por la ventana, que su padre solía abrir para dejar escapar el fuerte olor a whisky, sudor y orina. Se frotó los ojos, todavía somnolienta, y miró a su padre con preocupación. Había llegado tarde la noche anterior, probablemente demasiado borracho como para quitarse los zapatos o siquiera cubrirse con la manta.

Se levantó del sofá con cuidado, tratando de no hacer ruido para no despertarlo. Sus pies descalzos tocaron el suelo frío, y se estremeció ligeramente. Caminó hacia su padre, observando las líneas profundas que la bebida y la tristeza habían tallado en su rostro. Con movimientos suaves, tomó una vieja sábana que había en el respaldo de la cama y la colocó sobre él, cubriéndolo lo mejor que pudo. Sus pequeños dedos acomodaron la manta sobre sus hombros, y se quedó un momento observándolo, aunque su lento olía horrible, y su aspecto era decadente y apenas la sombra de lo que fue, ella no podía evitar desear devolverle la felicidad que alguna vez había conocido.

La tarde cayó rápidamente, y la luz del sol se filtró débilmente a través de las cortinas desgastadas. Jean-Luc empezó a moverse, despertando con un gruñido de dolor mientras se llevaba una mano a la frente, sintiendo los estragos de la resaca.

—Papá, ¿estás bien? —preguntó Isabella con voz suave, temerosa de que su pregunta lo irritara.

Jean-Luc abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz que le resultaba demasiado brillante.

—Isabella… —murmuró, su voz ronca por el alcohol y el cansancio—. Vamos a salir, ¿quieres? Vamos al campo, como solíamos hacerlo.

Isabella lo miró con una mezcla de sorpresa y preocupación. Hacía mucho tiempo que no salían juntos, y menos al campo. Cuando su madre aún estaba con ellos tenían una pequeña casa a dos horas de París a la que solían ir un fin de semana una vez al mes, aunque de eso ya nada.

Jean-Luc rara vez tenía la energía o la lucidez para hacerlo.

—Papá, no sé si deberíamos… —empezó a decir, pero al ver la expresión de su padre, supo que no tenía caso discutir—. Está bien, vamos.

Jean-Luc esbozó una sonrisa, la primera en días, y se levantó con dificultad de la cama. Su cuerpo parecía más pesado de lo normal, y sus movimientos eran torpes, pero logró ponerse en pie y dirigirse al pequeño armario donde sacó su chaqueta.

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