El Susurro Del Olvido

El Susurro Del Olvido

Encuentro Furtivo

«Flashback»

El aire matutino del pequeño pueblo a las afueras de Londres tenía un frescor especial esa mañana. Laura despertó envuelta en una mezcla de calma y melancolía, acostada entre sábanas perfumadas con lavanda, el tenue crujido del suelo de madera resonando con cada uno de sus pasos al buscar sus pantuflas. Desde la ventana de su habitación, el mundo parecía contradecir su quietud interna: el sol bajo apenas acariciaba los tejados de teja roja, y el vapor de su respiración quedaba suspendido un instante antes de disiparse en el aire frío. Observó cómo los rayos dorados jugueteaban en el papel tapiz floreado, llenando el espacio de una luz cálida.

Aquella mañana, la rutina habitual se salpicó de inquietud: preparó café, pero apenas lo probó mientras hojeaba una vieja libreta donde anotaba frases sueltas, lecturas pendientes y, desde hacía unas semanas, pensamientos dispersos sobre su propio lugar en el mundo. Sintió un impulso súbito, la necesidad de salir a caminar más allá de las cuatro esquinas de siempre, impulsada por el susurro sutil de la soledad, como si el mismo pueblo le pidiera descubrir algo –o a alguien– ese día.

Tras vestirse sin mucho esmero, eligió un suéter sencillo y una bufanda que su abuela le había tejido antes de mudarse de la ciudad. Alcanzó la calle y el primer respiro de aire frío le devolvió parte de la energía ausente. Mientras caminaba, el aroma fresco del césped recién cortado se mezcló con el perfume húmedo de la tierra. Los árboles todavía sostenían hojas doradas y rojizas, las cuales formaban alfombras irregulares sobre las aceras. El canto de los pájaros era apenas perceptible sobre el murmullo de las conversaciones ajenas cuando pasaba por la panadería, desde donde la saludaron con una sonrisa cálida.

Laura adoraba perderse en los detalles: el sonido inconstante de sus pasos sobre las hojas secas, la textura áspera de la baranda frente a la plaza, el olor a pan recién horneado, o la forma en que la luz del sol atravesaba las ramas desnudas de los álamos. Pero nada la envolvía tanto como la sensación de entrar a la biblioteca local, ese santuario silencioso escondido entre casas antiguas.

Al cruzar el umbral de la biblioteca, el bullicio del mundo exterior se diluyó, reemplazado por una atmósfera de recogimiento. Las estanterías altas repletas de volúmenes antiguos y nuevos, los ventanales que filtraban la luz —blanca, dorada, casi mágica— sobre mesas gastadas de roble, el rumor de páginas al pasar y el suspiro ocasional de algún lector distraído. Laura inspiró profundamente: aquel lugar era el refugio donde podía ser simplemente ella misma, sin exigencias ni apariencias, apenas una lectora más en medio de cientos de historias.

Mientras recorría despacio los pasillos, con la yema de los dedos rozando los lomos de los libros, una presencia inesperada alteró la quietud. Del otro lado de una estantería, sentado en una mesa junto a la ventana, había un hombre absorto en la lectura de un libro antiguo de tapas de cuero. Tenía los hombros rectos y una elegancia casual, ese tipo de presencia que llama la atención por el simple hecho de encarnar naturalidad y confianza sin esfuerzo. El cabello oscuro, perfectamente peinado, parecía atrapado entre la solemnidad y el descuido de quien aprecia tanto las ideas como la imagen que proyecta. Y estaban sus ojos: un par de orbes oscuros, fijos e intensos, que apenas se movían bajo el destello de las letras impresas.

Laura se detuvo, el corazón aceleró pisando sus talones. Sentía las manos frías, no tanto por la temperatura sino por la marea de nervios que la recorría de pies a cabeza, provocando un dulce y tímido temblor. Hubo segundos en que dudó, creyendo que aquello no era más que una fantasía provocada por tantas novelas románticas leídas. Pero la curiosidad la empujó a continuar.

Le observó unos instantes: la línea de la mandíbula firme, la sombra suave de la barba incipiente, los labios ligeramente fruncidos por la concentración. De pronto, él levantó la vista. Sus miradas se encontraron por un instante que parecieron durar demasiado, y a Laura le pareció sentir no solo una chispa de interés, sino también una sombra de tristeza o soledad, una grieta invisible que la conmovió sin explicación.

Sintiendo el calor subir por sus mejillas, Laura improvisó una excusa para acercarse. Fingió buscar un libro en el estante cercano y, con una voz más baja de lo habitual, se atrevió:

—Disculpa… ¿Estás buscando algo en particular?

El hombre levantó completamente la cabeza, y la miró durante un par de segundos, como calculando si aquel momento era real o sólo parte de la rutina habitual de quien viene a leer en soledad. Sonrió, y en el gesto hubo simpatía aunque un dejo de melancolía seguía instalado en la profundidad de sus ojos.

—No, solo estoy hojeando un poco. ¿Y tú? —respondió en tono afable. Su voz tenía la calidez que invita a continuar una charla y, por alguna razón, a Laura le pareció que aquel desconocido relataba mucho más con sus pausas que con las palabras en sí.

Laura se notó atrapada por esa combinación de misterio y sencillez. Tragó saliva, tratando de calmar un cosquilleo nervioso.

—Busco algo nuevo para leer —contestó, consciente de que cada respuesta suya era examinada de cerca por el desconocido.

La conversación fluyó con naturalidad, aunque a Laura le parecía que el corazón le repiqueteaba en los oídos. Como quien lanza una soga a la curiosidad, se animó a preguntar:

—¿Tienes alguna recomendación?

Él sonrió, como si le agradara la invitación.

—Depende de tus gustos… ¿Qué tipo de libros te gustan?

Su respuesta parecía genuina; había algo en la manera en que inclinó la cabeza, en la sutil expresión de interés, que invitaba a Laura a revelarse un poco más. Detrás de toda su timidez, se asomó la lectora apasionada, la admiradora de los clásicos.

—¿De verdad quieres saber cuáles son mis autores favoritos? —replicó con un deje de sorpresa y esperanza infantil.

Él asintió, el leve movimiento de sus labios indicaba un estímulo silencioso para continuar.

—Bueno… creo que tengo debilidad por los clásicos —confesó Laura entre una risa nerviosa—. Jane Austen es una de mis favoritas. Hay algo en sus historias de amor y tragedia que me atrapan cada vez que las leo…

El rostro del hombre se iluminó con sincero interés, quizás porque reconocía en las palabras de Laura un entusiasmo que no era fingido.

—¡Eso es genial! Siempre he tenido curiosidad por Jane Austen, pero nunca me he animado a leer sus libros. ¿Por cuál empezaste?

Laura, entonces, se sintió más en su elemento. La pasión por los libros la ayudó a olvidarse de la vergüenza; sus mejillas se tiñeron de un rosa tenue, pero su voz sonó firme:

—Definitivamente te recomendaría empezar con ‘Orgullo y Prejuicio’. Es una historia inigualable sobre amor, prejuicios y segundas oportunidades. Creo que te sorprendería…

La charla fue adquiriendo el tono natural de dos espíritus afines. Hablaron de libros, de autores, de pasajes leídos en la noche bajo la luz de una lámpara y de las historias que despiertan emociones difíciles de poner en palabras. Entre anécdotas, coincidencias y descubrimientos, Laura perdió la noción del tiempo. Vio cómo el brillo de timidez fue cediendo en ambas miradas, el terreno antes desconocido se llenó de complicidad.

En algún momento, Laura advirtió que no se habían presentado.

—Por cierto, no nos hemos presentado. Me llamo Laura, ¿y tú? —preguntó, buscando corresponder la franqueza que empezaba a despuntar en sus palabras.

El desconocido se relajó aún más; la sonrisa de bienvenida en sus labios estaba ahora casi confiada.

—Soy Carlos, un placer conocerte, Laura.

La forma en que pronunció su nombre, reflejando familiaridad, le produjo a Laura una calidez inesperada. Sintió las paredes de la biblioteca acunarlos como si estuvieran solos, apartados del resto del mundo. Sus corazones latían en un mismo compás silencioso.

Queriendo estirar la magia de ese instante, Laura respiró hondo y se animó:

—Carlos, ¿te importaría si te pido tu número de celular o correo electrónico?

Su pregunta salió envuelta en una mezcla de ansiedad y esperanza. Carlos no dudó: sonrió y aceptó, preguntando con ternura si tenía dónde anotarlo. Laura le entregó el celular, y sintió cómo los dedos le temblaban mientras él lo escribía cuidadosamente.

—Listo, ahí lo tienes. No dudes en contactarme cuando quieras hablar de libros o cualquier otra cosa —afirmó, devolviendo el móvil y regalándole una serena sonrisa.

Después, caminaron juntos hacia la salida. En el umbral, el sol descendía en un ángulo perfecto, llenando de luz dorada la acera y tiñendo las sombras de tonos miel y caramelo. Se despidieron sin prisas, con la promesa tácita de que los caminos —o las historias— volverían a unirlos.

Al alejarse, Laura sentía la piel electrificada. Cruzó las calles en silencio, custodiada por el canto de los mirlos y el brillo de las hojas bajo sus pies. Había algo invisible que la ataba a esa escena en la biblioteca, un lazo sutil e irrompible. Intuyó que nada volvería a ser igual después de ese día.

Durante la semana, la promesa de un reencuentro actuó como faro. Laura empezó a visitar la biblioteca más a menudo, eligiendo horarios diferentes, explorando secciones poco habituales, inventando pretextos: devolver un libro, consultar la hemeroteca, revisar novedades. Cada vez que entraba, escudriñaba los pasillos, eligiendo un lugar que le permitiera ver la puerta de entrada.

Los días pasaron sin señal de Carlos. La decepción pesaba al volver a casa, donde releía pasajes recomendados en sus lecturas, preguntándose si el encuentro había sido real o un espejismo alimentado por su esperanza. Aun así, persistía. Se prometía a sí misma no perder la fe, convencida de que la vida debía darle otra oportunidad.

Por fin, una tarde soleada, cuando el suave calor del sol entraba por los vitrales y el aire olía a papel antiguo y madera pulida, Laura volvió a la biblioteca. Esta vez, se refugió en la sección de literatura clásica, su preferida desde niña. Deslizaba la palma por los lomos de los grandes autores ingleses cuando, de reojo, vio cómo la puerta se abría. Reconoció de inmediato la figura de Carlos entrando, su gesto pensativo, la seguridad en los movimientos. Todo su cuerpo parecía encenderse en un instante.

En un juego infantil, Laura se escondió tras la fila de libros, espiando los movimientos de él. Lo vio recorrer la sala con aire atento, buscando algo. Cuando se detuvo frente a los volúmenes de poesía, Laura respiró hondo y dio un paso adelante, consciente de que la adrenalina le corría por la sangre.

—¡Hola, Carlos! ¿Encontraste algo interesante? —saludó, esforzándose por parecer casual.

Él levantó la mirada, una chispa de sorpresa y alegría cruzando su rostro al verla.

—¡Hola, Laura! Sí, estaba buscando un libro de poesía para inspirarme un poco. ¿Tienes algún autor favorito en esta sección?

Laura se rió levemente, buscando las palabras para disimular que lo había estado espiando.

—Algo así. Estaba un poco perdida y no sabía cuál elegir, hasta que te vi y quise saludarte —confesó con nerviosismo sincero.

—¿Qué te parece si nos sentamos y hablamos sobre esos libros? —propuso Carlos, señalando una mesa vacía.

Ambos se sentaron bajo la luz dorada que se colaba desde los ventanales. El bullicio de la biblioteca era apenas un murmullo de fondo. Hablaron largo rato: de poemas, de autores desconocidos, de la música que escuchaban mientras leían o de los sueños personales que se guardan en cuadernos secretos.

El tiempo pareció diluirse hasta que el anochecer cubrió el pueblo. Al despedirse, Laura sintió que la magia del primer encuentro se multiplicaba, y que cada palabra compartida era una semilla de algo nuevo y profundo.

Ese día, al cruzar la puerta de la biblioteca hacia el aire frío de la noche, sintió dentro una certeza vibrante: la historia que llevaba esperando toda su vida tal vez acababa de comenzar.

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