Capítulo III

Al despedirse del recinto académico, Yoriko, como una hoja arrastrada por el viento otoñal, emprendió el camino de regreso a su hogar. Su mente estaba llena de pensamientos de un baño caliente que aliviaría sus músculos cansados, una cena deliciosa que saciaría su apetito y un sueño reparador que la llevaría a los brazos de Morfeo. Cada paso que daba la acercaba a la comodidad de su hogar, a la sensación de paz y tranquilidad que solo allí encontraba. La imagen de su cama, suave y acogedora, la llenaba de una sensación de bienestar, un alivio ante la fatiga del día. Yoriko anhelaba el momento de dejar atrás las preocupaciones y sumergirse en la calidez de su hogar, un lugar donde podía ser ella misma, sin máscaras ni pretensiones.

Mientras Yoriko caminaba por las calles iluminadas por farolas que parecían estrellas terrenales, la ciudad se extendía ante ella como un lienzo nocturno. Los postes de hierro fundido, adornados con intrincados diseños, sostenían las luminarias que proyectaban un halo anaranjado sobre las aceras empedradas. Las sombras de los edificios, altos y majestuosos, se estiraban como gigantes dormidos, sus ventanas oscuras como ojos cerrados.

Cada paso de Yoriko resonaba en el silencio de la noche, como un suspiro en el viento. El aire fresco acariciaba su rostro, llevándose consigo las preocupaciones del día y dejando espacio para la tranquilidad. A lo lejos, el sonido de un violín solitario se elevaba por encima del silencio, como un lamento melancólico que se perdía en la distancia.

La ciudad, en su quietud nocturna, parecía respirar. El aroma de las flores de jazmín que se asomaban desde los balcones se mezclaba con el olor a tierra mojada y a pan recién horneado que emanaba de las panaderías. Las hojas de los árboles, aún verdes a pesar del otoño, se movían suavemente con la brisa, susurrando secretos al viento.

Yoriko se detuvo un momento para admirar la belleza de la ciudad. El cielo nocturno, salpicado de estrellas brillantes, reflejaba las luces de la ciudad, creando un espectáculo mágico. Las farolas, con sus halos anaranjados, iluminaban las calles como un camino hacia la noche. En ese instante, Yoriko sintió una profunda paz invadirla, una sensación de pertenencia a ese mundo silencioso y mágico.

Yoriko disfrutaba de la paz que le brindaba la soledad de la noche, un momento para conectar con su interior, para reflexionar sobre su día, para soñar con el futuro. La belleza del cielo crepuscular, la suave brisa que acariciaba su piel, la quietud de la ciudad dormida, la llenaban de una sensación de paz y armonía. Era un momento para agradecer por la vida, por la belleza que la rodeaba, por la esperanza que la impulsaba a seguir adelante.

Al cruzar el umbral de su hogar, fue recibida por la presencia reconfortante de su abuela, una anciana cuyos años se acercaban a los ochenta. Las arrugas en su rostro eran como las líneas de un mapa, cada una contando una historia de experiencias vividas y lecciones aprendidas. Pero a pesar de su edad, la abuela de Yoriko era una fuerza de la naturaleza, una fuente inagotable de energía y vitalidad. Siempre estaba en movimiento, siempre tenía una nueva aventura que emprender. La abuela era un faro de sabiduría y amor para Yoriko, una fuente de inspiración y apoyo incondicional. Sus palabras, llenas de experiencia y comprensión, siempre encontraban un lugar en el corazón de Yoriko, guiándola en los momentos difíciles y celebrando sus logros. La presencia de la abuela, como un cálido abrazo, llenaba el hogar de Yoriko de una energía especial, un sentimiento de amor y seguridad que la hacía sentir protegida y querida.

El aroma a té verde y a madera de ciprés la envolvió al instante, un aroma que evocaba la calidez y la familiaridad de un hogar típico japonés.

El hogar, una casa de madera de dos pisos con un jardín interior, se alzaba con sencillez y elegancia. Las paredes, de papel de arroz translúcido, permitían que la luz del sol se filtrara suavemente, creando un ambiente cálido y acogedor. El suelo, cubierto de tatami de paja, invitaba a descalzarse y sentir la textura suave y agradable bajo los pies.

En la entrada, un pequeño altar dedicado a los ancestros, adornado con flores frescas y un incensario humeante, daba la bienvenida a los visitantes. En la sala de estar, un tokonoma, un espacio dedicado a la exhibición de obras de arte o flores, mostraba un arreglo floral de temporada, un ikebana, que reflejaba la belleza y la armonía de la naturaleza.

En el comedor, una mesa baja de madera, un kotatsu, estaba cubierta con una colcha acolchada y una estufa eléctrica que proporcionaba calor en los días fríos. Alrededor de la mesa, se encontraban cojines tradicionales, zabuton, para sentarse cómodamente. En la cocina, una pequeña estufa de gas y una variedad de utensilios de cocina tradicionales se encontraban en perfecto orden.

El hogar, un espacio de paz y armonía, era un reflejo de la vida simple y tradicional de su abuela. Cada rincón estaba lleno de detalles que hablaban de la sabiduría y la belleza de la cultura japonesa.

Sentadas juntas en la mesa, en medio de un intercambio de palabras y risas, Yoriko no pudo evitar compartir con su abuela el sentimiento de vacío que la acosaba. La anciana, con la sabiduría de los años en sus ojos, la tomó de la mano y le aseguró que ella también había experimentado ese sentimiento en su juventud. Le explicó que había tenido la suerte de encontrar a su alma gemela, y que cuando lo hizo, supo desde el primer momento que estaban destinados a estar juntos. Le aseguró a Yoriko que, cuando menos lo esperara, encontraría a alguien que la ayudaría a llenar ese vacío, o quizás, aprendería a encontrar la felicidad en su propia compañía.

Después de la cena, Yoriko se retiró a su habitación, sus pensamientos revoloteando como mariposas en su mente. Pronto, el abrazo del sueño la envolvió, llevándola a un mundo de sueños.

Se encontraba caminando por un páramo, un lugar que le resultaba extrañamente familiar y le brindaba una sensación de seguridad. Las estrellas en el cielo parecían más brillantes, como si estuvieran guiando su camino. Pero había algo diferente esta vez: una silueta solitaria se destacaba en la distancia. A pesar de la distancia, algo en su interior le decía que debía acercarse, que lo que encontraría al final de su camino valdría la pena.

Con cada paso que daba, se sentía más segura de su decisión. A medida que se acercaba a la figura, un sentimiento de paz y tranquilidad la inundaba, un sentimiento que nunca antes había experimentado. El viento susurraba palabras de aliento, llevando consigo la promesa de un encuentro trascendental.

Pero justo cuando estaba a punto de alcanzar la figura, su mundo comenzó a desvanecerse. El sonido ensordecedor del reloj la arrancó de su sueño, anunciando el comienzo de un nuevo día.

Ahora, Yoriko tendría que esperar hasta la próxima noche para intentar descubrir la identidad de la figura en su sueño... o tal vez, nunca volvería a soñar con él. Pero en su corazón, la semilla de la esperanza había sido sembrada. Sabía que el destino le deparaba sorpresas inimaginables y que el universo conspiraba a su favor.

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