Amor En La Guerra
Era el verano de 1881. Su mamá le había prohibido a Mónica que fuera a Chorrillos, pero más podía la terquedad de su corazón convertido en un redoble obstinado, golpeando su pecho con voracidad y encono. El tamborileo incesante la hacía sentir mal, a cada momento, y era como una música lúgubre tintineando en sus sesos, anunciándole la fatalidad que quería evitar o esquivar. Temblaba y su voz tropezaba con los nervios, haciéndose gangosa, tosiendo con brusquedad y anudándose en medio de su garganta. Todo Lima decía lo de Chorrillos, que había sdido saqueado e incendiado, por eso no pudo resistir más la agonía ni el martilleo en su cabeza pulverizando sus sesos. Esa noche, cogió unas manzanas, una garrafa de agua que tapó con cuidado para que no rebasara y le pidió a José que la acompañara. Su hermano sumaba apenas 14 años pero era vivo como una culebra, hábil y valiente, enemigo acérrimo de la cautela y el sentido común y arriesgado en extremo.
-¿Qué dirá mamá?- preguntó José cuando Mónica hacía el atado con las frutas y el agua. Ella titubeó y agregó un cuchillo en la alforja.
- Se enojará mucho...-
Salieron de su vieja casita del jirón Mercaderes, caminando de prisa, aprovechando que faltaba mucho para que sea de día. La noche era una tupida cortina, oscura y espesa, y hacía bastante frío. Fueron de puntitas hasta el portón de Porfirio para que les prestara la carreta. El tío bostezó perezoso, estiró los brazos y se recreó un rato mirando los ojos dulces y cautivantes de Mónica.
- No sé por qué te prometí darte la carreta. Es una locura...-\, le dijo dudoso\, volviendo a bostezar otra vez
Mónica sin embargo sólo escuchaba a su corazón y a la campanada tétrica que repicaba en su pecho y que subía a su cabeza como relámpagos. Temía lo peor, pero tampoco se iba a rendir ni aceptar la realidad. Miró a su tío entreverando fe y miedo junto a unas impertinentes lágrimas que empezaron a desbordarle de los ojos chorreando por sus mejillas.
- Él está vivo\, lo sé...-
Y se fue a Chorrillos con José.
*****
Las llamas aparecían a lo lejos, columpiándose en el negro lienzo de la noche. Alzaban su vuelo igual a luciérnagas, destellando y bailoteando caprichosamente, riéndose de las estrellas que lentamente se apagaban frente a los fulgores del fuego, escondiéndose entre las nubes y la niebla. José parecía hipnotizado, mirando las llamaradas.
- Han quemado muchas haciendas allí-\, le comentó a Mónica. Ella raspó su garganta.
- Tú sigue llevando las riendas y no mires- le suplicó.
Ella había pensado que todo sería quietud y sosiego, pero en el silencio que debía estar encofrado entre los arenales y arbustos petrificados, habían risas, carcajadas que se repetían atropelladas, rebotando en los matorrales, corriendo apuradas en las sombras, jugando con las piedras y el viento. Los alaridos venían de diferentes lados y se oían disparos desperdigados. Metrallas que subían y bajaban igual a un carrusel de muerte en cuyas lomas, se estiraban junto a esas antorchas de intensos colores, prendidas en la lejanía.
Cuando salió el sol, pintando de ocre el cielo, Mónica sintió alivio, sin embargo las risas seguían suspendidas en el aire, balanceándose sobre su cabeza, carcajeándose de ella y su angustia, de José y la carreta, de todo ese espectro de muerte.
Ya de mañana encontraron a dos soldados, empujando su desconsuelo por la arena. Los uniformes sucios y descosidos, colgaban como harapos y jalaban las armas abatidos, sin despegar los ojos del suelo, quemados por el calor del otro día. No tenían botas ni chuzos y sobaban los tobillos casi inertes. Uno de ellos vio la carreta y alzó la escopeta.
- ¡Quién viene!- gritó apuntando al cielo. La gorra sombreaba sus ojos y llevaba las correas mordisqueadas. Mónica apeó el burro y sonrió.
- Agua para los soldados-
Los dos militares se abalanzaron a la garrafa, empujándose y riéndose como locos. Mojaron sus labios con desesperación y sintieron gozosos el dulce líquido bajando a sus barrigas como una bendición, una caricia femenina.
- Gracias\, señorita\, usted es un ángel caído del cielo- dijo uno de ellos\, quizás de 15 ó 16 años apenas. Mónica se empinó para ver el horizonte donde terminaba la larga sábana de arena y oyó los cañonazos rebotando más allá.
- Son los krupp\, le tiran a las trincheras- balbuceó asustado el otro. Miró a su compañero y sus mejillas se despintaron.
- Los chilenos se vienen a Miraflores-
Mónica sintió pavor. El eco de los estallidos sonaba horrible, como tosidos monstruosos. El sudor empezó a correrle por la frente, abriéndole surco en la arena pegada a su cara.
- ¿Saben del teniente Astengo?- preguntó después de un rato.
- ¿Jacinto Astengo? Está asignado a Chorrillos- se apuró a contestar el más joven. Rascó su nuca alegó resoluto.
- Usted no debe ir\, señorita-
Pero Mónica era testaruda. No se iría sin encontrar a Jacinto. También tuvo lástima de los soldados. Tenían los ojos pegados por las legañas y no habían comido en días. Estaban abrazados a sus escopetas para que el viento no se los lleve a ellos. Cansados y temerosos, hubieran deseado coger la carreta y regresar a Lima, mas el miedo los ataba al lugar. Temblaban.
- Iré a Chorrillos- insistió Mónica\, mirando el humo que caprichoso construía raras figuras en el firmamento. Los soldados se miraron y no dijeron nada\, sólo aspiraron el perfume de ella\, embriagándose con su encanto.
Mónica les dejó el agua y algunas frutas para pasar la guardia. Los enlaces la recriminaron, le advirtieron del peligro, pero la dejaron ir. El soldado mayor hizo un croquis para llegar hasta las trincheras de Chorrillos sin encontrarse con el enemigo ni la retaguardia nuestra.
- Yo viví en Chorrillos. Este es un paso escondido\, podrá llegar sin problemas-\, le dijo alcanzándole su bayoneta.
- Si ve un chileno\, ríale\, no corra\, tampoco se le acerque. Sólo ríale- le recomendó.
Partieron mientras los retumbos de los cañones golpeaban el silencio como combazos, anunciando la muerte. Mónica tenía otro plan: diría a los enemigos que ayudaba a los bomberos de la Roma, los europeos a quienes su mamá llevaba comida en las tardes. Se aprendió un nombre: Tardelli y lo balbuceaba siempre junto a sus rezos.
A media tarde, la carreta llegó a una alzada envuelta de mucho humo y vieron los aprovisionamientos chilenos y sus carpas de heridos. Más allá estaba Chorrillos. Las casas habían sido tumbadas, apareciendo fantasmagóricas entre cerros de adobes apiñados. Mónica trató de ver algo en la densa humareda, pero era imposible. Al lado, los cañones atronaban el infinito. El aire tenía olor a pólvora, una agria sensación que tupía las narices.
- ¿Si nos ven?- preguntó José\, asustado. Mónica sabía que era peligroso\, pero debía encontrar a Jacinto. Evocaba sus palabras cuando se despidió de ella\, la tarde que marchó con Miguel Iglesias: - Regresaré salvo y sano- y eso la hacía ansiar\, en lo más recóndito de su ser\, la esperanza que estaba bien. Bajó de la carreta y ordenó a su hermano que aguardara. Muchos gritos rompían el horizonte. Oyó disparos y chillidos de mujeres\, ayes de dolor y el crepitar de las llamas. Vio sombras pequeñas entre los palos chamusqueados y se imaginó estar allí\, a merced de los soldados. Dudó un momento. Después se animó a recorrer la pendiente. Solo dio dos pasos cuando lo vio. Sí. Era Jacinto. Su bigote negro cortito\, las cejas pobladas\, la nariz puntiaguda y el diente menos que se le cayó mordiendo un hueso. Su rostro aniñado\, las patillas imberbes y la boca roja. No lo podía creer. En su mente corrieron como caudaloso río\, los recuerdos de Jacinto\, su infancia\, cuando se enroló al ejército y sus caricias bajo el árbol de su casa y las travesuras\, robándole higos a la vecina. Sus gallos de pelea a los que quería como a sus hijos y sus chistes. El dulce sabor de los labios juntos y la noche que fue suya a escondidas\, en esa misma carreta del tío Porfirio\, la vez que inauguraron el solar de Agripina\, la mamá de Jacinto. Recordó que tembló mucho y él la aplacó con susurros\, mientras acariciaba sus cabellos. Así dejó que el chorro del amor invadiera su cuerpo\, llenándola de calor y gozo. Todo lo evocó en un santiamén y ahora estaba nuevamente\, cerca a él. Mónica sintió miles de rayos en su cráneo\, al ver a Jacinto. Su corazón era otra vez un potro desbocado\, galopando loco en el corral de sus costillas y tiritaba como si tuviera terciana. Abrió sus ojos en forma desmesurada y gritó\, gritó fuerte\, acallando los ronquidos de los cañones.
Jacinto tenía el cuello atravesado por un balazo.
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Comments
Wendy nieves
Hola quisiera saber como puedo publicar mi novela soy nueva y no entiendo como funciona esto.
2023-05-04
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