Dicen que cuando el equilibrio se rompe… el alma del mundo llora.
Hace miles de años, la Tierra no era solo roca y agua. Vibraba en armonía con la magia de los elementos, como si cada montaña respirara, cada río cantara, cada árbol guardara un secreto. El planeta era un ser vivo, un corazón palpitante de energía ancestral. Y cuando ese corazón latió con fuerza, nacieron diez seres extraordinarios: los Guardianes Elementales.
No eran dioses, ni simples humanos. Eran híbridos, forjados con espíritu de dragón y alma de estrella. Cada uno custodiaba un poder esencial: fuego, agua, aire, tierra, planta, energía, metal, vacío, luz... y oscuridad. Unidos por un pacto sagrado, vivieron como sabios y protectores. No gobernaban, no imponían. Enseñaban, curaban, equilibraban. Eran leyenda y realidad a la vez. Sus nombres eran susurrados por los vientos, sus hazañas grabadas en las montañas, sus rostros ocultos en los sueños de los niños.
Durante siglos, los Guardianes mantuvieron el equilibrio entre los mundos visibles e invisibles. Su presencia era sutil pero poderosa. Los volcanes dormían bajo el canto del Guardián del Fuego. Los mares danzaban al ritmo del Guardián del Agua. Las raíces crecían con la bendición del Guardián de la Planta. El metal respondía al llamado de su guardián, y hasta el vacío tenía voz en su silencio. Cada uno era un pilar, una nota en la sinfonía del universo.
Pero la oscuridad no se contenta con observar.
Cuando los humanos comenzaron a hundirse en el egoísmo, la codicia y la guerra, el Guardián de la Oscuridad —el más introspectivo y enigmático de todos— perdió la fe en ellos. Su poder, antes profundo y protector, se volvió sombra. Ya no buscaba equilibrio, sino dominio. En su desesperación, selló a la Luz, su opuesto y hermano, corrompió a sus compañeros y desató el desequilibrio. Las dimensiones se fragmentaron. El tiempo se distorsionó. El mundo se quebró.
Las tierras se volvieron hostiles. Las criaturas mágicas se ocultaron. Los portales entre mundos se cerraron. Y los Guardianes supervivientes, debilitados y perseguidos, ocultaron su esencia en artefactos sagrados. Reliquias imbuidas con su poder, esparcidas por tierras olvidadas, esperando que un nuevo linaje —uno puro, uno digno— los despertara. El pacto no estaba roto, solo dormido.
Los siglos pasaron. El mito se desvaneció en los libros olvidados, en las canciones que ya nadie canta. Las ciudades crecieron sobre ruinas sagradas. La magia se convirtió en superstición. El rugido de los dragones se apagó… o eso creían.
Pero el alma del mundo nunca olvida.
En una aldea cubierta de nieve, donde el invierno parece eterno y el silencio guarda secretos, una marca comenzó a brillar. Primero fue un susurro en el viento. Luego, un sueño compartido por los ancianos. Y finalmente, una luz azulada que emergió en la piel de un joven.
Un joven de mirada profunda, de pasos silenciosos y corazón inquieto. Su nombre es Xelamg Iván Takeda. Vive entre montañas heladas, rodeado de leyendas que nadie cree y de un pasado que nadie recuerda. Pero su sangre guarda memorias antiguas. Su alma vibra con el eco de los dragones. Y su destino está escrito en el agua.
Xelamg no lo sabe aún, pero cada paso que da lo acerca al despertar de los Guardianes. A la verdad oculta tras los espejos del tiempo. A la batalla que decidirá si el mundo vuelve a cantar… o se hunde para siempre en la sombra.
Porque cuando el equilibrio se rompe… el alma del mundo llora.
Y esta vez, su llanto ha despertado algo que llevaba siglos dormido.
Su historia apenas comienza.
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