Recuerdo aquel día con todos los detalles. Mis sentimientos desaparecieron al no poder explicar lo que sentía, solo sentía un nudo amargo en la garganta. Como en un filme de Hollywood, el día era gris con ligeras corrientes de aire que avisaban la llegada de una gran tormenta de lágrimas.
Muy temprano en la mañana, mis padres salieron de casa con rumbo a la funeraria para tener todo listo para el funeral de abuelo.
Mi hermana mayor al enterarse de lo ocurrido tomó un viaje de cinco horas por carretera desde Bogotá hasta Villa Concepción.
Eran aproximadamente las once horas con once minutos de la mañana para cuando mi hermana Maileth llegó a casa. Cuando la vi, ella tenía los ojos muy irritados, supongo que en todo el viaje no paró de llorar.
Yo era el único que estaba en casa cuando ella llegó, la miré y ella devolvió la mirada con un abrazo que se convirtió en mutuo. Más que un abrazo fue un intento de desamarrar el amargo nudo que teníamos en la garganta.
Media hora más tarde mis padres regresaron de la funeraria. Ya todo estaba listo para el funeral.
Aún recuerdo la sala en donde se llevaron a cabo los actos fúnebres. Sala cuatro.
En la sala cuatro además del ataúd y mi familia, había otras personas que no veía desde hacía mucho tiempo, los únicos recuerdos que tengo de ellos son un poco turbios.
En mi vida nunca antes había visto con mis propios ojos un cadáver. No quería ver el interior del ataúd, yo quería tener en mis memorias los momentos compartidos con mi abuelo, pero esa sería la última vez que lo vería.
Con pasos titubeantes me acerqué al ataúd. Allí estaba abuelo como dormido, lo miré a los párpados. Muy dentro de mí alguien decía en voz baja: «¡Abuelo despierta!»
A pesar de su edad muy avanzada, él siempre estaba en constante movimiento.
A lo largo del funeral nunca llore, pero dentro de mí un tsunami me inundaba el alma en silencio. No era necesario dejar escapar mis lágrimas para expresar lo que sentía.
Todos en algún momento de nuestras vidas no veremos más a alguien que queremos. Siempre los llevaremos en nuestros corazones, será difícil no verlos más en nuestros ojos, sino en el reflejo de nuestra memoria, pero nunca nos acostumbraremos a su ausencia.
Mi abuelo fue una persona muy religiosa, a pesar de que yo no soy alguien tan creyente, en aquellos momentos más que en otro momento de mi vida creí en la existencia de un Dios, así mi abuelo me cuidaría desde el cielo.
Partimos de la funeraria con rumbo al lugar donde el cuerpo habitado alguna vez por el alma de mi abuelo descansaría para siempre.
Caminábamos debajo de paraguas oscuros para protegernos de las frías balas que caían del firmamento, Pero no importaba, porque igualmente nos mojábamos con las aguas del mar muerto.
Los paraguas se detuvieron en medio de lápidas adornadas con crucifijos, fechas, nombres, y un verso que perpetuaba el recuerdo del difunto. Algunas permanecían allí desde hacía más de cien años, otras, solo meses. Algunos de los que descansaban en los depósitos habían llegado a vivir un siglo, otros muy desafortunados solo habían vivido un par de años. Por las fechas, y las notas dejadas en algunas lapidas, se podía afirmar que quienes descansaban en ellas no nacieron.
El sacerdote dijo las palabras que usualmente se dicen, entonces el ataúd comenzó a descender mientras llovían flores empapadas por la llovizna y otras por las aguas del mar muerto.
Una última lágrima brotó desde lo más profundo de mí, se deslizó por mi rostro paulatinamente con el ataúd, agarré un puñado de arena, lo arrojé al agujero, suspiré y dije en voz baja: «¡Adiós!»
Ese día fue un espectáculo de estaciones climáticas y emociones mezcladas.
Por la ubicación geográfica de Villa Concepción, las cuatro estaciones climáticas no se presentan.
Después de decir adiós por última vez, mi familia y yo nos quedamos a dormir en casa de abuela. Abuela tenía una mirada triste, ella acaba de perder a la persona con la cual decidió vivir el resto de sus días.
Yo no podía decir que sabía lo que abuela sentía, yo nunca he perdido a alguien de esa forma. Aunque perder a la persona que yo amaba me dolió mucho, quizá algún día la vuelva a ver de nuevo, sería un grave error decir que en aquel momento entendía a abuela.
Al día siguiente retornamos a nuestro hogar ubicado a cinco minutos de casa de la abuela.
En múltiples ocasiones vi a mi madre llorar en silencio intentando ser fuerte. Al igual que mi madre mi guitarra también continuo en absoluto silencio guardada en el cobertor colgado de la pared.
Mi hermana Maileth regresó a la universidad ese mismo día, ella quiso quedarse en casa un par de días más; pero sus horarios universitarios no lo permitían. A pesar de que mis padres me permitieron quedarme en casa hasta que me sintiera anímicamente bien para retornar a la escuela, yo asistí a la escuela primaria el primer día de clases de la semana. No hace falta decir qué ocurrió con mi padre en los días posteriores, pese a que él anhelaba quedarse en casa para acompañar a mamá, tuvo que regresar al trabajo.
Todos somos iguales antes y después de morir, de nosotros depende si seremos olvidados muy rápido o recordados para siempre.
Algún día todos moriremos, hoy está es nuestras manos hacer algo para no morir en los corazones de la gente.
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