Bajo las luces suaves del gimnasio casi vacío, Leo y Aiden seguían tomados de la mano después de practicar toda la tarde. Habían sido “solo amigos” durante años, aunque todos notaban la forma en que se buscaban con la mirada, cómo sonreían diferente cuando estaban juntos.
Aquella noche, mientras la música de fondo sonaba bajito, Leo se acercó un poco más, todavía nervioso.
—Creo que… me gustas más de lo que debería —murmuró, evitando verlo a los ojos.
Aiden apretó su mano, sintiendo el corazón acelerársele.
—Pues yo llevo meses esperando que lo digas.
El silencio se llenó de una electricidad dulce. Leo levantó la mirada, sorprendido, y Aiden, con una sonrisa temblorosa, dio un paso hacia él. Sus frentes casi se tocaron.
—Entonces… ¿puedo? —preguntó Aiden.
Leo no contestó con palabras. Solo cerró los ojos y se inclinó un poco, lo justo para que sus labios se encontraran en un beso lento, suave, tímido… pero lleno de todo lo que no se habían atrevido a decir.
En ese instante, el mundo pareció detenerse. No había gritos, ni risas, ni pasos en el pasillo; solo el sonido de dos corazones que por fin se habían encontrado. Y mientras seguían tomados de las manos, ambos supieron que ese beso sería el inicio de algo bonito.