El pasillo del liceo estaba lleno de voces, pero ella solo escuchaba dos:
la risa suave que llegaba desde la puerta del fondo…
y la voz firme que la llamaba desde las escaleras.
Dos personas.
Dos formas de temblar.
El primero la miraba como si la leyera por dentro, con esa calma que abría heridas y las curaba al mismo tiempo.
El segundo la miraba como si todo fuera un desafío, una chispa constante que la empujaba a ser valiente.
Ambos la hacían sentir viva.
Ambos la confundían.
Se apoyó contra la pared, respirando hondo, mientras sus pensamientos chocaban como olas.
No podía dividirse en dos.
No podía fingir que no sentía nada.
No podía seguir huyendo.
—¿A quién quiero de verdad? —se preguntó en silencio.
Y ahí, justo en ese punto tenso, descubrió algo simple pero brutal:
antes de elegir a cualquiera de los dos… tenía que elegirse a sí misma.
Porque seguir a uno por miedo a perderlo, o al otro por miedo a arrepentirse, era caminar sin horizonte.
Pero avanzar desde lo que ella realmente quería —no lo que esperaba el mundo— era la única decisión que no la rompería.
Sonrió apenas.
No tenía la respuesta.
Todavía no.
Pero por primera vez entendió que sentir por dos personas no era traición…
era señal de que su corazón estaba aprendiendo a distinguir qué latido era suyo y cuál era apenas un eco.
Y cuando lo supiera, avanzaría sin temblar.
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