La noche cayó sobre la rambla como un telón oscuro, y el viento del río traía ese olor metálico que siempre anuncia que algo está por pasar.
Kiara avanzó con paso firme, como si cada piedra del camino ya la conociera de memoria. No buscaba nada… pero aun así sentía ese cosquilleo eléctrico en la nuca, como si el destino le estuviera guiñando un ojo.
Entonces lo vio.
Apoyado contra el cartel iluminado, mirándola con esa atención que corta el aire. No dijo su nombre; no hizo falta.
La mirada de ambos chocó como dos chispas, y la tensión silenciosa se volvió casi un fuego.
—Llegás tarde —murmuró él, con una media sonrisa que parecía un desafío.
Kiara levantó el mentón, segura, imparable, con esa actitud de “yo manejo la narrativa”.
—No llego tarde —respondió—. Llego cuando tengo que llegar.
El viento sopló en ese instante, levantando su cabello corto, como si la propia noche celebrara la frase. Él la observó con una mezcla de admiración y nervios, como quien descubre que no estaba preparado para tanta fuerza junta.
No se tocaron. No hacía falta.
El magnetismo entre ellos era el tipo de calor que no necesita contacto para quemar.
Y mientras las luces de la ciudad parpadeaban detrás, Kiara entendió que a veces la intensidad más peligrosa no está en lo que ocurre… sino en lo que podría ocurrir si diera un paso más.