Dicen los libros sagrados que los monstruos aparecieron por voluntad del destino.
Mentira.
El destino no tuvo nada que ver.
Fue simplemente un dios con demasiado tiempo libre y cero cerebro.
Ese “dios” —si se le podía llamar así— decidió que los humanos eran aburridos, así que empezó a lanzarles juguetes nuevos: bestias de diez metros, dragones hambrientos, y uno que otro gusano mágico del tamaño de una catedral.
Astrid, desde su templo, observaba cómo los pueblos ardían y los héroes morían uno tras otro.
Suspiró.
Otra vez.
—¿Por qué todos los idiotas celestiales deciden crear monstruos cuando se aburren? —murmuró, mientras se servía un té.
El nuevo héroe había aparecido hacía apenas unas semanas.
Astrid, como buena “hada de los deseos”, lo había recibido con la sonrisa más falsa que pudo encontrar en su repertorio.
Y claro, su deseo fue…
repugnante.
Algo tan ridículamente egoísta que Astrid tuvo que sonreír para no lanzarlo por la ventana.
—Deseo que todas las mujeres del mundo se enamoren de mí.
—Oh, qué sorpresa... un héroe con cerebro de mosquito. —respondió sin pestañear.
Pero una promesa era una promesa.
La que había hecho siglos atrás, ante la primera Astrid: “Guiarás a cada héroe que herede el título.”
Así que, tragándose el orgullo y las ganas de incinerarlo, Astrid cumplió el deseo.
Con moderación, claro.
(Apenas lo suficiente para que las gallinas del pueblo lo siguieran cacareando de amor).
Pasaron los días, y los monstruos siguieron aumentando.
Los templos rezaban. Los reyes huían.
Y el nuevo héroe… bueno, él estaba ocupado con su “éxito amoroso”.
Astrid lo observó desde su catedral y, por primera vez en siglos, se llevó la mano al rostro.
— Esto es ridículo. — suspiró —, tengo que investigar al causante de todo esto…
— ¿Quién de los 8 será?
Unos días después. Frustrada, lo llamó a su presencia.
Le lanzó un hechizo de fuerza, le dio una armadura de plata y una espada que podría cortar montañas.
—Ve al norte, ahí se encuentra ahora mismo... Ahg, que más da, ve y destruye al Dios de la Destrucción. Tráeme su cabeza.
— ¿Un dios? Pero—
— No hay ‘pero’. Si sobrevives, te dejaré tener un harén celestial...
Astrid sonrió divertida.
— Por supuesto... Tendrás a las 6 diosas en tu harén. ¿Qué dices?
— ¡Sí, mi señora!
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Tres días después, un cuervo trajo la noticia: el héroe había muerto.
Astrid soltó el cuenco de uvas y lo dejó caer al suelo.
El eco resonó en toda la catedral.
— Por supuesto… —dijo, cerrando los ojos— ni siquiera eso podía hacerlo bien.
Cansada, se levantó del trono, se sacudió el polvo de la túnica y miró hacia el cielo.
—Muy bien, basta de cuidar a esos bebés héroes.
El aire tembló.
La barrera entre el mundo mortal y el celestial se rompió como vidrio.
Y Astrid ascendió.
Los dioses la observaron con miedo.
Ella caminó entre ellos sin saludar a nadie, con el ceño fruncido y una mirada que decía claramente “hoy sí mato a alguien”.
Encontró al Dios de la Destrucción sentado sobre un trono de huesos, sonriendo con soberbia.
— Vaya, vaya… el hada de los deseos en persona. ¿A qué debo el honor?
— A que estoy harta.
— ¿Harta?
— De ti, de tus monstruos, de tus estupideces. En resumen: de todo lo que respiras.
Él rió.
Astrid suspiró.
El cielo ardió durante siete días.
Las montañas se partieron, los océanos rugieron, y los dioses se escondieron detrás de sus tronos.
Cuando la tormenta cesó, solo una figura permanecía de pie entre las ruinas del Reino Celestial.
Astrid.
Su cabello blanco estaba manchado de sangre divina, y sus ojos rosados brillaban con un fastidio monumental.
A sus pies, el Dios de la Destrucción era apenas un montón de ceniza.
—Por fin… —murmuró con cansancio—. No fue tan difícil… solo innecesariamente molesto.
Había matado a un dios.
El más temido de todos.
Y nadie lo supo.
Durante los siguientes cincuenta años, descendió al mundo mortal para limpiar el desastre.
Los monstruos seguían apareciendo como cucarachas con complejo de eternidad.
Los humanos y los reinos seguían con su vida… mientras que ella seguía matando, día tras día.
Cada amanecer, los campos se teñían de fuego.
Cada atardecer, los cielos olían a ceniza y magia.
En lo alto de una colina, rodeada de cuerpos humeantes, Astrid suspiró.
—Cincuenta años… Cincuenta malditos años.
Pateó el cadáver de una bestia y frunció el ceño.
—Me arrepiento de haber mandado a Eryon a otra era… Es aburrido si no está él.
— Además... — mirá el cielo — ¡¿qué carajos les pasan a estos monstruos que nunca se acaban?!
Se dejó caer sobre una montaña de monstruos calcinados.
— Ya he hecho demasiado trabajo sin descansar… Es deprimente.
Y así, bajó de la colina, se limpió las manos y murmuró:
—Ya basta de trabajo sin parar. Necesito… vacaciones.
Vagó sin rumbo hasta llegar a un pequeño pueblo escondido entre montañas.
Allí, los aldeanos vivían tranquilos, cultivando papas y peleando por gallinas.
Era tan normal que Astrid sintió una paz celestial.
Hasta que lo vio.
Un hombre común.
Ni fuerte, ni guapo, ni inteligente.
Su vida era tan gris que casi se confundía con el fondo.
Astrid sonrió.
Perfecto.
Se alzó teatralmente y lo señaló frente a todos.
Los aldeanos se quedaron boquiabiertos.
—¡Oh, usted! ¡Sí, usted, el de la camisa sucia! ¡Es el nuevo héroe que aniquilará a los monstruos! ¡Veo en usted la luz de la salvación!
El hombre se atragantó con el pan que comía.
—¿Yo? ¿Pero solo soy un simple panadero?
Astrid asintió con total seguridad y con su exagerada actuación.
—¡Exactamente! ¡Pan… salvación… todo cuadra! ¡Es perfecto!
El pueblo entero cayó de rodillas entre lágrimas.
— Señorita… Pero yo no tengo ese poder que usted me dice.
Astrid le dió una palmada en el hombro, y sonrió (con cero convicción).
— ¡Por supuesto! ¡Yo puedo ver en usted ese inmenso poder desbordante que está dentro de usted!
Astrid levantó las manos con solemnidad divina, aunque por dentro se moría de la risa.
Pensó:
Este pobre infeliz no duraría ni contra un slime… pero qué más da.
Chasqueó los dedos, concediéndole un poder absurdo — obviamente a escondidas de todos. No por compasión, sino porque no quería limpiar más cadáveres.
— Ya que tienes el poder, te daré una armadura invisible y bendiciones… lo de siempre. Haz lo tuyo, salva al mundo, conseguirás fama, etcétera.
Y antes de que alguien pudiera hacerle una enorme fiesta y que la victí... Digo el nuevo héroe pudiera negarse, desapareció.
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Atravesó mares hasta llegar a una isla cubierta por niebla.
Los árboles eran tan altos que rozaban las nubes, y las rosas brillaban con luz propia.
Creó una barrera mágica que ni los dioses podrían cruzar.
—Hermoso… —murmuró con una sonrisa satisfecha—. Perfecto para dormir un par de siglos.
Se recostó entre las flores, dejando su espada a un lado.
El aire era fresco, el silencio agradable.
—Me despertaré… —susurró mientras cerraba los ojos— cuando el mundo me dé algo de entretenimiento.
Y así, Astrid, el hada de los deseos, la diosa que mató a un dios, la guía de los héroes malditos… se quedó dormida.
El mundo siguió girando.
Los humanos inventaron cuentos, plegarias y leyendas en su honor.
Y ella seguía dormida.