Le dijeron su nombre dos semanas antes de la boda: Adrián D'Alba. Un apellido antiguo, de esos que abrían puertas sin necesidad de tocar. Lo había visto una vez, de lejos, en un almuerzo formal. Traje oscuro, postura recta, rostro inexpresivo. Nada en él parecía joven, salvo quizás los ojos, que miraban sin esperanza.
En la ceremonia, él le ofreció el brazo sin mirarla a los ojos. Sus dedos rozaron los de ella, fríos como el mármol. Ella no supo si era por nervios o desinterés.
—¿Estás lista? —le preguntó en voz baja, como quien pregunta si el veneno ha hecho efecto.
—No —respondió ella, sin moverse.
Él no insistió. Solo se colocó junto a ella, como dos estatuas puestas una al lado de la otra por manos ajenas.
Durante la misa, Elina lo observó de reojo. No era un monstruo. Pero tampoco era un refugio. Era simplemente... una sombra que compartía su misma condena.