Nicolás encendía el faro en Gandía cada atardecer. No por necesidad—los barcos ya no llegaban al pueblo—, sino para dibujar en la niebla un mensaje que solo Alba entendía: «… --- …» (SOS en morse).
Ella, desde su casa en el acantilado, respondía con la lámpara del ático: «.—. ..— .» (Paz), aunque ambos sabían que era mentira.
La distancia entre sus casas era un mar de alfileres. Nicolás, hipersensible al ruido, vivía entre paredes forradas de corcho, coleccionando silencios.
Alba acumulaba trastos en su jardín—sillas cojas, radios rotas—, construyendo murallas de caos que Nicolás observaba con binoculares, temiendo el día en que el desorden trepara hasta su puerta.
Todo cambió la noche que la tormenta derribó el eucalipto centenario. El árbol cayó como un puente entre sus propiedades, perforando el tejado de Nicolás y arrastrando los escombros del jardín de Alba hasta su sala.
Se encontraron entre ramas y cristales rotos. Él, con tapones de cera en las orejas; ella, con un martillo en una mano y una botella de vino de Vega Sicilia en la otra.
Sin hablar, comenzaron a limpiar. Nicolás retiraba astillas con guantes de seda; Alba canturreaba para ahogar el crujir de la madera.
Al tercer día, descubrieron bajo las tablas del suelo una caja de latón. Dentro, cartas de un amor anterior al faro, al corcho, al miedo. Las leyeron juntos, sentados en las escaleras rotas.
—¿Por qué nunca dijiste…? —empezó Alba.
—Tú tampoco —interrumpió él, señalando las paredes descascaradas donde su sombra y la de ella se fundían.
Ahora, el faro envía nuevas señales: «.- .-.. -… .-» (Alba). Ella responde apilando sillas en forma de estrella, mientras Nicolás aprende a soportar el ruido de sus risas.
Aún no se dicen «eres tú». Pero compran pintura para las paredes, y en las noches, cuando el viento calla, sus siluetas en el acantilado señalan el mismo norte.
©Jose Luis Vaquero | salfueradeti.com
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