El aroma a tierra mojada impregnaba el aire cuando Isolde cruzó la plaza del mercado, el tintineo de las campanillas de su vestido apenas perceptible bajo el murmullo de la multitud. Sabía que no debía estar ahí. Su padre, el duque de Rivenhall, le había prohibido visitar la ciudad sin escolta. Pero la necesidad de escapar de los muros del castillo la había impulsado a desobedecer, como tantas veces antes.
Mientras caminaba entre los puestos, una gota de lluvia fría cayó sobre su mejilla. Luego otra. Pronto, la llovizna se convirtió en un aguacero repentino. La gente comenzó a correr en busca de refugio, y ella hizo lo mismo, apresurándose bajo un toldo de tela escarlata.
Fue entonces cuando la vio.
Una joven con una capa empapada y cabello oscuro como la medianoche, de pie bajo la lluvia como si no le importara el frío. Tenía la piel dorada por el sol y ojos de un ámbar profundo, brillando con intensidad incluso en la penumbra de la tormenta.
Isolde sintió su corazón dar un vuelco.
—No deberías quedarte ahí —dijo sin pensar.
La extraña alzó la mirada, sorprendida. Por un instante, pareció evaluar a Isolde con curiosidad antes de responder.
—La lluvia no me molesta.
Su voz era suave, pero firme, como el viento que soplaba entre los árboles del bosque.
Isolde dudó. Era extraño, pero sentía que la conocía de alguna parte.
—Aun así, podrías enfermar.
La joven inclinó la cabeza con una media sonrisa.
—¿Te preocupas por una desconocida?
—Quizás.
—Entonces, dime tu nombre.
Isolde vaciló. No debía confiar en extraños. Pero había algo en ella, en su mirada sin miedo, que la hacía querer olvidar todas las reglas que la habían encadenado toda su vida.
—Isolde.
La joven asintió.
—Soy Kaela.
El sonido de cascos resonó a lo lejos. Isolde se tensó al reconocer el escudo de su familia en los jinetes que avanzaban por la calle. La estaban buscando.
Kaela lo notó y frunció el ceño.
—Estás huyendo.
—No exactamente… —Isolde titubeó, pero Kaela la tomó de la mano antes de que pudiera responder.
—Ven conmigo.
Isolde debería haberse negado. Debería haber retrocedido y permitido que la escoltaran de vuelta al castillo. Pero en cambio, dejó que Kaela la guiara entre las callejuelas de la ciudad.
Corrieron bajo la lluvia, esquivando charcos y callejones oscuros, hasta llegar a un pequeño refugio bajo un arco de piedra. Ambas respiraban agitadas, el agua resbalando por sus rostros.
—¿Por qué me ayudas? —preguntó Isolde, sin soltar la mano de Kaela.
La joven sonrió con un destello de desafío en los ojos.
—Tal vez… porque quiero verte libre.
Isolde sintió un calor inesperado en su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, alguien no la veía como la hija de un duque, sino como algo más. Como alguien capaz de elegir su propio destino.
Y, por primera vez, quiso creer que era posible.