Un saludo a quien encuentre esta carta.
Quiero que sepan que no fui egoísta. No tomé esta decisión sin considerar sus sentimientos. De hecho, lo hice pensando en ustedes, en todo lo que me hicieron sentir.
La familia debería ser un apoyo, pero ¿alguna vez lo fueron para mí? Cuando les contaba mis sueños, solo se reían y los llamaban tontos. Si trabajaba en algo que me apasionaba, decían que era horrible, que estaba perdiendo el tiempo. ¿Cuántas veces escuché que era un monstruo, que era fea, que nada de lo que hacía valía la pena? Tantas, que terminé odiando mi reflejo.
Desde niña aprendí a llorar en silencio. Si ustedes me veían, me regañaban. Me escondía para desahogarme, porque nunca me permitieron mostrar mis emociones.
Cuando estaba enferma, ¿alguna vez se preocuparon por mí? Ni siquiera podían ir a comprarme una pastilla. El señor de la farmacia era quien, por lástima, me regalaba vitaminas, porque sabía que yo no tenía a nadie más. En el colegio, un día me enfermé gravemente. No fueron ustedes quienes vinieron por mí; fue la madre de una compañera la que, movida por la compasión, me llevó al hospital.
En la universidad, siendo apenas una chica de 16 años, me vi sola en una ciudad enorme, sin conocer a nadie. Me enfermé gravemente, tanto que no podía mantenerme en pie. Vomité, sentí un dolor insoportable, y la universidad me obligó a ir al hospital porque mi condición era demasiado grave. Pero ustedes no respondieron a mi llamada. Lo único que hicieron fue decirme que “hiciera lo que quisiera”. ¿Saben cuánto se rompió mi corazón ese día? Fue un extraño, el novio de una compañera, quien me prestó dinero para que pudiera regresar a casa y buscar atención médica.
Años después, cuando tuve un infarto, tampoco estuvieron ahí. Las enfermeras insistieron en que alguien me acompañara, pero ustedes ni siquiera se molestaron en venir. Me dejaron sola, saliendo del hospital a medianoche, en una ciudad peligrosa, con la amenaza de que algo pudiera sucederme en el camino.
Siempre me exigieron perfección. Siempre me compararon con mi hermana. Ella, a quien aman incondicionalmente, recibe todo su apoyo sin importar sus errores: drogas, discotecas, hijos a temprana edad… Siempre la defendieron y cuidaron. Mientras tanto, a mí me prohibían hasta salir a la esquina.
Incluso cuando me esforzaba, nunca fue suficiente. Aguanté maltratos en trabajos donde me pagaban poco por ser menor de edad. Aguanté críticas constantes de ustedes, mientras intentaba cumplir con sus expectativas.
Lo más doloroso no fueron las palabras, sino la indiferencia. Cuando estaba en mi peor momento, cuando más los necesitaba, no estuvieron ahí. Me dejaron sola, enfrentándome al mundo sin herramientas, sin apoyo, sin amor.
Hoy, escribo estas palabras porque ya no puedo más. Me siento atrapada, hundida en un pozo del que no puedo salir. He intentado todo: buscar ayuda profesional, hablar, resistir… Pero nada funcionó. Estoy cansada de luchar, cansada de sufrir y lo peor no vuelvan a decir que me rendí así de fácil sin luchar, porque de verdad que lo hice.
Esta vez, estoy tomando una decisión por mí. Por primera vez, no pienso en complacer a nadie más. Sé que esto no resolverá nada, pero ya no quiero sentir este dolor.
No se atrevan a juzgarme, porque ustedes nunca supieron lo que significaba ser yo. Adiós para siempre.