El verano en la pequeña ciudad de San Clemente era siempre cálido y lleno de promesas. Fue en uno de esos días, bajo el cielo plomizo que amenazaba lluvia, cuando Lucas, de 17 años, y Mateo, de 20, se encontraron en un cruce de caminos que iba más allá de lo físico.
Lucas era un chico de mirada inquisitiva, con una curiosidad que parecía no tener fin. A sus 17 años, el mundo aún era un lienzo en blanco, esperando por sus trazos. Mateo, por otro lado, llevaba la experiencia de tres años más, y con ella, la madurez de alguien que ya había visto caer la lluvia y levantarse el sol tras ella.
Ambos eran heterosexuales, o al menos eso creían. Sus días se llenaban de historias de chicas y aventuras compartidas, pero un día, bajo la sombra de un árbol frondoso, algo cambió. Fue una mirada, una sonrisa, y luego, el silencio. Un silencio que hablaba más que mil palabras.
Sin saber cómo, ni por qué, la idea de experimentar algo más comenzó a germinar en sus mentes. No era deseo, al menos no al principio. Era curiosidad, un impulso de explorar los confines de la amistad, de ver si el lazo que los unía podía sostenerse en terrenos desconocidos.
Fue una tarde de lluvia cuando decidieron dar el paso. El sonido de la lluvia contra el techo de la vieja cabaña en el bosque era como un telón que los separaba del mundo. Hablaron, riendo nerviosamente, hasta que el silencio los envolvió de nuevo. Esta vez, sin embargo, no era incómodo. EraLa lluvia seguía cayendo afuera, pero dentro, la atmósfera había cambiado. Lucas y Mateo se miraron, y por primera vez, vieron algo más allá de la amistad. Un beso suave, un contacto que les hizo preguntarse si era lo que querían. La lluvia fuera se convirtió en música de fondo, un sonido que les hacía sentir libres. ¿Qué significaba esto para ellos? ¿Era solo curiosidad o algo más? La respuesta solo ellos la sabían.