El rugido de las llamas se mezclaba con el clamor de las almas condenadas. Dante, el mejor ladrón del inframundo, corría entre las sombras del Infierno con una gema incandescente en las manos: la Llama del Éter, el corazón robado del Cielo. Cada paso resonaba como un eco de traición en los abismos eternos.
“¡Devuélvelo, mortal!” bramó un demonio alado, persiguiéndolo con furia. Dante giró con una sonrisa torcida. “Ven por ella, si puedes.”
Había hecho lo impensable: infiltrarse en el mismísimo trono de Lucifer y robar lo único capaz de unir el Cielo y el Infierno en un equilibrio frágil. La gema ardía en su palma, susurrándole secretos de gloria y condena.
Un rayo atravesó la oscuridad. Desde el cielo descendió Seraphiel, un ángel cuya pureza cortaba como una espada. “Dámela, humano. No sabes el caos que has desatado.”
“¿Caos? Eso ya está aquí,” respondió Dante, esquivando el filo de luz. El ángel y el demonio chocaron sobre él, desatando una tormenta de fuego y relámpagos. Dante se lanzó hacia un portal, el único punto neutral entre ambos mundos.
Dentro del vórtice, vio su destino bifurcarse. Con la Llama, podía ser un dios o la chispa que destruiría la existencia. ¿Cielo o Infierno? Él eligió el fuego, pero el fuego tenía planes distintos.
Cuando emergió, el mundo ya no era el mismo. Él era el puente entre la redención y la ruina.
La guerra había comenzado.
Dante cayó de rodillas sobre una tierra que no era ni Cielo ni Infierno. A su alrededor, el suelo era ceniza, el aire chisporroteaba con energía divina y demoníaca, y el horizonte se dividía en dos: una mitad resplandecía con luz dorada, la otra ardía en un rojo infernal. Él estaba en el Umbral, el lugar donde todo comenzaba y todo terminaba.
La Llama del Éter latía en su pecho, fundida con su ser. No era un ladrón común ahora, sino el portador de algo que ningún mortal debía poseer. “¿Qué soy ahora?” murmuró, mientras un dolor abrasador recorría sus venas.
“Un error”, respondió una voz detrás de él. Seraphiel y el demonio alado, Bael, habían cruzado el portal. Sus figuras, una luminosa y otra oscura, eran titánicas en comparación con su frágil humanidad.
“Debemos destruirlo”, rugió Bael, sus garras afiladas goteando fuego.
“No. Debemos purificarlo”, insistió Seraphiel, con una mirada llena de compasión y condena a la vez.
Dante se levantó, tambaleante. “¿Destruirme? ¿Purificarme? No vine hasta aquí para ser el juguete de ninguno de ustedes.”
La Llama ardió con intensidad, proyectando un aura que los hizo retroceder. “¿No lo ven? Con esto, soy más que humano. Más que ustedes. Soy el puente.”
“Un puente que no debería existir”, gritó Bael, abalanzándose sobre él. Dante esquivó, sintiendo cómo el fuego dentro de él respondía, desatando un látigo de llamas que envolvió al demonio. Bael aulló, pero no cayó. “Tu arrogancia será tu fin, mortal.”
Seraphiel avanzó, su espada de luz lista para atacar. “La creación no está hecha para soportar tal desequilibrio. Dante, suelta la Llama antes de que sea demasiado tarde.”
“¿Demasiado tarde?” Dante rió amargamente. “El Infierno quiere gobernar. El Cielo quiere controlarlo todo. ¿Y nosotros, los humanos? ¿Qué obtenemos? Esta es mi oportunidad de cambiar las reglas.”
El suelo tembló bajo sus pies. La Llama del Éter estaba desgarrando el Umbral, desdibujando las líneas entre el Cielo y el Infierno. Espíritus empezaron a emerger del suelo, algunos llorando de miedo, otros gritando de júbilo. Las almas condenadas ascendían, mientras las almas celestiales caían como estrellas fugaces.
“Dante, esto no es libertad”, advirtió Seraphiel, sus ojos brillando con lágrimas. “Es caos.”
“Es justo”, respondió él, sintiendo cómo la Llama consumía su humanidad. Su piel comenzaba a agrietarse, sus ojos brillaban como brasas. Pero también sentía algo más: poder absoluto, la capacidad de rehacer el mundo.
Bael se lanzó de nuevo, esta vez con un rugido desesperado. Dante lo detuvo con una mano, él fuego brotando de sus dedos como un torrente infernal. Bael gritó mientras su cuerpo se desintegraba en cenizas, un eco de furia y derrota resonando en el vacío. Dante, con el pecho ardiendo y las venas llenas de poder, miró a Seraphiel.
“¿Y tú? ¿Te atreverás a detenerme?”
El ángel tembló, pero no de miedo. Su espada de luz brillaba más intensamente, como un faro en medio de la oscuridad creciente. “No te temo, Dante. Pero temo lo que serás si continúas por este camino.”
“Lo que seré…” Dante sonrió, y por un momento, en sus ojos hubo algo humano, algo perdido. Pero fue efímero. “Seré todo. Cielo. Infierno. El mundo necesita equilibrio, y yo lo traeré, a cualquier precio.”
Con un movimiento rápido, Dante levantó ambas manos. La Llama del Éter respondió, explotando en una espiral de energía que desgarró el Umbral en dos mitades. El cielo se oscureció, los rayos brillaron, y el suelo se partió en una grieta sin fin.
Seraphiel avanzó, su espada lista para el golpe final, pero algo en Dante la detuvo. Ya no era un hombre. No era un simple ladrón. Frente a ella estaba una fuerza primigenia, un ser que no pertenecía a ninguno de los mundos que conocía.
“Dante, si tomas este camino, no habrá vuelta atrás. Serás más que un mortal, pero menos que un dios. No tendrás lugar en el Cielo, ni en el Infierno, ni en la Tierra. Serás un puente, sí, pero uno que arderá por la eternidad.”
Dante sonrió, cansado. “Eso suena como un precio justo.”
Con un rugido, absorbió la totalidad de la Llama en su cuerpo. La explosión que siguió iluminó el Umbral con una luz cegadora, destruyendo el portal entre los mundos. Cuando la luz se desvaneció, Seraphiel se encontró sola. Bael ya no existía, y Dante… Dante era algo nuevo.
En el lugar donde él había estado, una figura resplandecía, una mezcla de sombras y luz. Sus ojos brillaban como soles gemelos, y de su espalda surgían alas incompletas, mitad fuego, mitad éter.
“¿Qué eres ahora?” susurró Seraphiel, incapaz de acercarse.
Dante la miró, su voz resonando como un trueno y un susurro al mismo tiempo. “Soy lo que nunca debió existir. El equilibrio. La ruptura. La esperanza y el fin.”
Sin decir más, alzó el vuelo, dejando tras de sí un mundo dividido, uno donde el Cielo y el Infierno se desmoronaban lentamente. Ahora, él era el único que sostenía los fragmentos, el único que decidía quién caía y quién ascendía.
Y así comenzó la nueva era, no bajo el mando del Cielo ni del Infierno, sino bajo la voluntad de un hombre que eligió arder para cambiarlo todo.