Había una vez un gigante que poseía un hermoso jardín. Cada primavera, el jardín se llenaba de pequeñas flores blancas y los árboles estiraban mucho sus ramas repletas de hojas para que los pájaros pudieran anidar en ellas.
A los niños de aquel lugar les encantaba jugar allí. Todos los días después del colegio, acudían al jardín del gigante para trepar hasta las ramas de los árboles, tumbarse entre las flores o simplemente escuchar el precioso canto de los jilgueros.
Los niños eran felices allí porque el gigante hacía años que no vivía en su casa. Se había ido a visitar a su amigo el ogro y llevaba mucho tiempo sin volver.
El día en el que regresó el gigante egoísta
Pero un día, el gigante egoísta regresó, sin previo aviso, y sorprendió a los niños jugando alegres en su jardín. El gigante se enfadó muchísimo, y les gritó:
– ¡Fuera de aquí! ¿Cómo os atrevéis a jugar en mi jardín? ¡Es mío! No pienso compartirlo con nadie.
Los niños salieron corriendo, muertos de miedo, y el gigante decidió construir un muro alrededor de su jardín para que nunca pudieran pasar. Fuera, en el muro, colocó un cartel grande que decía: ‘Prohibido el paso’.
Así que los niños se quedaron muy tristes al observar el muro y el cartel, porque no encontraban otro lugar donde jugar: la carretera estaba llena de tierra, barro y piedras, y no había ningún jardín tan bonito como ese.
El invierno se instala de golpe en el jardín del gigante egoísta
Llegó el invierno y con él la nieve, el viento y el granizo. El gigante se refugió en su casa mientras observaba a través de la ventana cómo las ramas de los árboles perdían todas sus hojas y la nieve las cubría por completo.
Pasaron los días y el invierno dio paso a la primavera, en todas partes menos en el jardín del gigante, donde seguía siendo invierno. El granizo continuaba cayendo y al hacerlo golpeaba su tejado con fuerza. El viento era frío y la nieve se negaba a abandonar los árboles y el césped.
– ¡Cuánto dura el invierno!- se quejaba el gigante, sin imaginar que más allá del muro, los campos estaban repletos de flores y los pájaros cantaban felices cada mañana.
Siguieron pasando los días y el gigante ya empezaba a preocuparse. Así permaneció todo el año, y al resto de lugares volvió a llegar el invierno, pero pasó y en seguida despuntó de nuevo la primavera. Menos en el jardín del gigante, que seguía siendo invierno.
Llevaba el gigante mucho tiempo sin ver el sol y estaba triste, muy triste. De pronto recordó la risa de los niños encaramados a las ramas de los árboles repletos de hojas, y le entró nostalgia.
De cómo la primavera regresó al jardín del gigante egoísta
Pero un día, de especial frío y ventisca en el jardín del gigante, de pronto escuchó un dulce sonido. Al gigante le pareció la música más bella que había escuchado nunca. Abrió la ventana y de pronto vio en la repisa a un pequeño jilguero que cantaba.
Más allá, descubrió que los árboles de su jardín estaban de nuevo repletos de hojas, y que los niños jugaban felices en ellos. El granizo había abierto un agujero en el muro y los niños habían entrado en el jardín.
El gigante observó aquel hermoso paisaje y se sintió feliz. Pero de pronto descubrió que aún seguía siendo invierno en un rincón de su jardín. Un árbol seguía cubierto de nieve, e intentaba estirar las ramas para que un niño muy pequeño pudiera subirse. El niño no las podía alcanzar, y el gigante decidió ayudarle.
Al salir de la casa, los niños se escondieron atemorizados tras los árboles. Pero el niño más pequeño no pudo verlo, porque tenía los ojos llenos de lágrimas por no poder subir al árbol.
El gigante le sujetó con dulzura y le ayudó a subir a las ramas, y el árbol de pronto se vistió de primavera. El césped se llenó de flores y el resto de niños, al ver que el gigante ya no era malo y egoísta, salieron de sus escondites.
– ¡A partir de ahora, mi jardín también es vuestro!- dijo entonces el gigante. Y con un martillo gigante, derribó el muro.
El final del gigante egoísta
A partir de aquel día, el jardín del gigante volvió a ser el más hermoso y colorido del lugar. Y él disfrutaba viendo jugar y reír a los niños. Sin embargo, echaba mucho de menos al niño más pequeño, aquel que movió su corazón y le hizo salir de su casa. Ya no le había vuelto a ver, y por más que preguntó a los demás niños, no consiguió encontrarle:
– ¿De verdad que no sabéis quién es?- preguntaba a todos el gigante.
– No, no le habíamos visto nunca- contestaban uno a uno los niños.
Los días pasaron, llegó el otoño y tras el otoño, el invierno. El gigante se encontraba cansado y enfermo, porque ya era mayor, muy mayor.
Mirando los árboles nevados de su jardín, no dejaba de acordarse de aquel niño que no volvió a ver. Y uno de esos días, sucedió algo increíble: uno de los árboles, de pronto comenzó a reverdecer, y el césped al que daban sombra sus ramas. Estaba repleto de pequeñas florecillas. Y sí, bajo las ramas del árbol, estaba el pequeño, el mismo niño al que el gigante ayudó a subir al árbol.
¡Que contento se puso el gigante al verle! Salió corriendo, pisó la nieve hasta llegar hasta el árbol, y de pronto vio que el niño tenía heridas en las manos y en los pies. Eran cicatrices profundas de unos clavos.
– ¿Quién te ha hecho eso? ¡Dime quién ha sido y yo mismo iré a vengarme! – exclamó el gigante muy enfadado.
– No, gigante- dijo entonces el pequeño- No son heridas de dolor. Son heridas de amor. Y he venido a buscarte. Tú un día me dejaste jugar en tu jardín. Yo quiero dejarte jugar en el mío a partir de ahora y para siempre.
Al día siguiente, los niños que entraron en el jardín, descubrieron el cuerpo inerte del gigante tumbado bajo un árbol y rodeado de flores blancas. Era el único árbol que en medio de la nieve, se había vestido de primavera.