El pequeño Valentín estaba fascinado por Gabriela. ¡Era la niña más lista, simpática y maravillosa que había conocido nunca! Gabriela era nueva en el colegio. Se había mudado hacía poco tiempo a la ciudad. Desde el primer día que la vio, el pequeño Valentín soñaba con ser su amigo. ¡Pero le daba mucha vergüenza acercarse a ella! No sabía cómo hacerlo y pensó que si organizaban pronto una excursión en el cole, podría sentarse a su lado en el autocar y preguntarle si quería ser su amiga.
¡Y por fin había llegado ese momento! La profe había anunciado que la próxima semana visitarían el Museo del Silencio. Valentín no comprendía qué es lo que se podría contemplar allí. El silencio no se podía ver, no se podía escuchar, no olía a nada. Tampoco se podían reunir distintos tipos de silencio ni, mucho menos, meterlos dentro de las vitrinas.
La curiosidad se apoderó de Valentín. Tanto, que casi se olvidó del viaje en autocar junto a Gabriela. ¡Qué intriga!
-¿Qué guardan en el Museo del Silencio, mamá?, pero su mamá no contestaba.
-¿Qué hay en el Museo del Silencio, papá?, y papá se quedaba callado.
-¿Qué veremos en el Museo del Silencio, seño?, pero la profesora respondía con silencio.
Cuando llegó el día de la visita, el pequeño Valentín estaba muy nervioso. ¡Tanto, que casi había estado a punto de perder su oportunidad de sentarse al lado de Gabriela! Pero al final lo había conseguido, cambiándole el sitio a Pablito, que siempre buscaba el lado de la ventanilla. Sin embargo, cuando tuvo a Gabriela cerca, Valentín no se atrevió a decir ni una palabra. Ni a mirarla, siquiera.
Al entrar en el Museo del Silencio, lo primero que llamó la atención de Valentín fue un gran cartel en la puerta que decía “Prohibido guardar silencio”. Después, toda la clase pasó a una sala enorme. En ella, se acumulaban botes y botes de cristal que guardaban palabras, escritas con distintos tipos de letra y en diferentes colores. Unos eran más pequeños y se exponían en largas vitrinas de estantería. Otros, más grandes, estaban colocados sobre pedestales, en los rincones.
“No me gusta”, podía leerse dentro de un frasco, en letras azules. “Ven a verme mañana”, era el mensaje que, con caligrafía caprichosa, se escondía dentro de otro bote de cristal. “Lo rompí yo”, decía otro de los frascos. En medio de la gran sala, justo en el centro, había una solitaria vitrina. “TE QUIERO”, era el mensaje que guardaba.
Valentín no entendía nada. ¿Qué clase de museo era ese? ¿Qué interés tenían un puñado de palabras encerradas en cristal? Entonces, su profesora habló:
-Bienvenidos al Museo del Silencio. Aquí se guardan las palabras que nunca se dijeron, esas que se quedaron atravesadas en la garganta. Al convertirlas en silencio, algunas de estas palabras acabaron separando a las personas. Otras, hicieron perder una gran oportunidad. Por eso ahora se conservan en el Museo del Silencio. Se guardan en frascos de cristal, porque es frágil, como los miedos. Romper el temor de decir lo que se desea decir es más fácil de lo que parece.
Entonces Valentín comprendió. Lo entendió todo. Cuando finalizó la visita, camino del autocar, reunió todo el valor que pudo y se acercó a Gabriela.
-¿Quieres ser mi amiga? -preguntó.
Y al decir lo que nunca había dicho, ocurrió lo que nunca había ocurrido.