Aquella mañana lucía el sol y comenzaba a oírse el canto de los arroyos. Los pájaros, con su trinar, celebraban la llegada de la primavera y las flores se desperezaban ya sobre el manto verde que cubría la pradera. Al mismo tiempo, se desperezaban también las mariposas mientras abandonaban el capullo y reaparecían vestidas de fiesta, con enormes alas de irisados colores. Todas, menos una.
De uno de los capullos, el más alejado del árbol, salió una mariposa muy extraña: nunca se había visto nada igual. No tenía bellos colores, como sus hermanas, parecía, más bien, hecha por completo de cristal. No era fea, al contrario, era de una belleza deslumbrante. Sus alas, recubiertas de pequeños cristales de hielo, brillaban con el sol y lanzaban destellos en todas direcciones. ¡Era una mariposa preciosa! Pero era diferente.
-Qué raro es tu vestido -se burlaban sus hermanas.
-¿Dónde están tus colores? – le preguntaban las libélulas.
-¡Tus alas no son de terciopelo! – le advertían las arañas.
-¿Antes también eras distinta? – se extrañaban las orugas.
-Eres un bicho raro – sentenciaban los insectos palo.
La mariposa era preciosa, pero era diferente. Y, por ese motivo, nadie la tomaba en serio. Sus hermanas no querían jugar con ella y el resto de insectos se la quedaban mirando con compasión. De nada le servían sus cristalinas alas transparentes, sus destellos brillantes, su fragilidad de cristal, el silbido de su aleteo. Nadie la quería porque no era una mariposa de colores, con alas de terciopelo y negro cuerpo azabache.
La mariposa se había quedado sola porque era diferente, así que decidió alejarse de todos. Voló, voló y voló hacia los confines del mundo. Sus alas reflejaban el sol con cada batir, fulgurando contra el intenso azul del cielo. Al cabo de un buen rato, se posó cerca de un arroyo a refrescarse. Se encontraba ensimismada, absorta en sus propios pensamientos, cuando notó que alguien la observaba. La mariposa levantó la mirada y vio, frente a ella una termita muy anciana.
-¡No me lo puedo creer! ¡Eres una mariposa de los hielos! -exclamó la termita.
La mariposa no entendía a qué se estaba refiriendo.
-¿Yo? No, no. No soy una mariposa de los hielos. Sólo soy una rara mariposa que nació sin colores -dijo la mariposa, entristecida.
La termita le insistió. Le dijo que su abuelo le contaba una historia que hablaba de cómo, cada primavera, una sola mariposa nace diferente a las demás. No tiene colores ni alas de terciopelo. Al contrario, es transparente y brillante como un copo de nieve y sus alas son rígidas y frágiles como el hielo. Es diferente, sí. Pero es única. Y tiene una misión: la mariposa de los hielos es la encargada de guardar el invierno, para que sepa encontrar el camino de vuelta y no se pierda, y pueda, así, regresar cada año.
-No eres rara, eres especial. ¡Eres la guardiana del invierno! Sin ti, nada volvería a empezar -le insistió la anciana termita.
-¿Empezar? ¡Pero si es en primavera cuando empieza todo! -se extrañó la mariposa.
-No, en realidad todo empieza en invierno -continuó la termita- Se necesita la nieve para que, con el deshielo, el agua se reparta por el mundo y puedan brotar las plantas. El invierno no es el fin de la vida, sino el inicio de ella.
Cuando se corrió la voz entre los insectos, éstos comenzaron a mirar a la mariposa con admiración. Ahora, todos se sentían afortunados por tener entre ellos a una mariposa de los hielos. Aprendieron que ser diferente no quiere decir ser raro, sino especial. Y que los seres especiales están en este mundo para cumplir una importante misión. ¡Sólo hay que descubrir cuál es! Gracias a la mariposa de los hielos, el invierno supo encontrar el camino de vuelta, coloreándolo todo de blanco. Con la llegada de una nueva primavera, otra mariposa muy especial comenzó a romper su capullo de hielo…