La princesa repiqueteaba los dedos, nerviosa, sobre la enorme mesa de madera. Unos golpecitos impacientes que se amplificaban en el eco de la cueva.
-¿Crees que vendrá alguno hoy? -preguntó.
Como respuesta, tan sólo recibió un bufido. El dragón no sabía hablar. Claro, era un dragón. Pero eso a la princesa no le importaba. Su preocupación era otra bien distinta: hacía meses que ningún caballero acudía a rescatarla. Los corderos ya no eran suficiente para saciar el hambre del dragón. Y la princesa tenía miedo.
Hacía unos cuantos días, ya no recordaba cuántos, la princesa había escuchado un sonido metálico fuera de la cueva creyendo que, por fin, había llegado su tan esperado caballero a rescatarla. El dragón se incorporó, rápidamente. Se puso al acecho y se preparó para escupir su mortífera llamarada.
Pero nada. El ruido lo había provocado el viento al agitar la montaña de yelmos y armaduras que pertenecieron a los tantos caballeros devorados por el dragón. Su fuego se extinguió y dos ligeros hilillos de humo escaparon por los orificios de su nariz.
-No pierdas la esperanza, tal vez aparezca alguno mañana -se decía la princesa.
Día tras día iba creciendo el tiempo. Y, con él, crecía también el hambre del dragón. Cuando éste sentía que iba a desfallecer, masticaba los viejos huesos que se amontonaban al fondo de la cueva. Pero la princesa sabía que no le durarían mucho tiempo y se estremecía de miedo al pensar en su destino.
En otra ocasión, tan sólo unos días después de que llegara el último caballero que intentó, sin éxito, rescatar a la princesa, habían escuchado unos cascos de caballo que se aproximaba, galopando, a la cueva. Efectivamente era un caballo. Pero sobre él no cabalgaba ningún caballero. Estaba ensillado y vestía una gualdrapa con los colores y escudos del último jinete que devoró el dragón.
La princesa atrajo al caballo con dulzura y lo guió -ingenuo animalito- hasta las hambrientas fauces del dragón. Por ahora sería suficiente, pero… ¿durante cuánto tiempo lograría sobrevivir?
La princesa estaba preocupada. Hacía meses que ningún caballero acudía a rescatarla y su adorado dragón estaba ya en los huesos.
-Nada puedo hacer, amigo mío – le decía con tristeza – para evitar que te mueras de hambre.