El pequeño vikingo era valiente. No conocía otra manera de ser: su padre, su madre, sus hermanos mayores… todos eran valerosos guerreros que no le temían al combate.
Al pequeño vikingo no le daba miedo la batalla. No le asustaba tener que luchar para defenderse de sus enemigos. ¡Blandía la espada y empuñaba el escudo con presteza!
El pequeño vikingo era aventurero. Como todo su pueblo, soñaba con descubrir nuevos mundos, con embarcarse y surcar mares embravecidos para llegar a lugares remotos llenos de sorpresas y grandes tesoros.
Pero el pequeño vikingo tenía un “pequeño” problema: no podía navegar porque se mareaba. Cada vez que subía a un barco vikingo y notaba cómo el suelo se balanceaba bajo sus pies, se ponía malíííísimo. En el mismo momento en el comenzaban a remar, empalidecía y notaba como si el estómago se le hubiera vuelto del revés. ¡Una vez que se atrevió a navegar entre los fiordos, echó hasta la primera papilla! Pero lo peor no era el malestar, sino que todos aquellos brutos vikingos se burlaban siempre de él. ¡Hasta Kÿorg, el temible guerrero… al que le daban miedo las arañas!
El pequeño vikingo tenía miedo de no ser un auténtico vikingo. Pero le preocupaba mucho más tener que quedarse en tierra mientras los demás guerreros viajaban en busca de aventuras y de increíbles tierras lejanas. Así que decidió que, cuando fuera mayor, construiría un barco vikingo antimareo. ¡Así fue como comenzó a trabajar de aprendiz para el constructor de barcos!
Pasaban los años, pero al joven vikingo no se le pasaba el mareo. Ni siquiera era capaz de salir a pescar besugos. Sin embargo, sentía que cada vez estaba más cerca de lograr su propósito: diseñar un barco en el que fuera imposible marearse. Fijándose mucho en las enseñanzas de su maestro había aprendido cosas muy útiles sobre las técnicas vikingas de construcción de barcos y por eso, un día, se le ocurrió una idea: diseñaría un tipo de cubierta que no se moviera con el balanceo del barco, sino que siempre quedara recta, alineada con el horizonte.
No fue fácil encontrar la manera. Conseguir sujetar algo a algo a la vez que evitar que ese algo quede sujeto a algo es muchíííísimo más complicado que su propio trabalenguas. Pero finalmente, a través de un complicadísimo sistema de ingeniería que no os voy a explicar ahora porque ni siquiera yo misma lo entendí, el joven vikingo logró su propósito: un barco vikingo antimareo.
Llegado el día de hacerse a la mar estaba emocionadísmo. Había reclutado valerosos marineros para que lo acompañaran en su primera incursión allende los mares. Entre ellos, Kÿorg, el temible guerrero, quien inspeccionaba el barco en busca de alguna tela de araña. Por fin se hicieron a la mar. El barco vikingo se mecía al son de las aguas mientras la cubierta permanecía completamente inmóvil.
¡Y entonces ocurrió que ninguno de los experimentados marineros que en él navegaban fue capaz de permanecer de pie! Excepto el joven vikingo, claro está. No sabían mantener el equilibrio, acostumbrados como estaban al bamboleo de los otros barcos. Y según se ponían en pie, se iban al suelo. ¡Resultaba muy cómico ver a todos aquellos fuertes y valerosos hombres desparramados por la cubierta sin comprender que sólo tenían que comportarse como si caminaran sobre la propia tierra!
Pero el joven vikingo no se reía. No tenía tiempo para eso. Estaba demasiado abstraído disfrutando del viento marino en la cara, de la música del surcar de las aguas, del sabor a sal en su boca, de la sensación de libertad de navegar, por fin, rumbo a su sueño vikingo.