-Papi, ¡el hombre de la bodsa está allá dento!
Emilce, agitada, señaló con su dedito de tres años la puerta abierta de su cuarto. Se quedó quieta en la entrada del living, con su piyama de animales pálidos puesto al revés y sosteniendo un oso de peluche.
Había interrumpido así la amena conversación de sobremesa que sus papás mantenían con sus lacanianos1 amigos.
-Bueno, Emilce, tráelo, tráelo para acá al Hombre de la Bolsa –le dijo su papá, dulce y profesional-.
Con lo tarde que es, debe tener un hambre bárbara. Vamos a convidarle unos trocitos de budín.
Emilce salió disparada hacia su cuarto.
Un olor no precisamente agradable flotaba en el lugar. La madre de Emilce se acordó de la vez que había abierto una lata de mejillones bastante pasada. Se levantó para ir a ver…pero terminó por sentarse de nuevo, abombada por el alcohol.
-Son cosas de la abuela –explicó su marido a los invitados, siguiendo con la pipa la dirección que había tomado Emilce. -Lo mejor en estos casos, es hacerles vivir la fantasía.
-Lógico –dijo la otra mujer-. Acuérdense de cuando Pichón se tiró al suelo abrazado al paranoico2 que veía una locomotora venírsele encima.
Emilce volvió. En lugar de su oso de peluche traía de la mano al Hombre de la bolsa. El espejo que colgaba de la pared se estrelló en el piso con terrible estrépito. El mal olor se hizo insoportable, repugnante.
El padre de Emilce retrocedió, fascinado. Su amigo alcanzó a ponerse de pie, tapándose la nariz con una servilleta.
El Hombre de la Bolsa llevaba un aludo sombrero negro lleno de agujeros y una capa gris, como del siglo pasado, cubierta de lamparones. Era demasiado bajo, casi enano. Era muy sucio, infinitamente inmundo y viejo. Dejó en el suelo su bolsa de arpillera, que se movía con leves temblores (chicos, pensó el paralizado padre de Emilce) extrajo un trabuco3 naranjero de entre sus harapos y apuntó al grupo.
-Sabed que no es de mi apetencia el budín inglés, señor mío –dijo, con una hedionda4 voz seca, inolvidable-, hoy sólo me he acercado con el único propósito de llevarme a mi morada a la deliciosa Emilce.
Entre los gritos de las damas y la inoperancia de los caballeros, abrió su mugrienta bolsa y metió a Emilce junto con los demás niños que esa noche constituirían su cena. Y desapareció.