Ahmed vivía en una ciudad con sol a orillas del mar. Era el pequeño de cuatro hermanos y el más travieso de todos. Le gustaba esconderse y dar sustos a Mamá cuando menos se lo esperaba. Le gustaba perseguir palomas y subirse a los árboles. También le gustaba pasear con Mohammed, su hermano mayor, que tenía 12 años y sabía de todo.
Algunas tardes caminaban hasta el puerto y se sentaban a ver salir los barcos. Se imaginaban subidos a una de esas grandes embarcaciones, cruzando el Mediterráneo, atracando en otros puertos de otras ciudades, en otros países.
Mohammed quería ser marinero y Ahmed lo veía de capitán en un gran barco, vestido con un traje azul lleno de medallas y dando órdenes a todo el mundo. Él también quería ser capitán, pero de su equipo de fútbol, que para algo era el mejor de todos los niños que jugaban en la callejuela estrecha en la que vivían.
A Ahmed no le gustaba mucho ir al colegio. Por eso cuando Mamá les obligó a quedarse en casa y a no salir a la calle, Ahmed se puso contento. Pero pronto se aburrió de estar metido en casa un día tras otro, escuchando el ruido de sirenas y los gritos de la gente. Era horrible.
Solo Mamá salía de vez en cuando, siempre para traer algo que comer a casa. Cuando llegaba, pálida, cansada y triste, Ahmed se preguntaba si aquel ruido incesante que venía del cielo tendría algo que ver.
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– Son bombas – había dicho con solemnidad, Mohammed.
Si eran bombas, aquello era una guerra.
Ahmed sintió miedo.
– Nos vamos – anunció Mamá una noche.
Todos recogieron en silencio las pocas pertenencias que iban a llevarse consigo y salieron tan pronto que aún no había amanecido. El sol les sorprendió en el puerto.
– ¡Vamos a subir a un barco! – exclamó ilusionado Ahmed.
El puerto entero estaba lleno de familias que, como ellos, querían subirse a aquella embarcación. Mohammed cogió de la mano a su hermano pequeño y, juntos y apretados, consiguieron subirse al barco. Poco tiempo después zarparon.
– ¿Dónde vamos? – preguntó.
– A un lugar donde no caigan bombas del cielo – le explicó su hermano.
Ahmed respiró aliviado.
– Y ahí donde vamos ¿se podrá jugar al fútbol en la calle?
– ¡Seguro que sí!
Ahmed apoyó su cabeza en el hombro de su hermano y sonrió feliz. Antes de que la ciudad se hubiera convertido en un pequeño punto invisible, Ahmed soñaba ya con aquel lugar nuevo donde no se oían sirenas, ni gritos. Y donde, por supuesto, los niños podían jugar al fútbol en la calle sin preocuparse de que cayeran bombas del cielo.