Había una vez una princesa que estaba cansada de ser la damisela en apuros de todas las historias.
Al principio lo veía divertido: siempre llegaba un villano que podía ser el mago más malo de la región o un dragón que la tendría raptada en la torre más alta de un castillo abandonado. Luego, el héroe, el hermoso caballero, cazador o campesino bondadoso, la rescataba y fin de la historia. El hombre en cuestión, que debía ser capaz de luchar contra terribles bestias solo para rescatarla, se llevaba toda la gloria, y así se repetía una y otra y otra vez. Pero la princesa ya se había cansado de todo aquello, y estaba decidida a cambiarlo.
Pero el día concreto en que la princesa ya no quiso ser una damisela en apuros por más tiempo, fue aquél en el que un hechicero malvado la raptó y se la llevó de su castillo. Aquel día era el cumpleaños de su padre, el rey, y ella se había tomado la molestia de comprarle el regalo más hermoso del reino, un regalo que no pudo entregarle porque al poco de tenerlo se vio camino de la guarida del villano.
¿Me puede bajar de esta sucia escoba? —comenzó a gritar la princesa, muy enfadada— Hoy es el cumpleaños de mi padre y pensaba ir a su celebración. Lo siento mucho, princesa, pero eso no podrá ser —dijo el hombrecillo de nariz enorme y grandes verrugas. Mi padre cumple cincuenta años y es un momento especial para él y para toda la familia, ¿es que usted, bestia terrible, no lo entiende? —dijo la princesa muy molesta y cansada de que siempre le pasaran las mismas cosas. ¡Tonterías!
Dicho aquello, el hechicero decidió tapar la boca de la princesa para que no siguiese hablando hasta que llegaran a la guarida, un sitio espantoso lleno de jaulas donde el hechicero pensaba encerrar a la joven hasta que llegase algún héroe tan típico como audaz.
No tardó aquel héroe esperado en llegar. En esta ocasión se trataba de un hombre rubio con cara de niño bueno, que podía partir troncos con sus manos debido a lo fuerte que era. El héroe, que no era muy listo ni delicado, rompió sin querer el regalo que con tanto cariño la princesa le tenía preparado a su padre y que no soltó desde que el hechicero la había raptado. Se trataba de un colgante dividido en dos mitades para compartir con su padre. El héroe había derrotado al malvado hechicero tras una pelea algo desigual y bastante rápida, pero había terminado de romper también el malherido corazón de la princesa.
Y la princesa se enfadó tanto que no dudó en empujar al héroe y, muy triste, se fue de nuevo rumbo al castillo. La fiesta, que no se había celebrado aún por la ausencia de la princesa, dio entonces lugar, y su padre la recibió muy feliz y aliviado. El hombre, que siempre se preocupaba cuando su hija era capturada, no dudaba en contactar con los hombres más famosos y fuertes de su reino y de los reinos colindantes, pero no llegaba a comprender que aquello no hacía feliz a su hija. La princesa y su padre disfrutaron de lo lindo del cumpleaños y, aunque no había regalo, lo mejor fue poder compartir el tiempo el uno con el otro un año más.
Y desde aquel día, pues los hijos no pueden ocultar las cosas a sus padres por más que quieran, el rey hizo que la princesa comenzase a entrenar con uno de los caballeros de la corte. De este modo la princesa aprendió a manejar la espada, a cabalgar veloces caballos y a pelear mano contra mano. Su padre había entendido al fin cuáles eran los deseos de su hija, y él no dudó en aceptarla como a un caballero más del reino. Así, con el tiempo, cuando algún villano llegaba de nuevo a su castillo para raptarla, ella por fin podía defenderse y darle la vuelta al cuento, y pudo viajar por el mundo ayudando a todo aquel que lo necesitara de corazón.
La princesa no dudó en dejar un mensaje grabado en el corazón de todas las mujeres del mundo y en hacerles ver que no necesitaban a nadie para salvarse, pues la verdadera salvación es creer en uno mismo.