En este mundo existen toda clase de princesas: hay de las que saben bailar elegantemente, de las que saben mucho, de las que usan grandiosos vestidos… y de las que les tienen miedo a muchas cosas. Y Sofía era una de esas princesas temerosas, que tomaba muchas precauciones para todo, incluso para caminar por los jardines del castillo con sus padres.
Ellos, que eran los reyes de un gran reino, se habían esmerado mucho para que su hija aprendiera todo lo necesario, y eso incluía clases de natación una vez por semana. Pero la princesa Sofía tenía mucho miedo del agua, apenas sabía flotar y cuando intentaban hacer que entrara en la piscina se sentía tan asustada que le daba por fingir desmayos.
¡Ay, me siento muy mal! —Decía la princesa mientras se colocaba una mano en la cabeza— ¡Ay, creo que me desmayaré!
Al decir esto último se dejaba caer al suelo con elegancia, fingiendo perder la consciencia. Luego, abría levemente un ojo para saber si la habían creído…y con sus padres muchas veces funcionaba, pero no con su profesora de natación, que veía aquella actitud con mucha seriedad.
¡Siempre se desmaya, princesa Sofía! —decía la profesora de natación — Pero, ahora que acaba de abrir un ojo, creo que estará bien y que podemos entrar de nuevo al agua.
Entonces la princesa, derrotada, comenzaba a utilizar sus dotes diplomáticas para negociar una solución que fuera beneficiosa para ambas partes. Por suerte, tras una charla prolongada de más de 15 minutos entre la princesa y la profesora, terminaban volviendo a la piscina de niños, donde el agua apenas le llegaba al ombligo a la joven princesa.
Solo allí la princesa daba pie a que continuasen sus clases de natación, y muy a gusto flotaba, nadaba y chapoteaba sintiéndose segura. Mientras, la profesora aún se preguntaba cómo había sido convencida de nuevo de volver a aquella pequeña piscina.
La princesa es una gran nadadora —dijo la profesa una vez a los reyes— pero no se atreve a probar sus capacidades en agua profundas, a pesar de que no corre un peligro real. Así que puedo decir que no serán necesarias más clases, pues la princesa ya sabe nadar.
Ese día terminaron oficialmente las clases de natación, pero la princesa nunca se atrevió a nadar de nuevo. El agua profunda le daba terror, así que nunca iba a la playa, nunca iba al lago y jamás entraba en una piscina grande, solo en las de niños, pues era ahí el único sitio donde no sentía miedo.
Sin embargo, un día ocurrió algo que cambiaría para siempre a la princesa Sofía y que la haría perder su temor a nadar. Pepe, el cachorro real, cayó un día a la piscina grande (aquella que tanto asustaba a Sofía) por perseguir a una ardilla juguetona. Sofía intentó pedir ayuda, pero no había nadie cerca, así que tuvo que tomar una decisión:
¡Yo te salvaré, Pepe! —Gritó la princesa saltando al agua.
Al caer notó que flotaba con mucha facilidad y que al mover los pies y las manos a la vez podía desplazarse sobre el agua rápido, tan solo debía mantener la cabeza en alto. Y así nadó hasta el pequeño cachorro cogiéndolo con suavidad. Luego volvió al borde de la piscina y salió, totalmente empapada de agua.
—Hija, ¿qué ha pasado? —Preguntó su mamá, la reina, al ver el hermoso vestido de la princesa mojado y arrugado.
—He tenido que saltar porque era mi deber—dijo la princesa colocándose una mano en la cabeza y dejando a Pepe en el suelo — Todos los seres vivos del reino merecen mi atención, y gracias a este cachorro he podido superar mis temores.
¡Tranquila, está bien! —dijo su papá, el rey, riéndose con las ocurrencias de su niña.
Sofía también sonrió, y mirando a la piscina supo que a veces ser valiente no significa no tener miedo a las cosas, sino que significa en realidad tener miedo y aun así enfrentar los temores para ayudar a otros al tiempo que a nosotros mismos.