Había una vez una princesa llamada Isabel, de ojos verdes y rizos de color oro, que era malcriada e impaciente y no tenía buen trato con sus súbditos. La princesa siempre se molestaba por todo: si no le llevaban su comida a tiempo, si el agua de la bañera no estaba lo suficientemente caliente…, incluso se molestaba si las manzanas de su merienda no estaban dulces.
Pero sus fieles súbditos, que la querían mucho porque sabían que en el fondo era una princesa buena, la perdonaban diciendo:
—Si la niña Isabel supiera todo lo que hacemos para que ella sea más feliz, sería buena con nosotros.
Un día el hada madrina de Isabel quiso enseñarle una lección y, mientras dormía le lanzó un hechizo. Así, cuando la princesa se despertó no se encontraba en su palacio como de costumbre, sino en una pequeña choza, durmiendo en una cama de paja.
—¿Qué sucede aquí? —Preguntó la princesa al verse vestida con un simple vestido de lana y durmiendo en aquel lugar.
Y justo en ese momento se le apareció su hada:
—Hoy aprenderás una lección. Durante todo un día serás una sirvienta en el palacio, encargada de complacer a una princesa malcriada como tú. Y no intentes revertir el hechizo, te lo advierto. Nadie va a saber ahora quién eres y, si no cumples con lo que te digo, te quedarás así para siempre. —Dijo la madrina, tras lo cual desapareció.
Sin embargo, muy al contrario de lo que dijo el hada, Isabel intentó decirle a los guardias del palacio que la dejaran entrar, que ella era la auténtica princesa, a lo que ellos se rieron. Eso sí, la dejaron pasar al palacio como ella quería, pero porque al verla asumieron que debía trabajar allí. Entonces, al ver que sus súbditos no la reconocían, Isabel lloró y se sintió traicionada, pero decidió cumplir con los mandatos de su hada madrina. A fin de cuentas, solo iba a ser un día… ¡Pero qué día tan duro fue!
La nueva princesa era una niña muy parecida a ella, malcriada y acostumbrada a ser mala con sus sirvientes, y pronto lo sufrió en carne propia Isabel, la auténtica princesa. Como Isabel no sabía cocinar y tardó más de la cuenta en llevarle la comida, la nueva princesa se molestó mucho con ella.
Como no sabía encender el fuego se le hizo muy difícil calentar el agua y, cuando por fin lo logró, no tuvo suficiente tiempo para mantenerla caliente, por lo que el baño de la nueva princesa solo estaba tibio…y la nueva princesa se molestó mucho con Isabel por eso también.
Isabel ni siquiera sabía cómo cepillar el pelo, porque ella no se encargaba nunca de peinar sus propios rizos color oro, así que al ir a cepillar a la nueva princesa la hizo daño varias veces con múltiples tirones. Y tanto fue el enfado de la nueva princesa que no dudó en señalarla con el dedo y decirle que se fuera del palacio.
Isabel estaba muy triste y molesta con el hada, y aquel día se le había hecho una auténtica eternidad. Ya casi fuera del palacio y, al ver que no cumpliría con su cometido si se marchaba, no pudo sino rogarle a la nueva princesa que no la echara de allí y que aprendería lo que hiciera falta. Pero la nueva princesa, que era tan malcriada e impaciente como había sido la propia Isabel, no la escuchó y dijo que estaba despedida.
—Si la princesa supiera todo lo que hacemos por ella, sería mucho más buena con nosotros… —Dijo Isabel entre sollozos dirigiéndose a la pequeña choza.
Aquel día la auténtica princesa durmió sin cenar, cansada, pensando en que al día siguiente tal vez tendría que buscar un nuevo trabajo. Pero, para su sorpresa, a la mañana siguiente el hechizo se había roto y despertó de nuevo en su palacio, en su cómoda y bonita habitación.
De este modo, al verse sorprendida de nuevo en su hogar, Isabel sintió mucho agradecimiento hacia el hada y se dijo a sí misma que nunca volvería a ser mala e impaciente con sus sirvientes. Y lo cumplió, porque aquel día y muchos más ella misma se preparó su comida, se bañó con agua calentita y cepilló sus rizos dorados. Isabel había aprendido la lección y dejó de pedir ayuda porque sí, dando siempre gracias a todos por el esfuerzo y el trabajo que realizaban cada día.
Tanto y tanto se implicó que en toda la comarca ya decían: “¡Sabíamos que en realidad era buena nuestra princesa Isabel!”