En un reino muy, muy lejano, oculto entre grandes y frondosos bosques, vivía una princesa llamada Martina a quien le encantaba que le contaran historias. La pequeña princesa le pedía siempre a su mamá y a su papá, la reina y el rey, que le contaran historias.
La reina le contaba historias de cuando era una pequeña princesa, al igual que Martina, y de las cosas que hacía, como ir al lago, pasear a caballo o jugar al escondite con sus hermanas y sus primas. El rey, por su parte, le contaba a Martina las cosas que hacía cuando era un príncipe, como jugar a la pelota con su perrito o usar la armadura de su padre, el abuelo de Martina, que había sido rey antes que él.
Y cuando sus padres se quedaban sin historias, Martina recurría a los nobles de la corte o a los sirvientes del castillo, que también le contaban cuentos inspirados en cuando eran jóvenes o historias tradicionales de todos los lugares que habían visitado alguna vez. Todos disfrutaban contando historias a Martina, porque ella era muy buena escuchando y siempre se emocionaba con el relato, sin importar de quién fuera o de qué tratara.
El único problema era que a Martina no le gustaba oír historias solo durante el día, sino que también quería escucharlas por la noche, especialmente cuando era hora de ir a dormir. La verdad es que a la pequeña princesa no le gustaba irse a dormir, porque pensaba que aquello era muy aburrido y prefería mantenerse despierta escuchando las historias que todos tenían para contarle. Los reyes, los nobles y los sirvientes se divertían contándole historias a la princesa, pero sabían que no estaba bien que la princesa se saltara la hora de dormir, y la pequeña Martina nunca tenía suficiente.
Mucho intentaron los reyes hacer para que la princesa se quedara dormida temprano, sin necesidad de escuchar mil y una historias, pero no lo lograban. Parecía que la energía de Martina aumentaba al ocultarse el sol, en lugar de reducirse, lo que hacía difícil que pudiera cerrar sus ojos.
Pero un día a uno de los cocineros del palacio se le ocurrió una brillante idea. Aquel cocinero se llamaba José, era muy entrado en edad y también era muy sabio. Cuando se le ocurrió aquella idea se acercó a los reyes y les contó su plan para ayudar a la princesa a dormir. Los reyes estuvieron de acuerdo y, aquella noche, José visitó a la princesa para contarle una historia, pero no sería una historia cualquiera, no:
— ¿Qué historia me contarás hoy, José? —Le preguntó la princesa.
—Tengo una idea mejor, princesa. ¿Qué le parece si me cuenta usted una historia a mí? —Preguntó el anciano cocinero.
Y Martina dudó durante unos minutos… ¿contar ella una historia? ¿Y qué podía contar? Pero tras pensarlo un buen rato comenzó a contarle a José un cuento sobre una princesa:
«Esta era una princesa que vivía en un reino mágico y a la que le gustaban mucho las historias. La princesa siempre pedía a sus padres, a los nobles o a la gente que trabajaba en su castillo que narraran historias para ella, historias de cualquier cosa. Aunque a la princesa le gustaban especialmente las historias sobre aquellas cosas que todos hacían cuando eran niños…».
Y contando su propia historia Martina comenzó a bostezar bien temprano, prosiguiendo cada vez más lentamente con su relato:
«A esta princesa también le gustaba caminar por el bosque y visitar el lago, mirar los cisnes y lanzarles pan o correr junto a su perro… y no le gustaba dormir porque dormir era aburrido».
Y así Martina fue cerrando los ojos hasta que se quedó completamente dormida, y es que contar historias era bastante más duro y difícil que escucharlas. A partir de aquel día todas las noches la corte entera visitaba a Martina para que les contara alguna historia sobre princesas, sobre hadas, sobre magos o sobre caballeros, y de esta forma la pequeña se quedaba dormida cada vez más pronto narrando la misma historia cada noche a tantas personas.
Gracias a la excelente idea del cocinero José, Martina no solo pudo dormirse antes y mucho mejor, sino que también pudo descubrir que le gustaba más contar historias que escucharlas, algo que fue muy bueno para ella y para todos los que la querían, que al fin dejaron de trasnochar.