Había una vez un reino mágico, muy, muy lejos de aquí, en donde sucedían las cosas más extraordinarias. En aquel reino vivía una princesa llamada Adriana, de pelo rojizo, pecas en la nariz y ojos verdes como las hojas de los árboles. La princesa Adriana siempre cuidaba de su reino para que todos vivieran felices y contentos, y disfrutaba mucho con ello.
Aquel reino era mundialmente conocido por su deliciosa comida, pues ahí se hacían los mejores guisos, los mejores quesos, los mejores embutidos y las mejores golosinas… y como la comida era tan sabrosa todos siempre estaban contentos pues, como reza el dicho, «barriga llena corazón contento». Sin embargo, un día tristemente todo cambió con la llegada de un misterioso mago al reino.
El mago se llamaba Fulgencio y su magia era muy poderosa, pero no la usaba para bien. En pocos días comenzó a asustar con su magia a todos los habitantes: durante el día los asustaba y durante las noches volvía de nuevo a su hogar, que se encontraba en medio de un bosque que había a las afueras.
Con el pasar de los días todos los caballeros de armadura y espada que trabajaban en el castillo decidieron ir a enfrentar a Fulgencio, pero el mago era tan poderoso que los caballeros nunca lograban vencerlo y siempre terminaban volviendo derrotados y muy cansados. Así, una vez vencidos todos los caballeros del reino los habitantes comenzaron a pensar en abandonar aquel lugar para protegerse del mago Fulgencio. Entonces la princesa Adriana se conmovió mucho al ver la tristeza de su pueblo y se propuso hacer algo para poner fin a aquella terrible situación.
Un día, sin que nadie se diera cuenta, la princesa salió del castillo y puso rumbo al bosque para encontrar al mago. La princesa Adriana no llevaba ni espada ni armadura, pues pensaba que si todos los caballeros habían fallado lo más probable es que ella fallara también si intentaba enfrentarse al mago, pero no tenía miedo. De manera que, durante el camino, pensó mucho en cómo enfrentarse al mago de otra forma que no fuese por la fuerza.
Al llegar a los dominios de Fulgencio, Adriana no encontró al mago por ninguna parte. Caminó y caminó por el bosque de grandes árboles hasta que se encontró con una cueva, de la cual salía un olor no muy agradable. Entonces la princesa, cautelosa, se acercó un poco más y dentro se encontró al fin con el mago, que preparaba un guiso muy poco apetecible en una olla vieja. El mago Fulgencio tomó un sorbo de su guiso y su cara hizo una expresión graciosa, casi como un papel arrugado, porque lo cierto es que aquello no debía tener un sabor muy agradable. Y justo entonces el mago se dio cuenta de la presencia de la princesa Adriana:
— ¿Quién eres tú y qué estás haciendo en mis dominios? —Dijo Fulgencio visiblemente molesto.
—Soy la princesa Adriana —contestó ella firmemente—, y he venido a hablar contigo para que dejes de aterrorizar a mi reino.
— ¡Nunca lo haré! —Gritó el mago.
A la princesa entonces se le ocurrió una estupenda idea:
—Escucha… no he venido a enfrentarte, más bien he venido a hablar contigo y proponerte un trato. Si dejas de asustar a los habitantes de mi reino entonces te daré algo que podría interesarte.
Y el mago Fulgencio la miró receloso:
— ¡Yo soy un mago! El mago más poderoso de todo el mundo… ¿qué me puedes dar tú que mi magia no pueda darme? —Preguntó el mago con burla.
—Puedes ser el mago más poderoso del mundo —respondió la princesa—, pero no sabes cocinar, y estoy segura de que si comieras algo delicioso dejarías de estar tan molesto. Pero tienes suerte, porque en mi reino somos conocidos por nuestros deliciosos platos y, si dejas de asustar a mis súbditos, te prepararé un increíble banquete.
El mago Fulgencio miró su gran olla, que olía terrible y, con la mirada baja aceptó la propuesta de la princesa Adriana. Seguidamente la princesa condujo al mago hasta su reino y, en vez de ordenar a sus cocineros que prepararan un delicioso banquete, decidió prepararlo ella misma junto con la ayuda del mago, para así enseñarle a preparar una comida deliciosa. La princesa y el mago prepararon un delicioso pollo asado, un cocido de garbanzos, pescaditos y patatas fritas, y de postre un gran pastel relleno de crema batida. ¡Sin duda aquello era un verdadero festín!
El mago, que tenía mucha hambre, devoró toda la comida y al terminar se sentó con la barriga llena y una gran sonrisa… ¡Fulgencio había dejado de ser ese mago malhumorado que aterrorizaba al reino! ¡Tal vez solo tenía hambre y por eso chinchaba siempre a los demás! Y estaba tan agradecido con la princesa que pidió disculpas al pueblo entero. Tan feliz estaba por el banquete que le pidió permiso a la princesa para quedarse en el reino y aprender a cocinar.
Y así, un mago que había sido malvado durante mucho tiempo, dejó su malhumor a un lado y pidió disculpas. Porque siempre es mejor hablar que enfrentarse con malos modos a los demás… ¡llegando a acuerdos todos podemos terminar contentos y ser muy amigos!