Había una vez un científico que se había especializado en la construcción de robots androides, que eran muy parecidos a los humanos, pero nunca iguales a pesar de sus intentos.
Años de investigación habían consumido poco a poco al científico, que nunca había logrado que los androides fueran iguales a los humanos. Siempre había algo que era diferente, por lo que su trabajo nunca resultaba perfecto. Sin embargo, un día el científico fue consciente al fin de cuáles eran los fallos, y se decidió a resolver los problemas de fabricación de sus androides. Así, el científico terminó dando forma a uno nuevo, al que llamó Matías.
Matías terminó siendo como un hijo para el científico, que cuidaba del androide con gran cariño. Pero, aunque Matías era como los otros niños en el exterior, no era como los demás en su interior y no podía sentir emociones, por lo que nunca estaba feliz y nunca estaba triste, y tampoco podía sentir amor o afecto por las personas, ni siquiera por su padre.
Sucedió entonces que un niño nuevo llegó al vecindario. Su nombre era Jonás, y desde un primer momento quiso ser amigo de Matías, pues tenía su misma edad y le había parecido que podía ser alguien muy agradable.
—Vamos a jugar —decía a menudo Jonás, a lo que Matías solo asentía.
Así, pronto se hicieron amigos, si es que se puede decir que lo eran, pues Matías nunca lograba entender las cosas que hacía Jonás. No lograba entender cuando reía contento, no lograba entender cuando lloraba tras lastimarse, y no lograba entender tampoco las palmadas en la espalda que recibía de Jonás cuando metía un gol.
A su vez, Jonás tampoco entendía por qué su amigo siempre permanecía impasible y sin mostrar emociones, y solía pensar que era alguien muy tímido, sin más. En cualquier caso, y como siempre se divertía mucho con él, no le parecía que aquello fuese un impedimento para su amistad.
Pero la duda flotaba sobre la cabeza de Matías, que deseaba entender a su amigo, por lo que un día se acercó a quien tenía por su padre, el científico, contándole todas las inquietudes que tenía:
—Muchos años me llevó lograr crearte para que fueras igual a un niño como cualquier otro —le dijo el científico—, pero nunca pude lograr hacerte un corazón, por lo que no tienes emociones.
Tras escuchar las palabras del científico, Matías entendió que, si quería conocer las emociones, debía construirse el mismo un corazón. De este modo se puso manos a la obra y dedicó día y noche a trabajar para construir su propio corazón, hasta que por fin logró hacerlo y ponérselo en el pecho, tras lo que empezó a sentir cosas que nunca había sentido antes.
Ese mismo día, como solía suceder, Jonás se acercó para invitarle a jugar pero, para su sorpresa, su amigo Matías estaba muy cambiado, como con una gran sonrisa en el rostro:
—¡Estoy muy contento de ir a jugar contigo, Jonás! —dijo Matías entusiasmado.
Y aunque Jonás encontraba aquella nueva actitud algo extraña, también se sentía muy feliz de que su amigo disfrutara de su compañía, por lo que no dudó en jugar durante horas un día más.
A diferencia de otros días, sin embargo, ese día jugaron y se divirtieron como nunca. Cada vez que Jonás marcaba un gol, Matías saltaba y gritaba muy contento, celebrándolo como cualquier niño feliz, pero cuando el sol se puso y fue hora de volver a casa, Matías tuvo una sensación que no le gustó.
Entonces se despidió de su amigo Jonás y regresó a casa con su padre para poder contarle lo que le pasaba, y el científico se quedó maravillado con lo que Matías había conseguido, sintiéndose muy orgulloso por el androide. Así, tras felicitarle por su gran logro, el científico contó a Matías qué era eso que había sentido:
—Es normal sentirse triste de vez en cuando pasan cosas que no nos gustan, como cuando tu amigo vuelve a casa después de jugar y tenéis que separaros. Pero no te preocupes por eso, porque no es un sentimiento que dure para siempre, y verás que mañana, cuando vuelvas a jugar con tu amigo, dejarás de sentirte triste otra vez.
Pero Matías lo que quería saber realmente era por qué no podía sentirse siempre bien:
—Porque así es la forma en que nos sentimos las personas, y no es nada malo, porque si siempre fueras feliz la felicidad no tendría ningún valor.
Escuchando las palabras de su padre, el pequeño Matías se quedó pensativo. No obstante, al día siguiente, cuando apareció su amigo Jonás, se dio cuenta de que era cierto: ¡estaba muy contento de verle de nuevo y de poder jugar con él! ¡Cómo latía el corazón de Matías! Y es que, amiguitos, no está tan mal sentirse triste de vez en cuando, porque para que exista la felicidad tiene que existir la tristeza, y para que salga el arcoíris tiene que llover justo antes de que salga el sol.