Érase una vez un niño llamado Teodoro que era muy inteligente y alegre, aunque muchas veces se ponía muy triste porque, a pesar de sus ocho años, no era tan alto como el resto de sus amigos.
—Aun te quedan muchos años más para crecer —decía mamá siempre pacientemente.
Pero para Teodoro el tiempo pasaba demasiado lento, y él quería ser ya lo suficientemente alto como para alcanzar todos los estantes de la cocina, llegar hasta la parte superior de los pizarrones del cole, e incluso, ser increíblemente alto como para alcanzar también una canasta de básquet con tan solo un salto. Pero lo cierto es que aún era muy bajito y pequeño, y apenas lograba alcanzar el lavamanos del baño.
Un día, Teodoro escuchó la historia de un hombre que podía cambiar y verse del tamaño de una hormiga gracias a un extraño invento espacial, utilizado para hacer muy pequeñita la comida en los viajes de los astronautas. Esto emocionó tanto a Teodoro que se puso a investigar sobre cómo lograrlo, y pasó horas probando muchas cosas posibles que leía en los libros para lograr crear esa máquina espacial capaz de cambiar su altura, y ser al menos igual de buena que el artefacto del hombre hormiga. Así, cuando estaba a punto de darse por vencido, encontró la clave para hacer un brazalete en un libro que hablaba de cosas futuristas y científicas. ¡Era genial! ¡Al fin iba a ser tan alto como un árbol!
Con ayuda de sus padres, que eran ingenieros y le apoyaban en todo, Teodoro pudo al final construir su brazalete. Estaba realmente feliz con su brazalete casi espacial, y eso hizo que mientras lo construía se olvidase de incluir el botón para volver a su estado original una vez cambiado el tamaño. Pero no importaba, pues cuando se dio cuenta del error le quitó importancia: ¿quién iba a cansarse nunca de ser alto?
Así las cosas, una mañana de domingo Teodoro probó su inventó en el patio, y en un parpadeo su cuerpo se hizo tan alto que podía mirar hasta el mismísimo tejado de su propia casa:
—Vaya, hay que cambiar algunas tejas —dijo Teodoro, casi sin darse cuenta de su nuevo aspecto.
Aquel domingo, tras su cambio, todo fue diversión. En vez de ir al parque en coche con sus padres, Teodoro fue caminando, actividad que le llevó tan solo un par de minutos por su nueva gran zancada. Eso sí, no pudo correr demasiado por miedo a pisar a alguien, pero aun así se divirtió de lo lindo mirándolo todo. Además, Teodoro hizo volar una cometa azul y se asomó al cielo para adivinar las divertidas formas de las nubes. Pero no todo fue bueno, porque Teodoro se sintió aquel día un poco solo al verlo todo desde tan arriba, y no podía escuchar bien lo que le decían. Aun así, Teodoro se sintió muy feliz de ser tan alto, y es que… ¡se había cumplido su deseo!
Aquella misma noche tuvo que acampar en el jardín, pues era demasiado grande para entrar en su habitación, y a la mañana siguiente comenzaron los verdaderos problemas. Para empezar, su ropa del colegio ya no le servía y su desayuno no le llenaba la tripa ni un poco. Más tarde, en la escuela, le pidieron que escuchara la clase desde la calle, porque era muy grande para entrar en el aula. Pero lo peor de todo llegó a la hora del recreo, cuando todos sus amigos, que seguían siendo pequeños, se pusieron a correr y a jugar sin parar y él tuvo que quedarse sentado para no pisar a nadie ni causar desastre alguno por su gran altura.
— ¡Oh, no! ¡Odio ser tan alto, no puedo hacer nada! —se quejó Teodoro cuando llegó a casa.
—Pues antes te quejabas de que eras muy bajo —le recordó mamá—. ¿Ya has visto que no se trata de la altura sino de aceptarnos tal y como somos?
—Tienes razón, mamá —reflexionó Teodoro—, mi altura no tenía nada de malo. Aunque ahora no puedo volver a ser bajo porque no hice un botón en mi máquina mágica para volver a atrás.
—Creo que tendrás que destruir tu brazalete, tal vez así funcione —dijo preocupada mamá.
Teodoro miró entonces su brazalete y por un momento dudó, pues si lo destruía podría volver a ser pequeño pero no tendría la oportunidad de volver a ser alto de nuevo. Sin embargo, rápidamente recordó que con el tiempo crecería y ya no sería tan bajito, y pensó que en realidad le hacía más feliz seguir jugando con sus amigos con su altura original. De este modo, Teodoro sacó el brazalete, lo puso en el suelo y lo pisó con fuerza, volviendo a ser pequeño en un abrir y cerrar de ojos.
Jamás sintió Teodoro tanta dicha como la de aquel instante, pues fue capaz de valorar todo lo que tenía siendo tan pequeño, y no echó de menos nunca su brazalete mágico espacial. Eso sí, de lo que no tenía duda es de que aquel extraño invento… ¡le había hecho vivir una aventura de altura!