Hubo una vez, en una tierra lejana, un pueblo en el que todos los niños acostumbraban a salir a jugar durante horas y horas al río. Siempre regresaban de aquellas extensísimas horas de juego riendo y riendo a carcajadas pero sin decir por qué, lo que terminó despertando mucha curiosidad en los padres.
Por eso un día se decidieron todos a ir a recoger a los niños al río, en lugar de esperar a que volvieran, y pudieron observar que los niños se desviaban haca la cascada del río, donde habitaba un ser muy particular. Una enorme criatura se escondía debajo de aquella cascada, y era nada más y nada menos que… ¡un dragón! Sin embargo, aquel dragón no era como los que salían en las historias y fantasías que contaban siempre por los pueblos, que lanzaban llamas y atemorizaban a todo el mundo, sino todo lo contrario.
Aquel extraño dragón se veía muy manso y parecía estar encantado jugando con los niños sin parar. Pero los adultos no parecían estar demasiado convencidos de que el dragón no estuviese fingiendo para comerse después a los niños de un bocado, por lo que se fueron con mucho miedo llevándose a sus hijos con ellos y les prohibieron volver a ver al dragón.
Los niños se pusieron muy tristes porque todos querían seguir viendo a su gran amigo, al que daban manzanas para merendar; el que bebía grandes sorbos de agua del río para jugar y lanzárselos a los niños después como si fuera un elefante. Tras el castigo de los adultos todo era muy aburrido y triste, y gris. De nada servían las palabras de los niños ni sus comentarios acerca de las bondades del dragón, pues en realidad nadie escuchaba nunca a los niños cuando hablaban.
Pero no solo los niños sentían tristeza. El dragón, desde aquel día, no había vuelto a salir de su cueva, situada bajo la cascada del río, y nadie le había vuelto a visitar más. Tarde tras tarde el dragón se preguntaba donde estarían los niños con sus manzanas y con sus risas, y qué sería lo que les había podido pasar para no volver. Pero el tiempo pasaba y pasaba y de nada servían sus preguntas ni su preocupación, por lo que un día decidió dejar de llorar y abandonar su cueva.
El dragón, por primera vez en muchos años, se levantó del suelo y puso su pesado cuerpo a caminar, lo que hizo dando tumbos por su enorme peso. Una vez consiguió salir de la cueva del todo, y tras muchos intentos, el dragón pudo volver a volar como lo hacía antaño. Sus alas eran pequeñas, pero aún le servían para tomar impulso. El dragón vio a las aves danzar, vio a los caballos corriendo por los prados, y a las nubes chocar contra las montañas y deshacerse como el algodón…y así siguió hasta que encontró el principio del camino de tierra que los niños dejaban al ir hasta su cueva cada tarde.
Pero cuando los aldeanos vieron la sombra de algo gigante que se acercaba hacia ellos comenzaron a gritar, y todos los guerreros desenfundaron sus espadas para poder atacar a lo que parecía un horrible monstruo. Afortunadamente, y antes de que empezasen a volar flechas y piedras, el dragón bajó hasta la tierra, se sentó y agachó la cabeza. Al verle, los niños no podían parar de gritar de felicidad. ¡Era su dragón bonito! ¡El dragón de la cueva!
Al reconocerles el dragón se tumbó de espaldas y dejó que los niños treparan sobre su panza, jugando, saltando y cantando canciones que le hacían mover su enorme cola. Y en aquel instante los adultos pudieron comprobar por sí mismos que la enorme bestia no era un peligro ni una bestia, y que estuvo mal no escuchar a los niños cuando les dijeron que era bueno y que solo quería jugar. Aquel dragón había crecido solito en la cueva, pues se perdió en uno de los vuelos de su mamá, y no sabía lo que era ser malo ni lo que eran las bestias, tan solo sabía quiénes eran los niños y lo fantástico que era jugar durante horas con ellos.
Y entonces los adultos pidieron perdón al dragón, que en agradecimiento escupió un montón de agua de la cascada creando un grandioso y divertido tobogán en la plaza de aquel pueblo…, la tierra del dragón amigable.