Laura, una niña muy buena, se sentía muy triste y desconsolada porque sus padres no la dejaban jugar con los demás niños del pueblo. Decían que ella solo debía jugar con muñecas y que si salía se iba a ensuciar sus vestidos y los iba a estropear. Ella se enfadaba cuando escuchaba aquellas cosas, pero no podía hacer nada al respecto. Así que se dedicaba a mirar por la ventana cómo los demás jugaban al escondite, a las tres en raya, a espadachines, a las casitas… Mientras, ella se entretenía con una vieja muñeca que le había regalado su abuela hacía muchos años, y que estaba tan rotita que apenas podía jugar con ella.
Los mejores momentos para Laura eran cuando su madre le pedía que buscase frutas en un bosque cercano. Lo había hecho tantas veces que ya se sabía un montón de caminos secretos por los cuales poder encontrar las frutas más dulces de todo el pueblo, y gracias a ellas su mamá hacía los mejores pasteles. Pero tampoco podía corretear más de la cuenta en aquellos paseos para no mancharse, así que Laura casi siempre se dedicaba a pensar y a observar. Por eso un día vio algo que era mucho más que solo fruta…
Una tarde como otra cualquiera, paseando por uno de sus senderos secretos, la pequeña escuchó un grito que era casi imperceptible y que procedía de debajo de un árbol, cerca de sus raíces. El grito no sonaba como el de ningún animal que hubiera escuchado antes, por lo que decidió investigar. Quizá fuese un perrito perdido y malherido, por lo que lo podría coger y llevarlo a su casa para que descansara mientras encontraba de nuevo a su familia. ¡O una gallina que le diese huevos a mamá para sus ricos pasteles!
Pero lo que encontró cerca de las raíces no fue un perrito, sino un huevo enorme nada parecido al de las gallinas. Aquel huevo gigante tenía un pequeño agujerito por el que parecía salir el ruido que había escuchado, y pronto surgió de él un húmedo hocico que trataba de respirar a duras penas. Laura no sabía lo que era, pero el animal que estaba dentro parecía tener problemas para salir, por lo que cogió una piedra pequeña y empezó a romper la cáscara con ella, liberando de su interior a una especie de lagartija pegajosa.
Aquel animalillo la miró asustado, mientras ella se maravillaba con aquella criatura de color verde turquesa y un brillo tan dorado como el sol. Y cuando Laura contemplaba cómo surgían sus alitas… “¡Un momento! ¿Alaaaaas?”, dijo para sí la pequeña Laura desconcertada, “¡las lagartijas no tienen alas!”
Tras aquella importante reflexión Laura llevó a su nuevo amiguito a un sitio seguro para que nadie le viese y para poder darle un poco de agua con tranquilidad, un agua que el animal se bebió tan rápido que no pudo darle otra cosa que hipo, un hipo terrible de diferentes tipos que no expulsaba aire sino pequeñas bocanadas de fuego.
“¡Eres un dragón!” Dijo la pequeña Laura. Y su rostro se puso triste porque era la primera vez que veía un dragón y no sabía si podría tenerlo para siempre con ella, pues sus padres ni siquiera la dejaban jugar con los demás niños. Mientras, la pequeña lengüecilla del dragón le lamía las manos como en señal de amistad, y Laura se sintió muy agradecida y contenta. ¡Ella le había salvado la vida!
Para que nadie la descubriese o la regañase, Laura escondió al bebé dragón en una cueva que había en uno de sus caminos secretos del bosque, y allí iba cada día a darle comida, lo que le hizo ponerse muy grande en muy poco tiempo. Pero no importaba su tamaño, porque ambos disfrutaban de su amistad sincera y lo pasaban muy bien. Al fin la pequeña tenía a alguien con quien poder jugar y compartir sus cosas mientras cogía las frutas más dulces de todo el pueblo. De paso, el dragón, con su lengua escurridiza, le limpiaba siempre los vestidos para que parecieran nuevos y nadie descubriese nunca jamás su increíble secreto…