Hubo un día en el que, en un salón de clases, todos los niños se reían. Y aquellas risas tenían un motivo: ¡todos los niños tenían un secreto entre manos! Al parecer había una misteriosa mascota que iba de boca en boca con mucho cuidado, pues era muy importante que ningún adulto la descubriese.
Aquella mascota era pequeña, aunque podía llegar a convertirse en una mascota del tamaño de una casa, pero prefería no hacerlo para poder jugar mejor con los niños y así no asustarles. Era una mascota que, dado su habitual tamaño pequeñito, podía esconderse en las mochilas de los más pequeños, que se turnaban para llevarla a casa.
La misteriosa mascota, que era un precioso dragón, se había convertido en un amigo inseparable de todos los niños. A veces era verde y con muchas escamas. Otras su piel tornaba más a azul y parecía muy fría y escurridiza. Otras perdía el frío gracias a sus bocanadas de fuego, que venían francamente bien en los días de pleno invierno. Fuera como fuese, lo único que nunca cambiaba es la forma en la que el pequeño dragón protegía a sus amigos de cualquier villano o cosa mala que pudiese haber.
Cuando los adultos les preguntaban a los pequeños qué se traían entre manos todos reían y cuchicheaban entre ellos, pero no soltaban ni una palabra. Su amigo dragón se escondía siempre entre los árboles con mucho cuidado para que no le vieran, por lo que no era difícil guardar el secreto.
A veces, cuando se sentía a salvo, el dragoncito se tumbaba junto a todos los niños sobre la hierba del parque del colegio y podían ver las nubes, imaginando que volaban entre ellas. Cuando las nubes eran negras, el dragoncito bromeaba con echar bocanadas de fuego al aire y por eso se volvían de aquel color. Así, cada vez que desde las ventanas de la clase veían que el cielo se ponía oscuro, daban por hecho que el dragoncito ya estaba haciendo de las suyas o había escupido mucha agua para extinguir algún incendio. En la hora del recreo los niños soñaban con subirse a lomos del dragón, cantando y bailando, mientras éste se hacía tan grande como un edificio.
Aquel dragón era una mascota muy buena y amigable que disfrutaba mucho yendo de acá para allá y jugando con los más pequeños a cosas sencillas, como al escondite (aunque este juego no se le daba nada bien y siempre dejaba su larga cola al descubierto). A veces, para esconderse mejor, se volvía del tamaño de un lapicero y se escondía detrás del brick de leche o zumo que los niños disfrutaban en su rato de descanso. Y así, cuando alguien abría su bebida… ¡Sorpresa! Y a veces ya era tarde porque el goloso dragón ya se lo había bebido todo enviándolo a su panza regordeta.
Pero el dragón siempre era muy mimado por todos, a pesar de sus travesuras, por lo que siempre comía galletas, chocolates, frutas… todo lo que los niños llevaran podía probarlo sin problemas. ¡Hasta las tizas de colores de los maestros churrusqueaba como si fuesen golosinas! Por eso cada vez que se perdía algo en la clase decían que era por culpa de la mascota.
Aquel dragoncito no tenía nombre, pero siempre sabía cuándo era llamado y requerido por sus amigos. Cuando terminaba la clase de nuevo algún niño se lo llevaba a casa hasta el día siguiente, y así de nuevo volvía a suceder al otro sin ningún problema. Podían estar seguros de que nunca les fallaría si seguían con el mismo entusiasmo y con las mismas ganas de jugar y de compartir entre todos. No importa lo alto que volase o lo grande o pequeño que se hiciese…porque siempre estaba ahí. Y es que, amiguitos, la imaginación y el amor son dos cosas mágicas en la infancia, poderosas como el aliento del dragón, que nunca tienen fin.