Érase una vez un pueblo en lo alto de una gran montaña, a donde solo se podía llegar volando. Aquel pueblo era muy especial, pues era un pueblo de dragones.
Durante millones de años, generaciones y generaciones de dragones habían vivido en ese lugar, y todos los dragones que habían vivido allí habían aprendido, desde muy pequeños, a volar y a lanzar fuego por la boca. Todos, menos uno: Edmundo.
Edmundo era un dragón como cualquier otro: tenía alas y tenía escamas; tenía cuernos y tenía grandes dientes y colmillos; incluso podía volar por el cielo más rápido que cualquier ave. Pero Edmundo no podía lanzar fuego por la boca.
No es que no lo hubiera intentado. Al igual que sus amigos, desde muy pequeño a Edmundo se le enseñó cual era la técnica para lanzar fuego y cómo se debía apretar la barriga y dejar que saliera desde el fondo de su garganta. Pero lo cierto es que todos sus amigos lo aprendieron en poco más de una semana, y Edmundo seguía sin poder hacerlo. Es por eso que el profesor dragón, cuyo nombre era Teófilo, puso todos sus esfuerzos en enseñarle a Edmundo a lanzar fuego.
Intentaron todas las técnicas milenarias. Primero, Edmundo duró varios días sin lavarse los dientes, comiendo mucha cebolla y mucho ajo para que su aliento se volviera inflamable. Pero esto no funcionó y todo lo que ganó fue muy mal aliento.
Luego, el profesor Teófilo intentó el viejo truco del susto. Así, cada vez que Edmundo se descuidaba, el profesor lo asustaba. Pero el joven dragón todo lo que hacía era saltar del susto.
Por último, intentaron el truco de hacer que Edmundo se enfadara, porque es bien sabido que cuando los dragones se enfadan lanzan fuego por la boca, pero como Edmundo era un dragón muy bueno, nada de lo que pudiesen decirle le enojaba.
Tras el tercer fracaso, el joven dragón empezó a sentirse bastante triste. ¿Era verdaderamente un dragón si no podía lanzar fuego por la boca o era solo una lagartija voladora? No lo sabía. Lo que si sabía es que sus padres estarían muy decepcionados con él, porque no podía ser como los demás dragones del pueblo.
Un día, mientras caminaba solo pensando en estas cosas, otros dragones de un pueblo vecino, que siempre habían tenido rivalidad con el pueblo de Edmundo, se acercaron a decirle:
—Ahí va un dragón que no puede lanzar fuego por la boca. ¿Cómo puedes llamarte a ti mismo un dragón?
—Claro que soy un dragón.
—¿Ah, sí? Pues entonces pruébalo.
De nuevo, Edmundo intentó con todas sus fuerzas lanzar fuego, pero no tuvo éxito, y muy triste se sentó sobre la hierba. Como era primavera y había mucho polen, a Edmundo le empezó a picar la nariz. Entonces estornudó una, dos, tres veces…y cuando lanzó el cuarto estornudo, algo muy extraño salió de su boca:
—¡Es fuego blanco! —Gritaron los otros dragones.
—No es fuego —Dijo el profesor Teófilo, que había ido a buscar a Edmundo—, es hielo. ¡Edmundo es un dragón que lanza hielo por la boca! Por eso no podía lanzar fuego, porque su habilidad requiere una técnica diferente.
—Entonces… ¿no soy solo una lagartija con alas?
—¡Por supuesto que no! Eres un dragón como cualquier otro. Y, aunque no hubieras podido lanzar hielo ni fuego, aun lo seguirías siendo.
Al escuchar esto, Edmundo se sintió muy feliz, entendiendo por fin que no importa si eres diferente a los demás, sino cómo te sientes contigo mismo. Porque todos tenemos talentos y solo hay que descubrir cuáles son.
Y desde entonces, Edmundo es un dragón muy feliz que juega con todos los dragones de su pueblo y que ya nunca se deja intimidar por los dragones del pueblo vecino. Edmundo era un dragón distinto, pero igual de especial.