Un día como otro cualquiera, en un campo no muy lejano, una mariquita y una mariposa, grandes amigas, pasaban la tarde burlándose de una luciérnaga. La mariquita tenía unos colores vivos que alegraban mucho el campo, al igual que la mariposa, cuyas alas parecían teñidas de purpurinas. Presumidas por sus grandes cualidades físicas, no lograban ver con buenos ojos a una luciérnaga vecina y, por ende, no la querían como amiga.
Eres un bicho muy feo, vecina- Dijo la mariposa sin ningún pudor refiriéndose a su vecina luciérnaga.
Pero la luciérnaga no respondía a aquellos comentarios burlones y despiadados, ni se sentía humillada ni avergonzada por su aspecto poco llamativo. Ella vivía tranquila segura de sí misma. Tanto, que un día se atrevió a enfrentarse a la mariquita y la mariposa proponiéndoles un interesante plan.
Mañana por la noche voy a dar una vuelta por los prados. Me gustaría que vinierais vosotras también, pues tengo una sorpresa que daros.
La mariquita y la mariposa, que eran muy dadas a la curiosidad, decidieron aceptar la propuesta de la luciérnaga acudiendo veloces en la noche al prado al que se refería su vecina. Pero no lograban encontrar a la luciérnaga por ningún sitio. Pronto, sin embargo, un brillo extraordinario captó la atención de ambas. Sobre el cielo oscuro de la noche parecía verse una estrella muy cercana y con un resplandor brillante y precioso. La estrella pronto descendió posándose a los pies de la mariquita y la mariposa. ¡Cuál fue el asombro de las dos al observar que aquella estrella era en realidad la luciérnaga de la que tanto se habían burlado!
Avergonzadas, pidieron disculpas a la luciérnaga que las aceptó con mucho agrado, recordándoles mientras se marchaban que, la mayoría de las veces, las apariencias engañan.