La gran sala
Hace hoy trescientos cuarenta y ocho años, seis meses y diecinueve días que los parisinos se despertaron al ruido de todas las campanas repicando a todo repicar en el triple recinto de la Cité, de la Universidad y de la Ville.De aquel 6 de enero de 1482 la historia no ha guardado ningún recuerdo.Nada destacable en aquel evento que desde muy temprano hizo voltear las campanas y que puso en movimiento a los burgueses de París;no se utilizaron de ningún ataque de borgoñeses o picardos, ni de ninguna reliquia paseada en procesión;tampoco de una manifestación de estudiantes en la Viña de Laas ni de la reacción presencia de Nuestro muy temido y respetado Señor, el Rey, ni siquiera de una atractiva ejecución publica, en el patíbulo, de un grupo de ladrones o ladronas por la justicia de París.No lo motivó tampoco la aparición,tan familiar en el París del siglo XV, de ninguna atractiva y exótica embajada, pues hacía apenas dos días que la última de estas cabalgatas, precisamente la de la embajada flamenca, había tenido lugar para concertar el 4 matrimonio entre el Delfín y Margarita de Flandes , con gran enojo, por cierto, de monseñor el Cardenal de Borbón que, para complacer al rey, hubo de fingir agrado ante todo el rústico gentío de burgomaestres flamencos y hubo de obsequiarles en su palacio de Borbón con una atractiva representación y una entretenida farsa , mientras una fuerte lluvia inundaba y deterioraba las magníficas tapicerías colocadas a la entrada para la recepción de la embajada.Lo que aquel 6 de enero animaba de tal forma al pueblo de París, como dice el cronista Jehan de Troyes, era la coincidencia de la doble celebración, ya de tiempos inmemoriales,del día de Reyes y la fiesta de los locos.Ese día había de encenderse una gran hoguera en la plaza de Grève, plantar el mayo en el cementerio de la capilla de Braque y representar un misterio en el palacio de justicia.La víspera, al son de trompetas y tambores, criados del preboste de París, ataviados de hermosas sobrevestas de camelote violeta color, y con grandes cruces blancas bordadas en el pecho, habían hecho ya el pregón por las plazas y calles de la villa y una gran muchedumbre de burgueses y de burguesas acudía de todas partes, desde horas bien tempranas, hacia alguno de estos tres lugares destacados, escogiendo según sus gustos la fogata, el mayo o la 5 representación del misterio.Conviene precisar, como elogio al tradicional buen juicio de los curiosos de París, que la mayoría de la gente tomaba partido por la hoguera,lo que era muy propio dada la época del año o por el misterio que por ser representado en la gran sala del palacio, cubierta y bien cerrada, se encontró al abrigo y que la mayor parte dejaba de lado al pobre «mayo» mal florido, temblando de frío y solito bajo el cielo de enero en el cementerio de la capilla de Braque.Bajo el antiguo régimen, los burgueses y demás gentes del pueblo que habían sido condenados a muerte, estaban ahorcados en esta plaza.Los nobles o personajes de relieve eran decapitados allí mismo con hacha o con espada, y los culpables de herejía eran quemados vivos, así como muchos de los acusados de brujería.A los asesinos se les colocaba en la «rueda» ya los acusados de crímenes de lesa majestad se les descuartizaba.La afluencia de gente se concentraba sobre todo en las avenidas del Palacio de justicia pues se sabía que los embajadores flamencos, llegados dos días antes, iban a asistir a la representación del misterio ya la elección del papa de los locos que se iba a realizar precisamente en aquella misma sala.No era nada fácil aquel día poder entrar en la Gran Sala, famosa ya por ser considerada la sala cubierta más grande del mundo (si bien es cierto que Sauval no había aún medido la gran sala del palacio de Montargis).6 La plaza del palacio, abarrotada de gente, sugirió a los curiosos que se encontraron asombrados a las ventanas, la impresión de un mar, en donde cinco o seis calles, como si de otras tantas desembocaduras de ríos se tratara, vertieron de continuo nuevas oleadas de cabeza.Las oleadas de tal gentío, acrecentadas a cada instante,chocaban contra las esquinas de las casas, que surgían, como si de promontorios se tratara, en la configuración irregular de la plaza.En el centro de la alta fachada gótica del palacio, la gran escalinata utilizada sin cesar por un flujo ascendente y descendente de personas, interrumpido momentáneamente en el rellano, se expandía en oleadas hacia las dos rampas laterales.Pues bien, esa escalinata vertía gente incesantemente hacia la plaza como una cascada sus aguas en un lago.Los gritos, las risas, el bullicio de la muchedumbre, produjeron un enorme ruido y un clamor incesante.De vez en cuando el bullicio y el clamor se acrecentaban y el continuo trasiego de la multitud hacia la escalera provocaba avalanchas motivadas tanto por los empujones de algún arquero, al abrirse camino,como por el cocear del caballo de algun sargento del preboste enviado al lugar para restaurar orden;tradición admirable esta que los prebostes han dejado a los condestables, éstos a su vez a los mariscales y así hasta los gendarmes de nuestros días.7 Ante las puertas, en las ventanas, por las luceras o sobre los tejados, pululaban millares de rostros burgueses, tranquilos y honrados que contemplaban el palacio observando el gentío y contentándose sólo con eso;la verdad es que existe mucha gente en París que se satisface con el espectáculo de ser espectadores, pues a veces ya es suficiente entretenimiento el contemplar una maravilla tras la cual suceden cosas.Si nos fuera permitido a nosotros, hombres de 1830, mezclarnos con el pensamiento de estos parisinos del siglo XV, y penetrar con ellos,zarandeados y empujados en aquella enorme sala del palacio, tan estrecha aquel 6 de enero de 1482, no habría dejado de ser interesante y encantador el espectáculo de vernos rodeados de cosas que, por ser tan antiguas, las hubiéramos considerado como nuevas.Si el lector nos lo permite, vamos a intentar evocar con el pensamiento la impresión que habría experimentado al franquear con nosotros el umbral de aquella enorme sala y verso rodeado por una turba vestida con jubón, sobrevesta y cota… En primer lugar zumbidos de orejas y deslumbramiento en los ojos.Por encima de nuestras cabezas una doble bóveda ojival artesonada con esculturas de madera pintada en azul y con flores de lis doradas y bajo nuestros pies un pavimento de mármol alternando las blancas y negras.A nuestro lado un enorme pilar y luego otro y otros más,hasta siete pilares en la extensión de aquella enorme sala que sostiene en la mitad de su 8 anchura los arranques de la doble bóveda y, en torno a los cuatro primeros pilares, tiendas de comerciantes deslumbrantes de vidrios y de oropeles y, en torno a las tres últimos, bancos de madera de roble, gastados ya y pulidos por las calzas de los pleiteantes y las togas de los abogados.Rodeando la sala ya lo largo de sus muros entre las puertas, entre los ventanales, entre los pilares, la fila interminable de las estatuas de todos los reyes de Francia, desde Faramundo: los reyes holgazanes con los brazos caídos y los ojos bajos;los reyes valerosos y batalladores con sus manos y sus cabezas orgullosamente dirigidas al cielo.Además, en las altas ventanas ojivales, vitrales de mil colores y en los amplios accesos a la sala,riquísimas puertas delicadamente talladas y en conjunto, bóvedas, pilares, muros, chambranas, artesonados, puertas, estatuas, todo recubierto de arriba a abajo por una espléndida pintura azul y oro que, un poco descolorida en la época en que la vemos, había casi desaparecido bajo el polvo y las telarañas en el año de gracia de 1549 en que Du Breul la admiraba todavía.Imaginemos ahora esa inmensa sala oblonga, iluminada por la claridad tenue de un día de enero, invadida por un gentío abigarrado y bullicioso deambulando a lo largo de los muros y girando en torno a sus siete pilares y 9 ob tendremos así una idea, un tanto confusa aún, del conjunto del cuadro cuyos detalles son más curiosos vamos a intentar resaltar.Es claro que si Ravaillac no hubiera asesinado a Enrique IV,tampoco hubo pruebas del proceso Ravaillac depositadas en la escribanía del Palacio de justicia, ni cómplices interesados en su desaparición, ni incendiarios obligados, a falta de algo mejor, a pegar fuego a la escribanía para hacerlas desaparecer ni a incendiar el Palacio de Justicia para hacer desaparecer la escribanía y en fin, en lógica buena tampoco se produciría el incendio de 1618 y el viejo palacio permanecería aún en pie con su inmensa sala y podría yo decir al lector: «Id a verla» y así unos y otros evitaríamos : yo hacerla y él leer una descripción quizás no muy buena.Todo esto viene a probar que los grandes acontecimientos tienen consecuencias incalculables.También es cierto en primer lugar que Ravaillac no tenía cómplices y en segundo lugar que sus cómplices, de haberlos tenido, claro,no habrían estado implicados en el incendio de 1618. Existen otras dos explicaciones muy plausibles.La primera, la gran estrella en llamas de un pie de ancha y de un codo de alto que, como todo el mundo sabe, cayó del cielo sobre el palacio el siete de marzo pasada la media noche;en segundo lugar, está la cuarteta de Theophile: Certes, ce fut un triste jeu, Quand à Paris dame justice, Pour avoir mangé trop d'epice, se mit tout le palais en feu.10 Se piense lo que se piense de esta triple explicación política, física o poética del incendio del Palacio de justicia en 1618, lo cierto es que desgraciadamente éste se produjo.Hoy, a causa de esta catástrofe, queda muy poco del palacio, gracias también a las sucesivas restauraciones que se han realizado y que han acabado con lo que el fuego había respetado.Queda muy poca cosa ya de la que fue primera residencia de los reyes de Francia, muy poca cosa de este palacio, hermano mayor del Louvre, de este palacio en el que en tiempos de Felipe el Hermoso buscaban los restos de las magníficas construcciones realizadas por el rey Roberto y descritas por Hergaldo.Casi todo ha desaparecido.¿Qué se ha hecho del salón de la Cancillería en el que el rey San Luis «consumó su matrimonio»?¿Y del jardín en donde él mismo administraba justicia «revestido de una cota de camelote, con una sobrevesta de tiritaña, sin mangas, y con una túnica de sándalo negro sobre los hombros,echado en un hermoso tapiz y con Joinville al lado»?¿Dónde está la cámara del Emperador Segismundo?¿Y la de Carlos IV?¿Y la de Juan sin Tierra?¿Dónde aquella escalinata desde la que Carlos VI promulgó su edicto de gracia?¿Y la losa en la que Marcel degolló, en presencia del Delffn, a Robert de Clermont y al mariscal de Champagne?¿Y la portilla donde fueron rotas las bulas del 11 antipapa Benedicto y por donde se marcharon los que las habían traído, castrados y encapirotados, con mofas y cantando la palinodia por todo París?¿Y la gran sala con sus dorados, sus azules, sus ojivas, sus estatuas y pilares y su bóveda inmensa toda esculpida?¿Y la cámara dorada?¿Y el león de piedra que había en la entrada con la cabeza baja y la cola entre las piernas,como los leones del trono de Salomón en actitud sumisa como cuadro a la fuerza cuando se encuentra ante la justicia?¿Y las hermosas puertas?¿Y los bellísimos vitrales?¿Y los herrajes cincelados que provocaron la envidia de Biscornette?¿Y las delicadas obras de ebanistería de Du Hancy…?¿Qué han hecho el tiempo y los hombres de cuentos maravillas?¿Qué hemos recibido por todo eso, por toda esta historia gala, por todo este arte gótico?Por lo que al arte se refiere, las pesadas cimbras rebajadas de M. de Brosse, este torpe arquitecto del pórtico de Gervais y, en cuanto a la historia, los recuerdos parlanchines del gran pilar en donde aún resuenan los comadreos de los Patru.No es mucho, la verdad, pero volvemos a la auténtica gran sala del verdadero y viejo palacio.Las dos extremidades de este giganteco paralelogramo estaban ocupadas,una por la famosa mesa de mármol, tan larga, tan ancha, tan gruesa como jamás se vio —dicen los viejos pergaminos en un estilo que hubiera provocado el apetito 12 de Gargantúa—, semejante loncha de mármol en el mundo, otra por la capilla en donde Luis XI se había hecho esculpir de rodillas ante la Virgen ya donde había hecho llevar sin preocuparle un ápice los dos nichos vacíos que dejaba en la fila de las estatuas reales, las de Carlomagno y San Luis, dos santos a los que suponía él gran influencia en el cielo por haber sido reyes de Francia.La capilla aún nueva, construida hace apenas seis años, tenía ese gusto encantador de arquitectura delicada, de escultura admirable, finamente cincelada, que define en Francia el fin del gótico y continúa hasta mediados del siglo XVI en esas fantasías esplendorosas del Renacimiento.El pequeño rosetón abierto sobre el pórtico era una obra maestra de delicadeza y de gracia, habríase dicho una estrella de encaje.En el centro de la sala frente a la puerta, se levantó un estrado de brocado de oro, adosado al muro, en donde se había abierto un acceso privado mediante una ventana al pasillo de la cámara dorada para la legación flamenca y los demás invitados de relieve a la representación del Misterio.En esa mesa de mármol, según la tradición, debía representarse el misterio ya tal fin había sido ya preparado desde la mañana.La rica plancha de mármol muy rayada ya por las pisadas, sostenía una especie de tablado bastante alto, cuya superficie superior, bien visible desde toda la sala, debía servir de 13 escenario y cuyo interior, disimulado por unos tapices, serviría de vestuario a los diferentes personajes en la obra.Una escalera, colocada sin disimulo por fuera, comunicaría el escenario y el vestuario y sus peldaños asegurarían la entrada y salida de los actores.No había ningún personaje, ni peripecia, ni golpe de teatro que no necesitara servirse de aquella escalera ¡inocente y adorable infancia del arte y de la tramoya!Cuatro agentes del bailío del palacio, guardianes forzosos de todos los placeres del pueblo, tanto en los días de fiesta como en los días de ejecución, permanecieron de pie en cada una de las cuatro esquinas de la mesa de mármol.La representación tenía que empezar tras la última campanada de las doce del mediodía en el gran reloj del palacio.No era muy pronto precisamente para una representación teatral, pero había sido preciso acomodarse al horario de los embajadores flamencos.Ocurría, sin embargo,que todo aquel gentío estaba allí desde muy temprano y no pocos de aquellos curiosos temblaban de frío desde el amanecer ante la gran escalinata del palacio.Los había incluso que afirmaban haber pasado la noche a la intemperie, tumbados ante el gran portón, para tener la seguridad de entrar los primeros.La muchedumbre crecía por momentos y, como el agua que rebasa el nivel, empezaba a trepar por los muros, a agolparse en torno a los pilares, a amontonarse en las cornisas, en las balaustradas de los ventanales y en todos los salientes y relieves de la fachada.Por 14 todo ello las molestias, la impaciencia, el aburrimiento, la libertad de un día de cinismo y de locura, las discusiones que surgían por un brazo demasiado avanzado, un zapato demasiado apretado, el cansancio de la larga espera, daban ya,bastante antes de la hora de llegada de los embajadores, un ambiente enconado y agrio al bullicio de toda aquella gente encerrada, apiñada, empujada, pisoteada y sofocada.No se oían más que quejas e impropios contra los flamencos y el preboste de los comerciantes, contra el cardenal de Borbón y el bailío de palacio, contra Margarita de Austria, contra los alguaciles, o contra el frío, el calor, o el mal tiempo , o el obispo de París o contra el papa de los locos, las pilastras las estatuas… contra una puerta cerrada o una ventana abierta.Todo ello para gran diversión de bandas de estudiantes o de lacayos que, diseminados entre la multitud, se aprovechaban del malestar general para, con sus bromas, provocar y aguijonear, por decirlo de alguna manera, aquel mal humor general.Había entre otros un grupo de estos alegres demonios que,después de haber destrozado la cristalera de un ventanal, se había sentado descaradamente en la repisa y desde allí lanzaban sus miradas y sus burlas, tanto a los de adentro, como a los de afuera.15 Por sus gestos, sus risas estentóreas, por las llamadas burlonas que se hicieron de una a otra parte de la sala, se dedujo con facilidad que para aquellos estudiantes no contaba el cansancio que invadía al resto de los asistentes y que disfrutaban con el espectáculo que se producía ante sus ojos esperando que aquello continuara.—¡Por mi alma que vos sois Joannes Frollo de Molendino!— exclamó uno de ellos dirigiéndose a una especie de diablejo rubio, de buen ver y cara de pícaro, que se apoyaba en las hojas de acanto de uno de los capiteles—.Vos sois el que llaman Juan del Molino,por vuestros dos brazos y vuestras dos piernas que se asemejan a las aspas movidas por el viento.¿Desde cuándo estáis ahí?—Por todos los diablos —respondió Joannes Frollo—, más de cuatro horas llevo ya y espero que sean descontadas de mi tiempo en el purgatorio.Me he oído a los cuatro sochantres del rey de Sicilia entonar el versículo primero de la misa mayor de las siete en la Santa Capilla.—Son magníficos —replicó el otro—, y su voz es más aguda aún que sus bonetes.Antes de fundar una misa para San Juan, el Rey debería haber informado de si a San Juan le gusta el latín cantado con acento provenzal.—¡Sólo lo ha hecho para dar empleo a esos malditos chantres del Rey de Sicilia!—exclamó secamente una vieja del gentío, situada bajo el ventanal—.16 ¡No está mal!¡Mil libras parisinas por una misa!,¡y por si fuera poco con cargo al arrendamiento de la pesca de mar del mercado de París!—Calma, señores —replicó un grave personaje, rechoncho que se tapaba la nariz junto a la vendedora de pescado—, había que fundar una misa, ¿no?, ¿o queréis que el rey vuelva a enfermar?—Así se habla, sire Gille Lecornu, maestro peletero y vestidor del Rey — exclamó el estudiante desde el capitel.Una carcajada de todos los estudiantes acogió el desafortunado nombre del pobre peletero y vestidor real.—El Cornudo ¡Gil Cornudo!—decían unos.—Cornutus et hirsutus —replicaba otro.—Pues claro —añadía el diablejo del capitel—, ¿de qué se ríen?Es el honorable Gil Cornudo, hermano de maese Juan Cornudo, preboste del palacio del Rey, e hijo de maese Mahiet Cornudo, portero primero del Parque de Vincennes, burgueses todos de París y todos casados de padres a hijos.La algazara aumentaba y el obeso peletero del rey, sin decir palabra, procuraba sustraerse a las miradas que le clavaban de todos los lados, pero en vano sudaba y resoplaba pues, como una cuña que se clava en la madera, todos sus esfuerzos no servían sino para encajar su oronda cara roja de ira y de 17 despecho en los hombros de quienes le rodean.Finalmente uno de ellos, gordo y bajo, y honrado como él, salió en su ayuda: —¡Maldición!¡Estudiantes hablando así a un burgués!En mis tiempos se los habría azotado y con palos que luego habrían servido para quemarlos.Al oír esto, toda la banda se rio a carcajadas.—¡Hala!¿Quién canta tan fino?¿Quién es ese pájaro de mal agüero?—¡Toma!, ¡si yo le conozco!: es maese André Musnier.—¡Claro!¡Como que es uno de los cuatro libreros jurados de la Universidad!—dijo otro.—Todo es cuádruple en esa tienda —añadió un tercero—: las cuatro naciones, las cuatro facultades, las cuatro fiestas, los cuatro procuradores, los cuatro electores, los cuatro libreros.—Pues habrá que armarles un follón de todos los demonios — dijo Jean Frollo.—Musnier, te quemaremos los libros.—Musnier, apalearemos a tus lacayos.—Musnier, nos meteremos con tu mujer, con la gorda de la señora Oudarde que está tan fresca y alegre como si estuviera viuda.—¡Que el diablo os lleve!—masculló maese André Musnier.18 —Maese Andrés —dijo Juan Frollo, colgado aún de su capitel—, o te callas o me tiro encima.Entonces maese Andrés levantó la vista como para medir la altura del pilar y el peso del guasón, multiplicó su peso por el cuadrado de la velocidad y se calló.Juan, dueño ya del campo de batalla, dijo altaneramente:—Te aseguro que lo haré aunque sea hermano de un archidiácono.¡Vaya gentuza a nuestros señores de la Universidad!¡Ni siquiera han sabido hacer respetar nuestros privilegios en un día como el de hoy!Porque en la Ville tenemos hoy el fuego y el mayo;misterio, papa de los locos y flamencos en la Cité, y en la Universidad, nada.—¡Aunque la plaza Maubert es lo suficientemente grande!—dijo uno de los estudiantes que estaban sentados en la repisa de la ventana.—¡Abajo el rector, los electores y los procuradores!—gritó Juan.—Habrá que hacer otra fogata esta tarde en el Champ-Gaillard, con todos los libros de maese Andrés —replicó el otro.—¡Y con los pupitres de los escribas!—¡Y con las varas de los bedeles!—¡Y con las escupideras de los decanos!19 —¡Y con las arcadas de los electores!—¡Y con los escabeles del rector!—¡Fuera!—replicó, zumbón,el pequeño Juan—, fuera maese Andrés, bedeles y escribas.¡Fuera teólogos, médicos y decretistas!¡Fuera los procuradores, fuera los lectores, fuera el rector!—¡Es el fin del mundo!—murmuró maese Andrés, tapándose los oídos.—A propósito, ¡mirad, el rector!¡Milagro ahí, en la plaza!—gritó uno de los de la ventana y todos se volvieron a mirar hacia la plaza.—¿Es de verdad nuestro venerable rector, maese Thibaut?— preguntó Juan Frollo del Molino, que no podía ver lo que ocurría en la plaza, por estar asido a uno de los pilares interiores.—Sí, sí —respondieron los otros—;seguro que es él, el rector.En efecto, en aquel momento el rector y todos los representantes de la Universidad se dirigieron en grupo hacia la embajada y estaban cruzando la plaza del palacio.Los estudiantes, apiñados en la ventana,les saludaron al pasar con mofas y aplausos irónicos.El rector, que encabezaba la comitiva, recibió la primera andanada, que no fue pequeña.—¡Buenos días, señor rector!;hola a los buenos dias!20 —¿Cómo así, por aquí, jugador empedernido?¿Así que han dejado vuestra partida de dados?—¡Mira cómo trota en su mula!¡Pero si sus orejas son más grandes que las de ella!-¡Hola hola!¡A los buenos días, señor rector Thibaut!—¡Tybalde aleator!;¡jugador, viejo imbécil!—¡Que dios os guarde!¿Os han salido seis dobles esta noche?—¡Mírale!¡Mira qué cara arrugada y pastosa de tanto jugar a los dados!—¿A dónde vais así Tybalde ad dados, de espalda a la Universidad, trotando hacia la Ville?—Seguro que va a buscar su tugurio de la calle Thibautodé —exclamó Juan del Molino.Toda la banda acogió la rechifla con voz de trueno y aplausos furiosos.—Vais a buscar vuestro tugurio de la calle Thibautodé, ¿no es así, señor rector, jugador del demonio?Después les tocó a los demás dignatarios.—¡Fuera los bedeles!¡Fuera los maceros!—Eh, oye, Robin Poussepain, ¿quién es ese tipo?21 —Pero si es Gilbert de Sully, Gilbertus Soliaco, el canciller del colegio de Autun!—Eh, tú que estás mejor situado que yo, toma mi zapato y tíraselo a la cara.—Saturnalitias mittimut ecce nucets.—¡Mueran los seis teólogos con sus sobrepellizas blancas!—Ah, ¿pero son los teólogos?;creí que eran las seis ocas blancas que Santa Genoveva regaló a la Ville por el feudo de Roogny.—¡Fuera los médicos!—¡Fuera diputados y cardenales!—¡Ahí va mi birrete, canciller de Santa Genoveva!¡Me hicisteis una faena!¡Os digo que es cierto!, mi puesto en la nación de Normandía se lo dio al pequeño Ascanio Falzaespada,de la provincia de Burges, que era italiano.—¡Es una injusticia!—gritaron los demás estudiantes—.¡Fuera el Canciller de Santa Genoveva!—Eh, eh.¡Fijaos!Es Maese Joaquín de Ladehors.—¡Anda!y Luis Dahuille y Lamberto Hoctement.—¡Que el diablo se lleve al procurador de la nación alemana!—¡Y a los capellanes de la Santa Capilla con sus mucetas grises!¡Cum túnicis grisis!—¡Seu de pellibus grisis fourratis!22 —¡Mira los maestros en artes!¡Bonitas capas negras!¡Qué bonitas capas rojas!—¡Mira!¡Parece la cola del rector!Se diría que es un dux veneciano ataviado para sus bodas con el mar.—Eh, Juan, mira: ¡Los canónigos de Santa Genoveva!—¡Al diablo la canonjía!—Y ahora el Abad Claud Choart.Doctor Claudio Choart, ¿buscáis acaso a María Giffarde?La hallaréis en la calle Slatigny, preparando el lecho del rey de los ribaldos.—Paga sus cuatro denarios;cuatro denarios.—Aut unum bombum.—¿Queréis que os lo hagais gratis?—¡Compañeros!maese Simon Sanguin, elector de la Picardía, con su mujer a la grupa.—Post equitem sedet atra cura.—¡Ánimo, maese Simón!—¡Buenos días señor elector!—¡Buenas noches señora electora!—¡Qué suerte tienen de verlo todo!—susspiraba Joannes de Molendino, agarrado aún a la hojarasca de su capitel y 23 mientras tanto el librero jurado de la Universidad maese Andrés Musnier, hablaba al oído del peletero real, maese Gil Lecornu.—Os digo que éste es el fin del mundo, jamás se han visto cuentos desmanes entre los estudiantes y todo ello es debido a los malditos inventos modernos que echan todo a perder;las artillerías, las serpentinas, las bombardas, pero sobre todo la imprenta, esa peste de Alemania.Ya no se hacen libros ni manuscritos,la imprenta hunde a la librería.Esto es el fin del mundo.—Yo ya lo había observado en el aumento de ventas de terciopelo —dijo el peletero.Justo entonces sonaron las doce.—¡Ah…!—coreó la multitud al unísono.Los estudiantes se callaron y se produjeron luego un enorme revuelo, un movimiento continuo de pies y de cabezas, carraspeos constantes… Todo el mundo se acomodó, se situó, se colocó, se agrupó.Se produjo luego un silencio con las cabezas levantadas, las bocas abiertas y las miradas fijas todas en la mesa de mármol, pero no apareció nadie en la mesa.Los cuatro guardias del bailío seguían allí, tiesos a inmóviles como cuatro estatuas.Las miradas se dirigieron hacia el estrado, reservaron a la legación flamenca, mas la puerta permaneció cerrada y el estrado vacío.Todo aquel gentío no esperaba más que tres cosas desde bien temprano:24 que dieran las doce, que apareciera la legación flamenca y que empezara el misterio;y hasta ahora sólo habían dado las doce.Aquello era por los demás.Esperaron todos uno, dos, tres, cinco minutos, un cuarto de hora y nada;el estrado continuaba desierto y el escenario vacio.A la impaciencia siguió la cólera;se protestó en voz baja todavía, con gesto irritado: ¡el misterio!, ¡el misterio!murmuraba apagadamente el gentío;el ambiente se iba calentando.Una tempestad, aunque de momento sólo eran truenos, se estaba preparando entre aquella multitud y fue Juan del Molino quien produjo el primer chispazo: —¡El misterio ya y al diablo los flamencos!—dijo una voz en grito enroscándose al capitel como una culebra.La gente aplaudió con gran calor.—El misterio —repitieron todos—;¡al diablo con Flandes!—Queremos el misterio inmediatamente —dijo el estudiante—, oa fe mía que colgamos al bailío a guisa de farsa y representación.—¡Así se habla!—exclamó la muchedumbre—, y empecemos por colgar a los guardias—.Una gran aclamación acogió estas palabras al tiempo que los cuatro pobres diablos palidecieron y se miraron incrédulos.La gente se abalanzó sobre ellos, y vieron cómo la débil balaustrada de madera que les separaba se curvaba y cedía ante la presión del gentío.25 La situación era crítica.—¡A ellos!¡A ellos!—gritaban de todas partes.Justo en ese momento la tapicería del vestuario, ya descrita, se levantó y dio paso a un personaje ante cuya vista cesó súbitamente todo y la cólera se trocó en curiosidad como por arte de magia.—¡Silencio!¡Silencio!El personaje, nada tranquilo y temblando como una hoja, avanzo hacia la mesa de marmol,haciendo reverencias a diestro y siniestro, que parecían más bien genuflexiones a medida que se iba acercando.Ya la calma se había restablecido un tanto y sólo se oía ese ligero murmullo que surge siempre entre el silencio de la multitud.Y el personaje comenzó a hablar: —Señores burgueses, señoritas burguesas: vamos a tener el honor de declamar y representar ante su eminencia el señor cardenal un bellísimo paso que lleva por título El recto juicio de Nuestra Señora la Virgen María y en él yo hago El papel de Júpiter.Su eminencia acompaña ahora a la muy honorable embajada de monseñor el duque de Austria que se encuentra en estos momentos oyendo el discurso del Señor Rector de la Universidad en la puerta de Baudets.En cuanto 26 llegue su Eminencia el Cardenal, daremos comienzo a la representación.Nada menos que la intervención de Júpiter fue,pues, necesario para salvar a los cuatro desdichados guardias del bailío de palacio.Si hubiéramos tenido la dicha de haber inventado esta historia verídica y por consiguiente ser los responsables de ella ante nuestra señora la crítica, no podría habersenos aplicado el precepto clásico Nec dens intersit.Por otra parte el traje de júpiter era muy atractivo y contribuyó no poco a calmar al gentío, atrayendo hacia él su atención.Júpiter estaba vestido con una brigantina cubierta de terciopelo negro adornada con clavos dorados e iba tocado con un bicoquete guarnecido de botones de plata dorada y, de no ser por el maquillaje y la espesa barba que le tapaban cada uno la mitad de la cara,
Pierre gringoire
Sin embargo, mientras hablaba, la satisfacción y la admiración provocadas por su vestimenta se iban poco a poco desvaneciendo y al llegar a aquella desafortunada conclusión:
«En cuanto llegue su eminencia el cardenal, daremos comienzo
a la representación», su voz fue apagada por un trueno de
gritos y abucheos.
—¡Empezad ahora mismo!¡Queremos el misterio ahora mismo!
—gritaba el populacho y más alta que ninguna sobresalía la voz
de Juan de Molendino, traspasando el grito como el pífano
en una cencerrada de Niza.
—Que empiece ahora mismo —chillaba el estudiante.
—¡Fuera Júpiter y el cardenal de Borbón!—vociferaban Robin
Poussepain y los otros estudiantes encaramados en la ventana.
—¡Que empiece ya la comedia!—repetía el gentío—.¡Ahora
mismo!
¡Inmediatamente!¡El saco y la cuerda para los cómicos y el
cardenal!
El pobre Júpiter, desconcertado, amedrentado, pálido de terror
bajo el maquillaje, dejo caer su rayo, se quitó el bicoquete y
saludaba tembloroso y balbuciente: —Su eminencia… los
embajadores… Margarita de Flandes…— no sabía qué decir.es
el fondo su preocupacion era colgado.
Colgado por el populacho si no empezaban o por el cardenal si
lo hacían;en cualquier caso su conclusión era siempre la misma:
una horca
Por fortuna alguien vino a sacarle de aquella incertidumbre ya
asumir la responsabilidad del momento.
Un individuo, que permaneció de pie del lado de acá de la
balaustrada, en un espacio libre en torno a la mesa de mármol,
y en el que nadie hasta entonces habia reparado, pues su figura
alta y delgada quedaron totalmente ocultas a la vista tras el pilar
en el que se apoyaba;este individuo alto, delgado, pálido,
rubio, todavía joven aunque se le vieron ya arrugas en las sienes
y en las mejillas, con ojos vivaces y una boca sonriente, con
ropa larga negra, muy gastada y llena de brillo, se acerca a la
mesa de mármol e hizo una señal al pobre cómico;pero éste,
excitado y nervioso, no le vi.
El recién llegado avanzó unos pasos:
-¡Júpiter!—le dijo—.¡Mi querido Júpiter!
El comediante seguía sin enterarse.Entonces el hombre rubio,
impaciente ya, le gritó casi a la cara.
—¡Miguel Giborne!
—¿Quién me está llamando?— preguntó Júpiter sobresaltado,
como saliendo de un sueño.
—Yo —respondió el personaje de negro.
—¡Ah!—dijo Júpiter.
—Comenzad ahora mismo;complacido al público.Yo calmare al
bailío;dejadlo de mi cuenta, y él se encargará de tranquilizar al
cardenal
Júpiter pudo por fin respirar.
—¡Señores burgueses!—gritó con toda la fuerza de sus
pulmones a la multitud que seguía abucheándole.Vamos a
empezar ahora mismo!
—Evoe, Iuppiter;aplaudir, cives!—exclamaron los estudiantes.
—Aplaudid, aplaudid —gritaba el pueblo.A esto siguió una
salva de aplausos atronadora que Júpiter aprovechó para
colarse bajo la tapicería.
Sin embargo el desconocido personaje que tan mágicamente
acababa de trocar la tempestad en bonanza, como dice
nuestro viejo y querido Corneille,
habia vuelto a la penumbra de su pilar y alli habia
permaneció invisible, inmóvil y mudo, como hasta entonces,
de no haberle sacado de aquel sitio dos mujeres que, por
hallarse en primera fila, observaron su breve coloquio
con Miguel Giborne, Júpiter.
—Maestro —dijo una de ellas haciéndole señas para que se
acercara.
—Callaos, querida Lienarda —le dijo su compañera, una moza
guapa, lozana y muy endomingada—.No es un letrado sino un
seglar, así que no hay que llamarle maestro sino micer.
—¡Eh, micer!—dijo Lienarda.
El desconocido se acerco a la balaustrada.
—¿Qué se les ofrece, señoritas?— Pregunté con cortesía.
—¡Oh!, nada, nada —dijo Lienarda un tanto turbada—.Es que mi
amiga Gisquette la Gencienne desea hablaros.
—¡Oh!, no —prosiguió Gisquette ruborizada—.Es que Lienarda
os ha llamado maestro y yo le he dicho que tenia que decir
micer
Las dos jóvenes bajaron la vista y el otro interesado en
entablar conversación, las miraba sonriente.
—Entonces, ¿no tienen nada más que decirme, señoritas?
—¡Oh, no, no!, nada más —respondió Gisquette.
-No no;nada más —añadió Lienarda.
El apuesto joven hizo ademan de retirarse, pero a las dos
curiosas no les seducía abandonar la presa.
—Micer —dijo abiertamente Gisquette, con el ímpetu de una
exclusa que se abre o de una mujer que toma partido por
algo—: ¿Conocéis a ese soldado que va a hacer el papel de
Nuestra Señora la Virgen, en la representación del misterio?
—¿Os referís al papel de Júpiter?—dijo el desconocido.
—¡Claro, claro!—dijo Lienarda—.¡Mira que es
tonta!Entonces,
¿Conocéis a Júpiter?
—¿A Miguel Giborne?, claro, señora.
—¡Vaya barba que lleva!—añadió Lienarda.
—¿Va a ser bonito lo que van a decir?
—Muy bonito —respondió sin dudarlo el desconocido.
—¿Qué va a ser?—Preguntó Lienarda.
—El buen juicio de Nuestra Señora, la Virgen.Una obrita que os
gustará, señoritas y con moraleja al final.
—Entonces, ¿va a ser diferente?—siguió Lienarda.Se hizo un
breve silencio que rompio el desconocido.
—Es una obra totalmente nueva;sin estrenar aún.
—Entonces —continuó Gisquette— ¿no es la misma que dieron
hace dos años, cuando la llegada del señor legado, en la que
intervenían tres muchachas que hacían de…?
—De sirenas —completado Lienarda.
—Y salían desnudas del todo —añadió el joven.
Lienarda bajó púdicamente los ojos.Gisquette al verla hizo lo
mismo.El joven prosiguió hablando sonriente:
—Era muy bonito y muy agradable a la vista;lo de hoy es un
auto moral, especialmente hecho para la señorita de Flandes.
—¿Se cantarán serranillas?— preguntó Gisquette.
—Ni hablar!—respondió el desconocido.Es una obrita moral;
no hay que confundir los géneros;si fuera una farsa cómica,
todavía.
—Pues es una pena —dijo Gisquette—;aquel día salían en la
fuente de ponceau hombres y mujeres salvajes que luchaban
haciendo grandes gestos y cantando motetes y pastorelas.
—Lo apropiado para un embajador —dijo secamente el
desconocido—, no puede serlo para una princesa.
—Y cerca de ellos —interrumpió Lienarda—, y muy bajo, unos
cuantos instrumentos tocaron melodias muy bonitas.
—Es verdad, y para refrescar a los que pasaban —decía
Gisquette— la fuente manaba chorros de vino, de leche y de
hipocras para que bebiera quien quisiera.
—Y un poco más abajo del Ponceau —añadió Lienarda—, en la
Trinidad se representó una pasión con personajes pero sin
hablar.
-¡Oh yes!Ya me acuerdo —dijo Gisquette—;Jesús crucificado
con los dos ladrones a su derecha ya su izquierda.
Entonces las dos jóvenes, excitadas por el recuerdo de la
llegada del legado, empezamos a hablar a la vez.
—Y antes, en la Porte-aux-Peintres, habíamos visto mucha
gente toda
muy bien vestida.
—Y en la fuente de San Inocencio, ¿te acuerdas del cazador?
aquel que perseguia a una cierva con gran alboroto de trompas
y perros?
-Si;y también en la carnicería de París;acuérdate de todos
aquellos andamiajes que representaban la bastilla de Dieppe.
—Y cuando pasaba el legado, ¿recuerdas, Gisquette?, dieron la
señal de ataque y cortaron la cabeza a todos los ingleses.
—Y también representaban algo junto a la puerta del Châtelet.
—Y en el Pont-au-Change, que estaba también preparado para
representaciones.
—Y cuando pasaba el legado dieron suelto en el puente a más
de doscientas docenas de los más variados pájaros.Era
precioso, verdad, lienarda?
—Pues hoy será más bonito aún, cambiará decir su interlocutor que
ya estaba impaciente de tanto oírlas.
—¿Nos prometéis que va a ser bonita la representación de hoy?
— preguntó Gisquette.
—¡Seguro!—respondió y agregó luego con cierto énfasis—:
Señoritas, yo soy el autor.
—¿De verdad?—exclamaron, asombradas, las dos jóvenes a la
vez.
—De verdad —respondió el poeta pavoneándose un poco—;es
decir, lo hemos hecho entre los dos;Juan Marchand que ja
serrado las tablas, ha construido el andamiaje y los decorados,
y yo que he escrito la obra;Me llamo Pierre Gringoire.
Ni el mismo autor del Cid habría dicho con tanto orgullo: Pierre
Corneille.
Nuestros lectores habrán podido darse cuenta del tiempo
pasó desde que Júpiter se escondió tras la tapicería,
hasta el instante en que el autor de la nueva pieza hizo cuentos
revelaciones ante la ingenua admiración de Gisquette y
Lienarda.
Conviene también señalar como cosa extraña que todo aquel
gentío que sólo unos minutos antes se mostró tan
tumultuoso, ahora esperaba pacientemente fiándose de las
palabras del comediante.Esto confirma una verdad,
comprobada a diario en nuestros teatros, y es que la mejor
Manera de conseguir que el publico no se impaciente es
prometerle que la función va a comenzar en seguida.pero el
estudiante Joannes no se había dormido.
—¡Eh!—exclamó, en medio de aquella apacible espera, que
había seguido
al tumulto anterior—.Por júpiter ¡Por la Virgen Santísima!
¡Saltimbanquis del demonio!¿Pero estáis de broma?Venga ya,
¡la obra!¡La obra!
No hizo falta más.
Del interior del tinglado empezó a sonar una música de
instrumentos graves y agudos, al tiempo que se corrían las
cortinas para dar paso a cuatro personajes muy maquillados y
con vestimenta muy llamativa que comenzó a subir por
aquella empinada escalera;una vez llegados al escenario, se
colocaron en fila para saludar al publico con grandes
reverencias.La música cesó.Comenzaba la representación del
misterio.
Los cuatro personajes fueron largamente aplaudidos y, en
medio de un silencio religioso, iniciaron un prólogo del que
gustosamente vamos a excusar al lector pues, como ocurre aun
en nuestros días, el público estaba mucho más pendiente de la
vestimenta de los actores que del papel que recitaban y
además es comprensible que así sea.Los cuatro iban vestidos
de amarillo y blanco a partes iguales que se diferenciaban
únicamente en la calidad del tejido: el primero era de brocado,
oro y plata, el segundo de seda, el tercero de lana y el otro de
lienzo.Además, el primer personaje llevaba una espada en la
mano, el segundo dos llaves doradas, el tercero una balanza y
el cuarto una pala.Además, para completar su simbolismo y
facilitar asi la comprension de las inteligencias mas perezosas,
se podia leer en grandes letras negras bordadas:
«Me llamo nobleza» en la parte superior de la túnica del
brocado;«Me llamo Clero», sobre la túnica de seda;"Me llamo
Mercancía», en la de lana y «Me llamo Trabajo», en la parte
inferior de la tela.
Las túnicas más cortas indicaban claramente al espectador
atento el sexo masculino de los que las llevaban asi como su
tocado que completaba la alegoría, mientras que las otras dos
alegorías femeninas estaban representadas por túnicas más
a iban largas trocadas con caperuzas.
Había que carecer y mucho de imaginación para no llegar
a interpretar, ayudados por la exposición poética del prólogo,
que Trabajo estaba casado con Mercancía e igualmente Clérigo
con nobleza y que además las dos felices parejas poseían
como patrimonio común un delfín de oro para adjudicarle a la
más bella de las mujeres.Juntos iban, pues, por el mundo a la
busqueda de tal belleza.Despues de haber descartado
sucesivamente a la reina Golconda, a la princesa Trebizonda, a
la hija del Gran Khan de Tartaria, etc. Trabajo y Clero, Nobleza y
Mercancía, habían venido a descansar sobre la mesa de
mármol del Palacio de Justicia y allí, ante tan honorable
auditorio, expusieron tantas maximas y sentencias como
podrian oirse en los examenes de la facultad de bellas artes,
como sofismas, sentencias, conclusiones, figuras y actas
necesario para obtener una licenciatura.
Todo aquello era hermoso, sin duda.
Pero entre toda aquella gente a quienes las cuatro alegorias
vertían a porfía oleadas de metáforas, no había oídos más
atentos, ni corazón más dispuesto, ni mirada más perspicaz, ni
cuello más tenso que los oídos, la mirada, el cuello o el corazón
del autor, nuestro bravo poeta Pierre Gringoire, el mismo que
no había resistido poco antes al gozo de revelar su nombre a
las dos guapas mozuelas.Había vuelto a su pilar y, desde allí,
muy cerca de ellas, escuchaba, observaba y saboreaba.
Los generosos aplausos con que se había acogido el comienzo
de su prólogo, le resonaban aún en su interior y se encontraba
totalmente absorto en esa especie de contemplación estática
en la que un autor ve surgir, una a una, todas sus ideas, por
boca de los actores, entre el silencio de todo el auditorio.
¡Feliz Pierre Gringoire!
Es penoso decirlo, pero este primer éxtasis se vio muy pronto
turbado.Apenas si Gringoire habia acercado a sus labios esa
copa embriagadora de felicidad y de triunfo, cuando hubo ya
degustar una gota de amargura.
Un mendigo harapiento, a quien nadie daba limosna perdido
entre tanta gente y que no se sintio satisfecho con lo robado,
había decidido encaramarse a algún lugar bien visible para así
atraer miradas y limosnas.
Así pues, se había subido, durante la recitación de los primeros
versos del prólogo, apoyándose en el pilar del estrado, hasta la
cornisa que bordeaba la balaustrada en su parte inferior, y allí
estaba sentado, ante todo el gentío, en demanda de piedad y
de limosna, mostrando sus harapos y una repugnante llaga que
le cubría el brazo derecho.Por lo demás no decía ni una sola
palabra.
Como permaneció en silencio, pudo leerse el prólogo sin ningún
inconveniente y ningún desorden se habría producido si la mala
fortuna no hubiera permitido que Joannes, el estudiante, le
descubriera, desde lo alto de su pilar,haciendo muecas y
gesticulando.El verle así resultó en el festivo joven una risa
contagiosa y, sin preocupaciones de si interrumpa o no el
espectáculo a importándole muy poco la atención de los
Espectadores, gritó alegremente.
—¡Caramba!¡Mira ese canijo tullido a donde se ha subido para
pedir limosna!
Quien haya lanzado una piedra a una charca llena de ranas o
haya hecho un disparo en medio de una bandada de pájaros
puede hacerse una idea del efecto que esas palabras
incongruentes provocaron en medio del silencio general de la
Sala.
Gringoire se estremeció como sacudido por una descarga
eléctrico.El prólogo se cortó y todas las cabezas se volvieron de
golpe hacia el mendigo que, lejos de desconcertarse por el
incidente, vio en él la mejor ocasión para
una buena cosecha y se puso a decir con tono lastimero, medio
cerrando los ojos.
—¡Una caridad por el amor de Dios!
—¡Que el diablo me lleve!—exclamó Joannes, ¡pero si es Clopin!
Trouillefou!Qué, amigo, ¿tanto te molestaba tu herida de la
pierna que has tenido que pasártela al brazo?
Y al decir esto arrojó con la habilidad de un mono un ochavo en
el mugriento sombrero que el mendigo extendía con su brazo
llagadoEl mendigo recibi sin mutarse la limosna y el
sarcasmo, y prosiguió con un tono lastimero:
—¡Una caridad por el amor de Dios!
Este episodio había sido distraído al auditorio y un
buen número de espectadores, Robin Poussepain y los otros
estudiantes, aplaudieron alegremente al dúo tan original que
acababan de improvisar, en medio del prólogo, el estudiante
con su voz chillona y el mendigo con su imperturbable salmodia.
Gringoire estaba indignadísimo y, una vez rehecho de su
estupor, se desgañitaba gritando casi a los cuatro actores en
escena:
—¡Seguid, demonios, seguid!—sin dignarse echar aunque sea una
mirada de desdén a aquellos provocadores.
En aquel instante sentí que alguien le tiraba de la capa;se
volvió un tanto malhumorado y se esforzó en forzar una sonrisa,
que bien lo merecía la ocasión, pues se trató del bonito brazo
de Gisquette la Gencienne que, a través de la balaustrada,
solicitaba de esta manera su atención.
—Señor, ¿van a continuar con la representación?
—¡Claro!—respondió Gringoire, extrañado por cal pregunta.
—Entonces, micer, tendréis la gentileza de explicarme…
—¿Lo que van a decir?—le interrumpió
Gringoire—.Pues sí;escuchadlos…
—No, no —dijo Gisquette—;lo que han dicho hasta ahora.
Gringoire dio un respingo como alguien a quien le hurgan en
una herida.
—¡Lo que hay que oír!Niña tonta y obtusa, —masculló entre
dientesDesde entonces Gisquette dejó de interesarle lo más
mínimo.
Pero los comediantes habían obedecido a las invectivas de
Gringoire, y el público, al ver que seguían hablando y actuando,
se puso nuevamente a
escuchar aunque ya habia perdido un tanto el interes de la
pieza con aquel corte tan bruscamente producido entre las dos
partes.Así lo comentaba en voz baja el mismo Gringoire.
Poco a poco la tranquilidad fue completa pues el estudiante no
decía ya nada más y el mendigo debía estar contando las
monedas que habia en su sombrero.La obra seguía, pues,
nuevamente su ritmo.
Se trató en realidad de una pieza muy bonita que hoy
mismo, con algún arreglo, podría representarse y con éxito.La
exposición, un poco larga quizás y un tanto hueca, conforme a
las reglas, era sencilla.Gringoire, en el cándido santuario de su
fuero interno, admiraba su claridad y su precisión.Como es de
suponer, los cuatro personajes alegóricos se mostrarán ya un
tanto cansados de haber recorrido las tres partes del mundo sin
llegar a poder destruir, en justicia, de su delfín de oro.Alabama
llegar a este punto, comenzaron a hacer mil alabanzas del
maravilloso pez con delicadas alusiones al prometido de
Margarita de Flandes, a la sazón tristemente recluido en
Amboise y sin llegar a imaginar todavía que Trabajo, Clero,
Nobleza y Mercancía acababan de dar la vuelta al mundo
justamente por él.
Así, pues, el mencionado delfín era joven, apuesto, gallardo y
sobre todo
—origen magnífico de todas las virtudes reales— era hijo del
León de Francia.
Confieso que esta atrevida metáfora es magnífica y que la
historia natural del teatro, en un día de alegrías y de
epitalamios regios, no tiene por qué rechazar que un delfín
pueda ser hijo de un león.Son justamente esos raros y
pindáricos cruces los que prueban el entusiasmo.
Pero para que no todo sean alabanzas hay que decir que el
poeta debería haber desarrollado su idea original en algo
menos de los doscientos versos que empleó, aunque fuera
obligado, por disposición del preboste, hacer durar la
representación del misterio desde el mediodía hasta las cuatro
y ¡algo hay que decir para llenar ese tiempo!Además del público
lo escuchaba pacientemente.
De pronto, en medio de una discusión entre la señorita
Mercancía y doña Nobleza, justo en el instante mismo en el que
maese Trabajo pronunciaba aquel verso admirable: «Onc ne vis
dans les bois bête plus triomphante».La puerta del estrado, bronceado
inconvenientemente cerrado hasta entonces, se abrió en el
momento más inoportuno, haciendo coincidir el último verso
con la vos resonante del ujier que anunció secamente:
—Su eminencia el Cardenal de Borbón.
Monseñor el cardenal
¡Pobre Gringoire!El estruendo de todos los bombazos de la
noche de san juan o la descarga cerrada de veinte arcabuces
o la detonación de aquella famosa traca de la Tour de Billy que,
durante el asedio de París aquel domingo 29 de septiembre de
1465, mató de golpe a siete borgoñeses, o la explosión de toda
la pólvora guardada en la Porte du Temple, le habrían
desgarrado con menos rudeza los oídos, en aquel momento
solemne y democrático, que aquellas breves palabras, salidas
de la boca del ujier: «Su eminencia el Cardenal de Borbón».
No es que Pierre Gringoire temiese a monseñor el Cardenal o le
desdeñara pues no tenía ni esa cobardía ni ese atrevimiento;
era un verdadero ecléctico, como hoy se diría;era uno de esos
espíritus elevados y firmes, moderados y serenos, que siempre
saben mantener el justo medio (stare in dimidio rerum) y que
son verdaderos filósofos liberales y razonables, sin negar su
categoría a los cardenales.Raza preciosa y nunca extinguida la
de estos filósofos a quienes la prudencia, como si de una nueva
Adriana se tratara, parece haber dado un ovillo de hilo, que,
poco a poco van devanando desde el origen del mundo a
a traves del laberinto de los aconteceres humanos.
Aparecen en todas las épocas, siempre los mismos, es decir
conforme al tiempo en que viven y, sin contar a nuestro Pierre
Gringoire que seria su representante en el siglo XV, si
llegáramos a concederle la categoría que merecería
ciertamente el espíritu de estos filósofos el que animaba al
padre du Breul cuando escribía, allá en el siglo XVI, estas
palabras, sublimes en su ingenio y dignas de cualquier siglo:
«Soy parisino de origen y parrhisino en el hablar, puesto que en
griego Parrhisia significa libertad de hablar y esta la he
utilizado incluso con sus eminencias los cardenales, el tio y el
hermano del principe de conty: siempre con respeto a su
categoría y sin ofender a nadie de su séquito que resulta en
todas las ocasiones muy numerosas».
Así, pues, no existía ni odio al cardenal, ni desdén hacia su
presencia en la impresion desagradable que esto produjo en
Pedro Gringoire.Antes al contrario, nuestro poeta tenia el buen
juicio suficiente y una blusa demasiado raida para no conceder
la necesaria importancia al hecho que muchas de las alusiones
de su prólogo, particularmente la glorificación del delfín, como
hijo del león de francia, eventualmente a ser recogidos por el
eminentísimo oído del cardenal.Sin embargo, no es el interés
ciertamente el que priva en la naturaleza de los poetas.
que considerando la entidad de un poeta pueda estar
catalogada con la calificación de diez al ser analizada por un
químico —o farmacopolizada como diría Rabelais—, la
encontraría compuesta por una parte de interés y nueve de
amor propio.Ahora bien, en el momento de abrir la puerta al
cardenal, las nueve partes del amor propio de Gringoire,
hinchadas y
tumefactas por la admiración popular, se hallaban en un estado
prodigioso de crecimiento, bajo cuya presión desaparecería,
ahogada, esa minima molecula de interes que acabamos de
citar como componente de los poetas;ingrediente precioso por
otra parte, lastre de realismo y de humanidad, sin cuya
existencia no podrian pisar la tierra.
Gringoire gozaba al sentir, al ver, al palpar, podemos decir, la
presencia de un gran público —de pícaros y de bribones en
buena parte, es cierto, pero de un gran público al fin—, de un
público estupefacto, petrificado y como asfixiado ante las
inconmensurables tiradas que brotaban sin cesar de cada una
de las partes de su epitalamio.
Puedo asegurar que él mismo comparte la aprobación general
y que, opuestamente a La Fontaine, que en la representación
de su comedia El florentino preguntaba: «¿Quién es el zopenco
¿qué ha compuesto esta comedia?».Gringoire habría
preguntado gustosamente: «¿De quién es esta obra maestra?».
Júzguese, pues, el efecto que en él produjo la brusca a
aparición intempestiva del cardenal.
Desgraciadamente ocurrió lo que él temía ya que la aparición
de su eminencia trastornó a los espectadores.Todas las
cabezas se volvieron hacia el estrado y ya no habia manera de
sentido:
—¡El cardenal!¡El cardenal!—repetían un coro, interrumpiendo
por segunda vez el desventurado prólogo.
El cardenal se detuvo un momento en el umbral, paseando
indiferente su mirada por todo el auditorio, hecho que con frecuencia
el delirioTodos pretendían verle mejor y empujaban a los
demás y metían sus cabezas por entre los hombros de los de
delante.
Se traía de un personaje de gran relieve y el verle era más
importante que cualquier representación.Carlos, cardenal de
Borbón, arzobispo y conde de Lyon, primado de las Galias,
estaba a la vez emparentado con Luis XI por parte de su
hermano Pedro, señor de Beaujeu, casado con la hija mayor del
rey.También emparentaba con Carlos el Temerario por parte
de su madre Agnès de Borgoña.Ahora bien, el rasgo
dominante, el rasgo que distinguía y definía el carácter del
primado de las Galias, era su espíritu cortesano y su devoción
al poder.
Podemos imaginar los innumerables apuros que este doble
parentesco le habían acarreado, los escollos y tempestades que
su barca espiritual tuvo que sortear para no estrellarse ni con
Luis ni con Carlos;ese Caribdis y ese Escila que habian
devorado nada menos que al duque de Nemours y al
condestable de Saint-Paul.Gracias al cielo se habia defendido
bien en aquella travesía y había conseguido llegar a Roma sin
tropiezos.Pero aunque se encontrara ya
salvo, en puerto, o precisamente por eso mismo, nunca
recordaba sin inquietud los diversos avatares de su vida
política, tan laboriosa siempre y con tantos contratiempos.
Tenía la costumbre de decir que el año de 1476 había sido para
él, el negro y blanco, ya que en ese mismo año, habían muerto
su madre, la duquesa de Bourbonnais y su primo el duque de
Borgoña, y que un luto le había consolado del otro.
Además era también un buen hombre;llevaba una vida alegre,
de cardenal, y degustaba con placer los vinos reales de
Challuau.Tampoco despreciaba a Ricarda la Garmoise, ni a
Tomasa la Saillarde y prefería dar limosna a lindas jóvenes más
que a mujeres ya viejas;razones todas ellas por las que caia
muy simpático al populacho de París.
No se desplazaba si no era rodeado de una pequeña corte de
obispos y abates de alto linaje, galantes, decididos y prestos a
depende si la ocasión lo requería.En más de una ocasión las
beatas de Saint-Germain-d'Auxerre, al pasar, anochecido ya,
bajo las ventanas iluminadas de la residencia del Borbón, se
habian escandalizado al oir que las mismas voces que habian
cantado las vísperas durante el día, salmodiaban ahora, entre
un entrechocar de copas, el proverbio báquico de Benedicto
XII, aquel papa que añadió una tercera corona a la tiara:
«Bibamus papaliter».
Su popularidad, tan justamente adquirida, le preservó de un
mal recibimiento por parte de la multitud que poco antes se
mostró tan disconforme con su retraso y muy poco dispuesta
a respetar a un cardenal, justo en el mismo dia en que iban a
elegir a un papa.Pero los parisinos son poco rencorosos y como
además se había comenzado la representación sin su presencia,
era como si los buenos burgueses se quedaron un poco
por encima de él, y se daban por satisfechos.
Por otra parte, como el cardenal era un hombre apuesto y
llevaba un hermoso ropaje de color rojo, que le iba muy bien,
tenía de parte suya a las mujeres, es decir, a la mitad del
auditorioTampoco seria justo ni de buen gusto chillar a un
cardenal por haber hecho esperar, tratándose de un hombre
tan apuesto y al que tan bien le iban los ropajes de color rojo.
Así que entró, saludó luego a la asistencia, con esa sonrisa
hereditaria que los grandes tienen para con el pueblo, y se
lentamente hacia su butaca de terciopelo escarlata con
aspecto de estar pensando en otras cosas.
Su cortejo —al que vamos a llamar su estado mayor— de
obispos y de abates siguieron hacia el estrado, con gran revuelo y
curiosidad por parte de la asistencia.
La gente presumía señalándolos, diciendo a quién de todos
ellos conocían: uno indicaba quién era el obispo de Marsella,
Alaudet, si no recuerdo mal;
otro señalaba al chantre de Saint-Denis o a Robert de
Lespinasse, abad de Saint-Germain-des-Prés, hermano libertino
de una de las amantes de Luis XI… todo ello, en fin, dicho con
errores y cacofonías.Los estudiantes, por su parte, seguían con
sus palabrotas;era su día;la fiesta de los locos;su fiesta
saturnal;la orgía anual de la curia y de las escuelas.Ese dia no
Existían salvajadas a las que no se tenían derecho, como si de
las cosas sagradas se trataran.Además se hallaban entre el gentío
muchas mujeres alegres, como Simona Quatrelivres, Inés la
Gadina o Robin Piédebou;asi que, lo menos que se podia hacer
en aquella fecha, era decir salvajadas, maldecir de Dios de vez
en cuando, sobre todo estado, como estaban, en buena
compañía de gentes de iglesia y de chicas alegres.Nariz
privaban de ello y, en medio de todo aquel jaleo, se oían
blasfemias y procacidades, salidas de todas aquellas lenguas
desatadas de clérigos y estudiantes, que habían estado
amordazadas durante el resto del año, por temor al hierro rojo
de San Luís.¡Cómo se burlaban de él en el propio Palacio de
¡Justicia!¡Pobre San Luis!
Arremetían contra los recién llegados al estrado y atacaban al
de sotana negra o blanca, gris o violeta.Joannes Frollo de
Molendino, como hermano que era de un archidiácono, había
arremetido osadamente contra la sotana roja y cantaba a voz
en grito, clavando sus ojos descarados en el cardenal: «Capra
repele mero».
Todos estos detalles que, para edificación del lector,
exponenmos al desnudo, estaban de tal manera mezclados con
el bullicio general que quedaran ahogados
antes de llegar al estrado reservado a los personajes.Además el
cardenal no se habria sentido muy impresionado por los
excesos de aquel dia, dado el arraigo que el pueblo tenia por
estas tradiciones.Le preocupaba mucho más y su aspecto así
lo denotaba, algo que le seguía de cerca y que hizo su aparición
en el estrado casi al mismo tiempo que él: la delegación
flamenca.
No es que él fuera un político profundo ni que le preocuparan
nada las posibles consecuencias de la boda de su señora prima,
Margarita de Borgoña con su señor primo Carlos, el delfín de
Viena, ni cuanto podrian durar las buenas relaciones, un tanto
deterioradas ya, entre el duque de Austria y el rey de Francia, ni
cómo tomaría el rey de Inglaterra este desdén hacia su hija.
Todo eso le inquietó muy poco y no le impidió degustar cada
noche el buen vino de las cosechas reales de Chaillot, sin
sospechar que acaso algunos frascos de aquel vino (un poco
revisado y corregido, es cierto, por el médico Coictier),
cordialmente ofrecidos a Eduardo IV por Luis XI, bibliotecarían un
buen dia a Luis XI de Eduardo IV.
La muy honorable embajada de monseñor el duque de austria
no traía al cardenal ninguna de las preocupaciones reseñadas.
Le preocupaba más bien en otros aspectos porque, en efecto,
era bastante penoso y ya hemos aludido a
ello en este mismo libro, el verso obligado a festejar ya acoger
con buen parecido, él, Carlos de Borbón, a unos burgueses de
poca monta;él, todo un cardenal, a unos simples regidores;él,
un francés, amable degustador de buenos vinos, a unos
flamencos, vulgares bebedores de cerveza;y todo ello es
publicoEra sin duda uno de los gestos más fastidiosos que
nunca hubiera hecho para complacer al rey.
Así, pues, cuando el ujier anunció con su voz sonora: «Sus
señorías, los enviados del señor duque de Austria», él se volvió
hacia la puerta, con las más cuidadosas maneras del mundo.Ni
que decir tiene que, al verlos, toda la sala hizo lo mismo.
Entonces fueron entrando de dos en dos —con una seriedad
que contrastaba con el ambiente petulante del cortejo
eclesiástico del cardenal de borbón— los cuarenta y ocho
embajadores de Maximiliano de Austria, figurando en la cabeza el
muy reverendo padre Jehan, abad de Saint-Bertain, canciller
del Toisón de Oro y Jacques de Goy, señor de Dauby, gran
Bailio de Gante.Se produjo en la asamblea un gran silencio,
acompañado de risas reprimidas al escuchar todos aquellos
nombres estrambóticos y todos aquellos títulos burgueses que
cada personaje comunicaba imperturbablemente al ujier, para
que éste los anunciase inmediatamente, mezclando y
confundiendo sus nombres y títulos.
Eran maese Loys Roelof, magistrado de la villa de Lovaina,
micer Clays d'Estuelde, concejal de Bruselas, micer Paul de
Baeust, señor de Voirmizelle presidente de Flandes;maese jean
Coleghens, burgomaestre de la villa de Anvers;maese george
de la Moere, primer magistrado de la villa de Gante;micer
Gheldof Van der Hage, primer concejal de los parchones de la
misma villa… y el señor de Bierbecque y Jean Pinnock y Jean
Dymaerzelle... etc., bailíos, magistrados, burgomaestres;
burgomaestres, magistrados y bailíos, tiesos todos, envarados,
almidonados, endomingados con terciopelos y damascos con
birretes de terciopelo negro y grandes borlas bordeadas con
hilo de oro de Chipre;honorables cabezas después de todo;
dignas y varias figuras del mismo corte de las que Rembrand
pinta tan serias y graves sobre el fondo negro en su Ronda de
Noche;personajes todos que llevaban inscrito en su frente que
Maximiliano de Austria habia tenido razon en confiarse de lleno,
como decía en su manifiesto, a su buen sentido, valor,
experiencia, lealtad y hombría de bien.
Pero había una excepción: se trató de un personaje de rostro
fino, inteligente, astuto, con una especie de hocico de mono y
diplomático, ante quien el cardenal dio tres pasos a hizo una
profunda reverencia y que tan solo se llamaba Guillermo Rym,
«consejero y pentionario de la villa de Gante».
Muy pocas personas conocían entonces la identidad de
Guillermo Rym,
raro genio que, de haber vivido en tiempos de la revolucion,
Habría brillado con luz propia, pero que en el siglo XV se veía
reducido a actuar soterradamente ya vivir en las intrigas, como
dice el duque de Saint-Simon.
Era muy estimado por el intrigante más destacado de Europa.
Maquinaba familiarmente con Luis XI y con frecuencia metía la
mano en los proyectos secretos del rey.
De todo esto, claro, era ignorante aquel gentilicio que se
maravillaba viendo cómo su cardenal hacía reverencias a aquel
enclenque personaje del bailío flamenco.
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