El amanecer se filtró entre las ventanas de cristal opaco del hospital, un hilo de luz gris que apenas se atrevía a tocar los rostros exhaustos del ala de cuidados. El mundo se despertaba lento y pesado.
En la habitación 217, la niña Celeste respiraba con una serenidad que contrastaba con la batalla de días anteriores. Su corazón, pequeño pero tozudamente firme, latía con la cadencia de la esperanza recuperada. Seraph la observó con un orgullo silencioso; su misión inicial había sido impecablemente cumplida.
Sin embargo, algo lo retenía en aquel mundo. No era la satisfacción del deber. Era ella.
A unos pasillos de distancia, en la habitación 214, Cameron seguía anclada al pie de la cama de su amiga, Linda. No se había rendido ni un solo turno, ni una sola hora. Hablaba con ella, le peinaba el cabello inerte con la suavidad de un ritual, cambiaba las flores marchitas por lirios frescos, y esperaba —como solo los humanos saben esperar la imposibilidad— un milagro que la razón desahuciaba.
Seraph la observaba desde su esquina, una figura de luz silenciosa, invisible. Cada palabra que ella pronunciaba en su monólogo triste y esperanzado lo atravesaba con más fuerza que cualquier arma celestial. Cada lágrima que derramaba lo hacía más consciente de algo que no entendía: una punzada hueca en el centro de su ser, un vacío emocional que la perfección del cielo jamás le había mostrado.
—Por favor, Linda… —susurró Cameron aquella tarde, con la voz tan quebrada que parecía arena—. No te vayas todavía. No puedo perderte también. Eres todo lo que tengo.
Seraph, absorto en su súplica, dio un paso inconsciente hacia la cama. Su esencia, normalmente contenida, se agitó ante la desesperación palpable.
En ese mismo instante, las máquinas reaccionaron. Un sonido agudo, electrónico y desolador, irrumpió en el silencio. El corazón de Linda colapsaba.
Los médicos y enfermeras irrumpieron en la habitación como una ráfaga. Cameron fue apartada con delicadeza pero firmeza, llorando, temblando, incapaz de procesar el repentino caos. Seraph sintió que el aire se partía en dos, que el tiempo se aceleraba. Su deber era la inobservancia. Observar. Nada más.
Pero su cuerpo de luz se movió antes de que el pensamiento celestial pudiera detenerlo.
Extendió su mano sobre el pecho de la mujer moribunda y susurró las palabras más prohibidas, el lenguaje de la transgresión directa:
—Aún no… no ahora. Su dolor no puede ser tan grande.
Una luz imperceptible, cálida como una vela de vida, brotó de su palma, envolviendo el cuerpo inerte de Linda. El monitor volvió a marcar un pulso débil y errático. Los doctores se miraron, sus rostros reflejando una incredulidad atónita.
—¡El ritmo! ¡Está volviendo a marcar! —gritó el Dr. Elián, asombrado.
Seraph retrocedió contra la pared, el brillo de su aura temblando como una llama consumiéndose por el viento. Lo había hecho. Había tocado el Hilo de la Vida, intercediendo contra el Destino.
Pero cuando vio el rostro de Cameron, iluminado por una esperanza fugaz y desgarradora, lo supo. Si el cielo podía castigarle con la disolución de su esencia, lo aceptaría. Porque, por primera vez, había actuado solo por el deseo de mitigar el sufrimiento de un alma, de ver a alguien sonreír.
Los días se convirtieron en un ciclo peligroso y viciado. Linda no despertaba, no mejoraba, pero seguía milagrosamente viva. Y cada mañana, Seraph regresaba.
A veces se quedaba en un silencio profundo, observando a Cameron dormir con la cabeza apoyada en el colchón de su amiga. Otras veces, se acercaba tanto que podía oler su cabello, esa mezcla compleja de lluvia, jabón y cansancio que parecía destilar toda la fragilidad humana.
La habitación 214 se había convertido en su prisión autoimpuesta y su santuario. Sabía que cada minuto robado al destino tenía un precio cósmico, pero se aferraba a ellos con una desesperación creciente, como si pudiera congelar el tiempo solo con su presencia.
Una semana después, el cielo decidió cobrar su deuda con un recordatorio brutal.
Era el pico de la noche. El hospital dormía bajo la pesada manta del silencio. El corazón de Linda, agotado por la batalla, volvió a fallar.
Seraph sintió el tirón del destino, esa fuerza invisible que guía el alma hacia el tránsito. Era suave, paciente, una ley física del universo... pero inevitable.
—No —susurró él.
Volvió a colocar su mano sobre el pecho de Linda. Una vez más, la luz fluyó de sus dedos, pero esta vez fue más débil, más incierta, menos pura. Era como si la esencia de Seraph se estuviera diluyendo en el esfuerzo.
Linda respiró una vez más, un respiro superficial y tembloroso. Otra jornada, otro amanecer robado a la eternidad.
Seraph temblaba, no por el esfuerzo físico, sino por el miedo. Su brillo celestial comenzaba a desvanecerse. Cada interferencia lo alejaba del origen de su ser, lo hacía más pesado, más terrenal, más vulnerable.
Aun así, no podía detenerse. No mientras Cameron siguiera llegando cada mañana con sus lirios y su voz temblorosa, depositando su fe a los pies de una cama.
—¿Por qué lo haces, Linda? —preguntó al silencio denso, mirando a la mujer inerte—. ¿Por qué no te vas? ¿Por ella? ¿Por mí, que te mantengo aquí?
El cuerpo inerte no respondió. Pero en su interior, Seraph sintió que algo más que luz se quebraba. Una culpa que no era del todo suya, sino una nueva adquisición. Un miedo a la soledad que jamás había sentido.
Tres días después, mientras caminaba lentamente entre los pasillos, Seraph vio algo que lo heló. Un grupo de enfermeras y médicos corría, no con calma, sino con un terror contenido, hacia la habitación de Linda. Los monitores gritaban un tono continuo, fatal, el sonido de la pérdida absoluta.
Seraph corrió tras ellos, atravesando la puerta sin pensarlo. Pero cuando llegó, no estaba solo.
Una luz blanca, de una intensidad y pureza que eclipsaba la suya, llenaba la habitación. Un resplandor sagrado que lo obligó a retroceder hasta la pared.
Entre ese brillo, con la magnificencia de una columna de mármol y fuego, emergió una figura majestuosa: el Arcángel Gabriel.
Sus alas eran columnas de llamas silenciosas, su mirada era severa como el juicio, y su voz resonó en el cuarto, apagando el grito de los monitores con un trueno contenido:
—Seraph.
El joven ángel cayó instintivamente de rodillas sobre el frío suelo, incapaz de sostener la mirada del Heraldo.
—Se te dio una misión sencilla —dijo Gabriel, con una calma helada más aterradora que la ira—. Guiar las manos de un médico. Nada más. Y volver. —Yo… —balbuceó Seraph, luchando contra la necesidad de obedecer—. No podía dejarla morir. Cameron… su fe… ella…
—Una humana —interrumpió Gabriel, su voz perdiendo la calma para volverse filo—. ¿Acaso comprendes lo que has hecho? Has alterado el flujo sagrado. Le arrebataste días a un alma que debía cruzar la Línea.
Seraph apretó los puños, la luz de sus nudillos parpadeando.
—Solo quería darle un poco más de tiempo. Un día más para despedirse.
Gabriel lo miró con una tristeza abismal que era peor que cualquier furia.
—No era tu decisión. Ningún ángel tiene derecho a elegir quién vive o quién muere.
Se acercó y colocó una mano sobre el hombro tembloroso de Seraph. El contacto fue como una descarga de la Ley, una sentencia.
—Linda ha llegado a su final. Has agotado tus fuerzas. La tuya y la de ella. Nada puede cambiarlo. Es la Voluntad.
Seraph bajó la cabeza, la impotencia quemándole el rostro. Cuando la luz del arcángel se desvaneció, dejando solo el olor a ozono, el monitor marcó la línea final y plana. Un silencio absoluto, la paz aterradora de la muerte, llenó la habitación.
Cameron entró segundos después, empujando suavemente a los médicos que se retiraban. Vio el monitor, la sábana colocada sobre el rostro de su amiga, y su alma se rompió. Se arrodilló junto a la cama, un gemido ronco escapó de su garganta, y Seraph, aún invisible, sintió que el dolor la atravesaba como fuego.
Sus propias lágrimas, una humedad que nunca antes había conocido, cayeron al suelo, y una de ellas traspasó su mano incorpórea antes de evaporarse. Por primera vez, un ángel sintió el peso físico y emocional de una lágrima humana.
Fue más devastador que cualquier castigo celestial.
Esa noche, cuando el cuerpo de Linda fue cubierto y retirado, Seraph caminó hasta la ventana y miró el firmamento. Las estrellas lo llamaban con su brillo indiferente, pero él no podía responder. Sabía que debía regresar, enfrentar la ira del Arcángel y la disolución de su esencia, pero su corazón —si es que la pena había logrado forjarle uno— permanecía allí, en la Tierra, junto a una joven que lloraba en silencio en una silla vacía.
Y sin entenderlo del todo, con la garganta apretada por la emoción recién nacida, susurró su nombre.
—Cameron…
Una palabra prohibida. Una oración disfrazada de deseo. El sonido de su nombre era más dulce que cualquier sinfonía celestial.
En el reino del cielo, Gabriel ascendía lentamente entre los chorros de luz pura, su rostro sombrío y pensativo. A su lado, Rafael, el sanador, lo miró con preocupación.
—¿Qué harás con él? Lo has dejado allí. Gabriel bajó la mirada hacia el velo de nubes que cubría la Tierra.
—Aún no lo sé. Pero algo en su corazón ha cambiado irreversiblemente. Ha probado el sufrimiento de la humanidad por elección, no por deber.
—¿Crees que ha caído en el abismo? —No... —respondió Gabriel tras una pausa, su voz grave—. No todavía. Pero ha comenzado a amar y a elegir por sí mismo, y ese, Rafael, es siempre el verdadero principio de la caída.
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