Primer día, primer desastre
El sonido del despertador me arrancó de golpe del sueño. Me levanté como un resorte, con la sensación de que ya iba tarde, aunque el reloj marcaba apenas las 6:30 a.m. Mi entrevista había sido un desastre, pero, increíblemente, Alejandro Rivera me había contratado. Y hoy sería mi primer día como secretario del hombre más intimidante del planeta.
Me duché rápido, me puse una camisa blanca recién planchada (gracias a mi madre, que la noche anterior había decidido salvarme la vida) y unos pantalones que no hacían juego, pero al menos estaban limpios. Me miré al espejo: un chico de veintitrés años, con rizos rebeldes, cara de sueño y una mezcla de entusiasmo y miedo en los ojos.
—Respira, Gabriel. Es solo un trabajo —me dije a mí mismo—. Solo un trabajo con el hombre más frío del universo, pero… sigue siendo un trabajo.
Llegué al edificio veinte minutos antes de la hora. Me sentí orgulloso; por primera vez no iba a correr. Sin embargo, el guardia en la entrada ya me reconocía y me saludó con esa media sonrisa que decía: A ver cuánto duras, muchacho.
El ascensor me llevó directo al piso 25, donde el ambiente ya estaba cargado de profesionalismo. Trajes impecables, miradas serias, pasos apresurados. Yo era un punto de caos en medio de tanta perfección.
La secretaria rubia del día anterior me miró con ese gesto de fastidio que parecía permanente en su rostro.
—Buenos días, señor Torres. El señor Rivera ya está en su oficina. No lo haga esperar.
—Buenos días —respondí, intentando sonar confiado, pero mi voz salió como un gallo descompuesto.
Caminé hasta la puerta de la oficina de Alejandro y toqué suavemente.
—Adelante —se oyó desde adentro.
Su voz era firme, sin una pizca de emoción. Entré y lo encontré sentado detrás de su enorme escritorio de madera oscura, revisando unos documentos. Ni siquiera levantó la vista cuando me vio.
—Llegó temprano. Bien. Eso ya es un punto a favor —dijo con ese tono distante que hacía imposible saber si estaba satisfecho o solo constatando un hecho.
—Gracias… señor. Prometo no volver a llegar tarde.
—Eso espero —respondió sin mirarme. Luego señaló una mesa al lado de su escritorio—. Ahí tiene su estación de trabajo. Agenda, teléfono, computadora. Necesito que organice mi calendario de esta semana, confirme las reuniones y prepare el informe que le dejaré en su correo.
Asentí con entusiasmo, aunque por dentro me temblaban las piernas. Era demasiada responsabilidad para alguien que, la semana pasada, apenas lograba organizar sus propios pagos de Netflix.
Me senté frente a la computadora y respiré hondo. Puedes hacerlo”, me repetí. Es como jugar Tetris, solo que con reuniones.
Abrí la agenda electrónica. La pantalla me lanzó una avalancha de citas, números y correos. Empecé a escribir, pero mis manos sudaban tanto que el teclado resbalaba.
—Señor Torres —la voz de Alejandro me hizo brincar en la silla—. Esa reunión del martes con los inversionistas no puede moverse.
—¡Claro, claro! No se preocupe. Martes, inversionistas, inmóviles como una roca. Entendido.
Lo escuché soltar un suspiro breve, casi imperceptible.
La primera llamada entró. Contesté con voz firme:
—Oficina del señor Rivera, ¿en qué puedo ayudarle?
Era una mujer que hablaba rapidísimo. Alcancé a notar que pedía una cita con Alejandro. Tomé nota, repetí la información… y, en medio de los nervios, marqué mal la fecha. En lugar de viernes, puse lunes.
Cuando Alejandro revisó la agenda minutos después, frunció el ceño.
—Torres, ¿acaba de poner una reunión de junta directiva el lunes a las siete de la mañana?
—Sí, señor ¿no es correcto?
—El lunes a esa hora yo estoy en un vuelo internacional.
—Oh… —sentí que me derretía en la silla—. Entonces, ¿viernes?
Me miró con esos ojos grises que parecían atravesarme.
—Revíselas todas. Y no vuelva a cometer un error así.
Me mordí los labios, tratando de no soltar un chiste nervioso. No parecía el tipo de hombre que soportara bromas.
La mañana siguió en una mezcla de caos y silencio. Alejandro revisaba informes, daba órdenes concisas y escribía correos con la precisión de un cirujano. Yo, en cambio, derramé café en un documento importante (logré secarlo antes de que él lo notara del todo, aunque quedó una mancha sospechosa), confundí dos llamadas y estornudé tan fuerte en plena reunión virtual que los inversionistas preguntaron si había habido una explosión en la oficina.
Cuando colgó, Alejandro se giró lentamente hacia mí.
—¿Siempre es así de… nervioso?
—No, señor. Normalmente soy peor.
No sé por qué dije eso. Quizá para aliviar la tensión. Quizá porque mi cerebro se apaga en situaciones críticas.
Y, para mi sorpresa, vi cómo la comisura de sus labios se curvó apenas un milímetro. No fue una sonrisa, más bien un accidente en su rostro perfecto. Pero yo lo noté.
El resto del día fue una montaña rusa de pequeñas catástrofes. Entregué un informe con la grapadora al revés, mezclé las carpetas de proyectos y, en un descuido, llamé papá a Alejandro cuando le pasé el teléfono.
—¿Papá? —repitió, alzando una ceja.
—¡Perdón! Fue un lapsus. Mi mi perro se llama así. Digo, no, mi perro no se llama así. Yo… ¡Olvídelo!
Él simplemente negó con la cabeza, como si confirmara que yo era un error humano con patas.
A la hora de salida, me acerqué a su escritorio con la intención de disculparme por el desastre de mi primer día.
—Señor Rivera… sé que hoy no fui exactamente el secretario ideal.
—No, no lo fue —me interrumpió, cerrando su computadora.
Tragué saliva.
—Pero prometo mejorar. Solo necesito… tiempo para adaptarme.
Él me miró en silencio, evaluándome como si estuviera decidiendo si merecía seguir ahí. Finalmente, recogió sus cosas y dijo:
—Preséntese mañana a la misma hora. Veremos si logra sobrevivir a su segundo día.
Y salió de la oficina, dejándome con el corazón latiendo a mil por hora.
Me dejé caer en la silla, exhausto. Había sobrevivido al primer día, aunque apenas. Alejandro me trataba como si fuera una máquina defectuosa, y yo no podía culparlo: lo había hecho todo mal. Pero había algo en su mirada, en esos destellos mínimos de humanidad, que me hacían querer quedarme, demostrarle que podía hacerlo.
Quizá estaba loco. Quizá solo era masoquista.
Pero lo que sí sabía era que, aunque Alejandro Rivera me tratara con frialdad, había algo en él que me atraía como un imán.
Y ese era un problema mucho mayor que llegar tarde o estornudar en una reunión.
... CONTINUARA ...
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