Elías había notado el silencio de Valeria los últimos días. No preguntó, no buscó razones profundas, simplemente creyó tener la solución de siempre: una reunión familiar.
—Vas a ver, Vale, te va a hacer bien —dijo con una sonrisa, mientras cerraba la laptop donde tenía planos a medio terminar—. Como antes, ¿recuerdas?
Ella no respondió. Solo pensó en Julián, en esa bata blanca que lo cubría de pies a cabeza, en la seguridad de sus pasos entre pacientes, en lo natural que le resultaba estar ahí… y en lo irónico que era: él vivía el sueño que alguna vez fue suyo.
El domingo, la casa estaba llena de risas, copas que chocaban y voces que competían entre sí. Los padres de Elías lo miraban con orgullo, sus hermanas lo felicitaban por su último proyecto, los primos le pedían consejos sobre la universidad. Valeria sonreía en automático, sentada a su lado, como si formara parte del decorado.
Nadie le preguntó qué hacía con su tiempo, nadie le pidió su opinión. Cuando intentó hablar, la conversación cambió de rumbo, como si su voz no alcanzara el volumen suficiente para existir.
Elías, en su papel de esposo ejemplar, esperó el momento preciso: sacó de una bolsa una cajita pequeña, la abrió frente a todos y dejó brillar un reloj de marca.
—Para ti, mi amor —dijo, colocando el obsequio en su muñeca.
El aplauso de la familia fue inmediato. Valeria sonrió, presionada por las miradas que la rodeaban, mientras por dentro sentía cómo se apagaba un poco más.
Ese reloj era igual que las joyas, los perfumes, los gestos que Elías acumulaba cuando olvidaba lo esencial: su cumpleaños, su aniversario, o simplemente su presencia.
Esa noche, al quedarse sola en el dormitorio, Valeria se quitó el reloj y lo dejó sobre el tocador. Se miró en el espejo. No se reconocía. Lo único claro era la certeza de que, en esa mesa llena de gente, había estado más sola que nunca.
Valeria se quedó mirando el reloj sobre el tocador, su reflejo en el espejo se desdibujaba entre luces y sombras. De pronto, un recuerdo se coló sin pedir permiso.
Flashback
Era una tarde de invierno, hacía apenas unos meses. Valeria estaba doblando ropa en la sala cuando la voz de su suegra retumbó con esa mezcla de dulzura fingida y veneno oculto.
—Valeria, cariño… —dijo, dejando una taza sobre la mesa—. Tú sabes que siempre quise lo mejor para Elías. Y, bueno, no es que me moleste que seas su esposa, pero… —se inclinó un poco hacia ella, como si fuese una confesión secreta—, simplemente no estás a su altura.
Valeria tragó saliva, sin saber qué responder.
—Mi hijo es brillante, un arquitecto con futuro. Ya ves que nunca te lleva a las presentaciones importantes, ni a los eventos con los inversionistas. ¿Sabes por qué? —la madre de Elías esbozó una sonrisa fría—. Porque allí necesitas estar rodeado de gente que… sume.
Cada palabra cayó como piedra.
—Y si un día ustedes se divorciaran… —continuó con una calma aterradora—, nadie recordaría que fuiste su esposa. Nadie sabría que la gran promesa de la arquitectura alguna vez se casó con una mujer tan… simple.
Valeria cerró los puños, pero su voz se ahogó antes de salir.
—Lo único bueno —añadió la mujer, levantándose con gracia—, es que mantienes la casa limpia y la ropa de mi hijo impecable. Eso, al menos, se agradece.
Luego la dejó allí, rodeada de prendas perfectamente dobladas, con la sensación de que su vida se resumía a eso: a ser invisible, a sostener la imagen impecable de un hombre que brillaba demasiado como para compartir su luz.
Fin del flashback
Valeria parpadeó, volviendo a la habitación. El silencio era pesado, y el reloj seguía allí, brillando con una frialdad insultante. Se recostó en la cama, con una certeza dolorosa: quizás la suegra tenía razón. Nadie la vería. Nadie la recordaría.
Pero en lo más profundo, esa herida comenzaba a transformarse en una rabia sorda, una chispa que tarde o temprano encontraría aire para encenderse.
Al siguiente día
El sol de la mañana se filtraba tibio por la ventana cuando Valeria, casi sin pensarlo demasiado, aceptó el mensaje que había llegado a su celular:
"¿Café en el lugar de siempre? Estoy de vuelta unos días. –Renata."
Por un instante, la duda se instaló. ¿Y si Elías se molestaba? ¿Y si, como otras veces, reclamaba porque “esas charlas le quitaban tiempo valioso”? Pero luego recordó la reunión familiar, la mirada de su suegra, el reloj frío en su muñeca… y salió sin responderle nada a Elías.
La cafetería estaba igual que antes: mesas de madera clara, el aroma fuerte del café recién molido, el murmullo de conversaciones cruzadas. Y allí estaba Renata, con el cabello recogido, un gesto firme en el rostro y esa presencia imponente que siempre había tenido. Vestía de manera sencilla, pero en ella todo transmitía seguridad.
—¡Vale! —exclamó, poniéndose de pie para abrazarla.
Valeria la sintió igual y distinta. Igual, porque seguía siendo su amiga de siempre. Distinta, porque ahora irradiaba una fuerza que a ella le faltaba.
—Renata… —susurró, y casi se le quiebra la voz.
Se sentaron frente a frente. El tiempo parecía haberse detenido.
—Estás más flaca —dijo Renata, sin rodeos—. ¿Qué demonios te ha hecho ese marido tuyo?
Valeria bajó la mirada.
—Nada… estoy bien.
Renata soltó una risa breve, incrédula.
—¿Bien? Vale, yo me dedico a ver mentiras en cada interrogatorio, a descifrar miradas de tipos que matan por dinero… ¿Crees que no puedo leer la tuya?
El silencio entre ambas se volvió pesado. Valeria sostuvo la taza entre las manos, como si el calor pudiera devolverle un poco de vida.
Renata suspiró.
—Mira, amiga. No vine a juzgarte. Solo… te extrañé. Pensé en ti más veces de las que imaginas. Y sí, lo digo ahora sin rodeos: no puedes seguir con ese hombre. Te está apagando.
Las palabras se clavaron en Valeria como un eco antiguo, el mismo que había rechazado años atrás cuando se distanciaron.
Entonces creyó que Renata exageraba, que Elías cambiaría, que el amor bastaba. Hoy, en cambio, la certeza la golpeaba con fuerza: tal vez su amiga siempre había tenido razón.
Renata sonrió, intentando suavizar la tensión.
—Pero bueno, dejemos a tu “gran arquitecto” por un rato. Cuéntame de ti, Vale. ¿Qué quieres hacer ahora?
Valeria la miró sin saber qué responder. La pregunta sonaba tan sencilla… pero era la más difícil del mundo.
Renata sacó su celular y, después de un rato de buscar entre carpetas y archivos, sonrió con complicidad.
—Mira lo que encontré hace unos días. —Le dio play a un video.
La pantalla mostraba a dos adolescentes con uniforme escolar, sentadas en una banca del patio. Valeria, con el cabello recogido en una coleta desordenada, hablaba con entusiasmo mientras Renata grababa y reía detrás de cámara.
—“Yo voy a ser una gran médico —decía la Valeria de quince años, con los ojos brillando—. No importa cuánto me tardé, no importa lo difícil que sea. Voy a salvar vidas, Renata. Ese va a ser mi propósito.”*
La Valeria de ahora tragó saliva, incapaz de apartar la vista del celular. En el video, después de su declaración, ambas rompían en carcajadas, y Renata le gritaba:
—“¡Y lo vas a lograr, Vale! Porque eres la más terca del mundo.”*
Renata pausó el video y deslizó lentamente el celular hacia su amiga.
—¿Ves esos ojos? —preguntó con voz suave—. Brillaban. ¿Y esa sonrisa? Era tuya, Vale, la más hermosa que yo haya visto.
Valeria sintió un nudo en la garganta. Miró su reflejo en la pantalla apagada del celular: sus ojos opacos, la sonrisa que ya no existía.
Las lágrimas comenzaron a rodar. Se cubrió el rostro con ambas manos.
—¿En qué me convertí, Renata? —sollozó—. No entiendo cómo llegué a esto… Yo… yo solo soy… una sombra. Un títere. Una empleada de Elías. Nada más.
Renata le tomó las manos, firme, obligándola a mirarla.
—No, Vale. No eres nada de eso. Sigues siendo la mujer que soñaba con ponerse una bata blanca y cambiar el mundo. Solo… lo olvidaste en el camino.
Valeria lloraba en silencio, como si cada lágrima arrastrara años de resignación. Sentía que el corazón le dolía de tanto recordar lo que había enterrado.
Renata, en cambio, la miraba con la seguridad de quien nunca dejó de creer en ella.
—Tú todavía puedes ser esa mujer —le dijo, con una convicción que no admitía dudas—. Pero primero tienes que dejar de vivir para alguien que nunca pensó en ti.
Valeria no contestó. Solo apretó las manos de su amiga, como quien se aferra a un salvavidas en medio de un mar oscuro. Por primera vez en mucho tiempo, alguien la estaba viendo de verdad, se preocupaba de cómo se sentía realmente ella.
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