Donde antes reinaban la paz y la fe, ahora solo persistía el eco roto de la desesperación, como si las paredes mismas de la iglesia recordaran las plegarias de un mundo que ya no existía.
—¿Qué… qué podemos ofrecerle? —susurró un hombre, su voz un hilo tembloroso que se quebró a mitad de la pregunta, como una rama frágil bajo demasiado peso. El sonido resonó en la vasta nave y desgarró el silencio pesado que oprimía a todos.
—¡Tenemos oro! —bramó otro, con una desesperación que hacía temblar cada sílaba.
—¡Joyas preciosas! —gritó alguien desde el fondo, aferrándose a la esperanza absurda de que lo banal pudiera detener a la sombra que se alzaba frente a ellos.
El labio superior de Riven se alzó apenas, en una mueca de desprecio puro.
—Eso no nos interesa —dijo, su voz fría y afilada como el filo de una espada recién templada.
—¡Tenemos ganado! —gritó un hombre, cayendo de rodillas—. ¡Puede llevárselo todo!
Con un chasquido seco de lengua, Riven giró hacia sus soldados, dándoles la espalda a los terratenientes como si ya fueran nada.
—Creí que en este lugar tendrían algo mejor que ofrecer —murmuró, cada palabra impregnada de un sarcasmo helado. Luego, su voz se elevó con un filo mortal—: Terminemos con esto.
—¡No, esperen! —exclamó otro, poniéndose de pie, la mano levantada como si así pudiera contener la tormenta—. ¿Qué tal… una esposa? Si es que no tiene, por supuesto.
Un rugido de carcajadas sacudió a los soldados negros. No eran risas humanas, sino el retumbar gutural de bestias que se burlan de la presa acorralada.
—¿Están jugando con mi paciencia? —siseó Riven, sin molestarse en voltear.
—¡Cállate, maldito imbécil! —lo reprendió otro terrateniente—. ¡Ninguno de nosotros tiene hijas, y las que hay ya están casadas!
Pero una voz ronca, envenenada por la traición, rompió la última frontera de lealtad.
—Sí… hay uno que tiene una hija joven, sin casar —dijo, señalando con un dedo tembloroso al señor Silvermit.
Un murmullo de horror recorrió la iglesia. El precio de la traición acababa de fijarse.
—¡Maldito infeliz! —rugió Silvermit, poniéndose de pie, el rostro blanco de furia—. ¡Prefiero arder junto a esta tierra antes que entregarla!
Otros asintieron con amargo acuerdo.
—¡Cómo puedes siquiera pensar en esa joven! —dijo uno—. ¡Que se lleven la tierra si quieren, pero que ella nunca vuelva aquí!
—¡Silencio! —tronó la voz del sacerdote, más poderosa que nunca, resonando en los arcos como un trueno. Sus ojos ardían con una mezcla de ira y fe—. ¿Cómo osas ofrecer la mano de una mujer que ya fue prometida a los dioses?
Aquellas palabras, que para todos eran un acto de protección, se clavaron en Riven como un anzuelo. Hasta entonces había escuchado con un desinterés irritado, pero esa revelación encendió algo en él. Una chispa oscura brilló en sus ojos.
—¿Dónde está esa joven? —preguntó, su voz grave, tensa como una cuerda a punto de romperse.
Uno de sus soldados lo miró con incredulidad.
—Espera… ¿no pensarás en…?
—¡Quiero a esa mujer aquí, ahora! —rugió Riven, y el eco de su orden hizo vibrar los vitrales.
El sacerdote, tragando saliva, contestó:
—Ella no está aquí. Ha sido apartada del mundo y vive en el Templo de los Susurros, más allá de las murallas de Valtoria. Fue elegida por los dioses… y si la tomas, la carga de lo que ocurra será solo tuya.
Una sonrisa lenta, cruel, se dibujó en el rostro de Riven.
—Felicidades —dijo con voz venenosa—. Han despertado mi interés.
Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Sus soldados, enormes sombras vivientes, lo siguieron sin romper formación.
—Valtoria tiene un trato —sentenció, antes de desaparecer en la luz del mediodía.
Nadie respiró hasta que el último eco de sus pasos murió. Entonces, una voz, casi un lamento, se alzó entre los terratenientes:
—Por los dioses… ahora sí estamos perdidos.
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