El amanecer en Wharekura llegaba con lentitud.
La bruma costera se deslizaba por las ventanas como una presencia viva, llenando los rincones con una humedad que se metía bajo la piel. Aiden se despertó envuelto en ese silencio espeso, incómodo. Había dormido mal. Otra vez.
Soñó con una mujer cantando una canción suave. No recordaba la melodía, pero sí el tono de voz. Dulce, cansado. Como quien canta para sí misma más que para alguien más.
Se sentó en la cama. El cuarto no era completamente desconocido, pero tampoco lo sentía propio. No había fotos, ni recuerdos, ni rastros de alguien que viviera ahí realmente.
Era una habitación habitada por un fantasma.
**
Esa mañana, su padre lo obligó a sentarse frente a una Biblia abierta en la mesa del comedor. Le pidió leer unos versículos. Habló de redención. De segunda oportunidad. De errores que se podían corregir.
—Dios te ha dado otra oportunidad hijo. Una mente limpia. Un nuevo comienzo, No la desperdicies.
Aiden bajó la mirada. Sentía que debía sentirse agradecido. Pero había algo en esas palabras que le helaba la sangre.
Como si la vida que le ofrecían fuera una jaula pintada de blanco.
Después del desayuno, Thomas salió a hacer “unos mandados”. No dijo a dónde. No preguntó si Aiden quería acompañarlo.
Él aprovechó la soledad.
Recorrió la casa con pasos lentos. A cada habitación, un golpe seco en el pecho. Nada era completamente familiar, pero tampoco ajeno. La cocina tenía marcas en las paredes, como si hubieran colgado dibujos alguna vez. Una puerta del armario tenía grabada, con torpeza, una “A” dentro de un corazón. Aiden pasó los dedos sobre ella con una mezcla de ternura y miedo.
—¿Yo hice esto? —susurró.
Abrió el clóset del pasillo. Había cajas etiquetadas. “Navidad”, “Documentos”, “Ropa vieja”. En una de ellas, sin marcar, encontró algo distinto: una caja de madera tallada a mano. La tapa tenía una mariposa tallada.
La abrió con cuidado.
Dentro había fotos en papel antiguo. Una mujer de cabello largo, sonriendo al sol. Una foto de ella cargando a un niño pequeño, con un sombrero ridículo. Una pulsera trenzada con mostacillas de colores. Un papel doblado con dibujos infantiles: una figura con un vestido, otra más pequeña con una gran sonrisa, y la palabra “mami” escrita con crayón.
Aiden sintió una punzada en el pecho.
Su madre.
Hasta ahora nunca lo había escuchado hablar de ella, más allá de un “murió hace años”. Nada más. Ningún altar. Ningún recuerdo visible.
Aiden se quedó sentado en el suelo del pasillo, con la caja sobre las piernas, durante lo que pareció una eternidad.
**
Después salió de la casa.
El pueblo era pequeño, casi detenido en el tiempo. Las casas tenían tejas rojas y jardines desordenados. Algunas personas lo saludaban con una leve inclinación de cabeza, pero nadie se le acercaba.
Caminó hasta una plaza con un parque viejo. Se sentó en un columpio oxidado. A lo lejos, un grupo de niños jugaba con una pelota; una mujer joven barría la entrada de su tienda. Un anciano alimentaba palomas.
Y todos parecían observarlo de reojo.
Como si supieran algo que él no.
**
En una de las esquinas del pueblo encontró una tienda de revistas y souvenirs. El letrero decía “Rivers’ Things”. Al entrar, un suave olor a incienso lo envolvió.
—¿Hola? —llamó, sin saber por qué había entrado.
Una joven salió del fondo, con una paleta en la mano y manchas de pintura en los dedos.
Cuando lo vio, se detuvo en seco.
—¿Aiden?
Él ladeó la cabeza.
—¿Nos conocemos?
La chica bajó la paleta lentamente. Una sonrisa triste apareció en sus labios.
—Soy Hana. Fuimos… amigos. De niños. Luego de adolescentes. Luego… no tanto.
Aiden frunció el ceño.
—No recuerdo nada. Lo siento.
—Lo sé —dijo ella, con un brillo extraño en los ojos—. Te vi el otro día en la plaza. Supe que habías vuelto. O al menos… una parte de ti.
—¿Una parte?
Hana suspiró. Se secó las manos con un trapo.
—Eras distinto. Callado, pero observador. Dibujabas. Escribías cosas que no mostrabas. Vivías… atrapado. Y cuando por fin te fuiste, pensé que no volverías jamás.
—¿Por qué me fui?
Ella lo miró largo rato.
—Eso te corresponde recordarlo a ti. No a mí.
Aiden se quedó callado.
—¿Conociste a mi madre?
Hana asintió.
—Sí. Era luz. Aunque su luz no duró mucho. Murió cuando eras muy niño. Nadie te lo explicó bien. Solo… desapareció.
—¿Y mi padre?
—Siempre fue el mismo. Pero tú cambiaste. Empezaste a hacer preguntas. A romper moldes. Eso nunca le gustó.
Aiden tragó saliva.
—No me siento entero. Es como si caminara entre los restos de otra persona. Uno que todos conocen... pero yo no.
—Tal vez no se trata de recordar quién fuiste —dijo Hana, bajando la voz—. Sino de decidir quién quieres volver a ser.
Antes de irse, ella sacó algo de debajo del mostrador. Un cuaderno viejo, con una luna dibujada a mano en la tapa.
—Lo dejaste aquí. Dijiste que si alguna vez regresabas... probablemente lo ibas a necesitar.
Aiden tomó el cuaderno. No lo reconocía. Pero algo en él lo hizo apretarlo contra el pecho.
Como si una parte de él, que aún no sabía cómo hablar, estuviera empezando a despertar.
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