El amanecer llegó con el mismo cansancio de siempre. Madeleine se levantó temprano, como todos los días desde que estaba sola. Esa mañana, no tenía con quién dejar a su hija, así que tendría que llevarla al trabajo.
—Mami, quiero seguir durmiendo… —murmuró Valentina, enredada entre las cobijas.
—Buenos días, mi vida. Hoy vienes conmigo al trabajo. Anda, levántate, que se nos hace tarde. ¿Qué quieres desayunar?
—Huevo cocinado con patacones… y quesito.
—Eso será entonces. ¡A vestirse rápido!
Minutos después, salieron rumbo al pequeño restaurante donde trabajaba Madeleine. Apenas llegaron, ella se puso a preparar el desayuno y alistar todo para abrir el local. Valentina comía tranquila en una mesa pequeña, su carita aún medio dormida.
—Buenos días, Madeleine. ¿Lista para otro día de guerra? —saludó su jefe al entrar.
—Sí, jefe. Aquí estamos.
La jornada transcurrió como tantas otras: pedidos, desayunos, almuerzos, limpieza. Madeleine no paró ni un segundo. Cuando por fin cerraron, la tarde les regaló un pequeño respiro.
—Mami, ¿ya podemos irnos a casa? —preguntó Valentina, abrazando su mochila.
—Sí, mi vida. Al fin.
De camino a casa, pasaron por la panadería y compraron pan y café, una costumbre que madre e hija habían transformado en ritual. Mientras caminaban por una calle solitaria, Valentina se detuvo en seco.
—Mira, mami… hay alguien tirado allá. Parece herido.
—No te acerques, mi amor. Puede ser peligroso. Vámonos.
—Pero hay sangre, mami… ¡tenemos que ayudarlo! Tú siempre dices que hay que ayudar.
Madeleine suspiró con resignación. Sabía que su hija tenía un corazón enorme, tan grande que a veces metía en problemas.
—Ash… está bien, pero me vas a meter en líos por ser tan buena. Tú coge los panes. Yo lo intentaré levantar.
Cuando se hacercó, Madeleine se estremeció. El hombre estaba inconsciente, su camisa estaba cubierta de sangre, cubierto de golpes. Era alto, de complexión fuerte, con facciones hermosas incluso entre la sangre. No parecía un vagabundo.
—¿Hola? ¿Puede oírme? —preguntó en voz baja. No obtuvo respuesta.
Con esfuerzo, lo levantó. Valentina abrió la puerta de casa y corrió por el botiquín.
—Mami, ponlo en tu cama. No lo dejes en el piso.
—¡Ay, Dios mío, este hombre pesa como cinco sacos de arroz!
Logró acostarlo, mientras Valentina ya traía tijeras, agua y gasas.
—Corta la camisa, mami. Así no lo lastimas más.
—Bien pensado, enfermerita.
Los golpes eran profundos, pero no letales. Madeleine lo limpió con cuidado, desinfectó las heridas y le vendó el torso.
—¿Puedo limpiarle la cara, mami? —preguntó Valentina, con ternura.
—Está bien, pero con cuidado. Voy a revisar si tiene alguna identificación.
Revisó sus bolsillos. No había nada. Solo un número anotado en un papel arrugado.
—Ni nombre, ni billetera. Qué raro…
—Pues yo le voy a poner uno —dijo Valentina, decidida—. Se llamará Alan.
—Tú lo llamas, no yo. Ojalá se despierte pronto para que se vaya. No sabemos si es peligroso.
—No lo creo. Tiene cara de ángel dormido.
Madeleine le dio pan y café a su hija, mientras preparaba una sopa sencilla. Después de un rato ya estaban comiendo cuando alguien golpeó la puerta. Se miraron con sorpresa: nunca recibían visitas.
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