La noche había pasado y el hombre seguía sin despertar. Elisabeth suspiró, pasándose una mano por el rostro cansado antes de acercarse a la cama. Con movimientos cuidadosos, tomó un paño humedecido en agua tibia y limpió el sudor que perlaba la frente del desconocido. Sus dedos temblaron levemente al cambiar el vendaje, reemplazando las hierbas medicinales por otras frescas.
—Es todo lo que puedo hacer por ti —murmuró, mientras observaba cómo el pecho del hombre se elevaba con dificultad.
Una idea repentina la hizo estremecer: —¿Y si muere? ¡Dios mío, qué haré con un cadáver! ¿Acusarán a una pobre herborista de su muerte?— Se sorprendió a sí misma calculando mentalmente cuán profundo tendría que cavar en la tierra helada para deshacerse del cuerpo, y el absurdo de la situación le arrancó un bufido nervioso.
Decidió distraerse con la rutina. Alimentó a Falko, preparó un desayuno frugal para sí misma y salió a recolectar hierbas, aunque su mente no dejaba de volver a la cabaña. Durante todo el día, entre el secado de plantas y el acarreo de leña, sus ojos buscaban inconscientemente algún cambio en el hombre. Pero seguía inmóvil, su respiración apenas perceptible bajo las mantas.
Al caer la noche, mientras cocinaba una sencilla cena, Elisabeth dejó la puerta de la habitación entreabierta para vigilar al extraño. El aroma de la sopa de cebolla llenaba el aire, mezclándose con el humo de la chimenea. De pronto, Falko irrumpió en la cocina, erizando el pelaje y ladrando con ferocidad hacia la habitación, retrocediendo hasta chocar contra las piernas de Elisabeth.
—¡Falko, basta! —lo regañó, sin apartar los ojos de la olla—. Ya casi está tu comida, no hace falta este escándalo.
Olvidando por completo la presencia del extraño que descansaba en su cama, supuso que el perro simplemente estaba impaciente por comer, pero algo en la rigidez de su cuerpo y el tono de sus gruñidos le hizo fruncir el ceño. Justo cuando iba a volverse, un crujido proveniente de la habitación la paralizó.
Dejo suavemente la cuchara de madera reemplazandola por otro utensilio.
Una punzada de dolor en el costado fue lo primero que sintió al emerger de la inconsciencia. Sus párpados pesaban como plomos, y cuando por fin logró abrirlos, la luz del fuego le hizo entrecerrar los ojos. Techos de madera ennegrecida por el humo, paredes de troncos... ¿Dónde demonios estaba?
El aroma a cebolla y hierbas cocinándose se mezclaba con el olor a lana húmeda y leña quemada. Una voz femenina canturreaba algo en la distancia, interrumpida por los graves ladridos de un perro. Intentó incorporarse, pero un dolor agudo en el torso se lo impidió. Al notar que solo vestía su ropa interior, una oleada de frío que nada tenía que ver con la temperatura lo recorrió. Con movimientos torpes, se envolvió en la sábana áspera que cubría el jergón.
—¿Quién se atrevió a tocarme sin mi permiso? —masculló entre dientes, escudriñando la habitación con mirada de halcón.
Sus dedos encontraron unas tijeras de podar sobre una mesa cercana. Las empuñó con determinación, sintiendo el metal frío contra su palma. Al pisar el suelo de madera, esta crujió levemente bajo su peso. Contuvo el aliento, pero los ladridos del perro se intensificaron.
Avanzó sigilosamente hacia el origen de los sonidos. En la cocina, una figura femenina de espaldas removía una olla sobre el fuego. Su cabello rubio, tan largo que rozaba la curva de sus caderas, brillaba con el reflejo de las llamas. El perro -una bestia lobuna de ojos amarillos- gruñía enseñando los colmillos, arrinconándo contra las piernas de la mujer.
Justo cuando alzaba las tijeras, ella giró. El cuchillo de cocina en su mano brilló, amenazador.
—Qué mala educación —dijo con una ironía que contrastaba con el filo de su voz—. ¿Es costumbre en su tierra apuntar con armas a quien le salvó la vida?
Sus ojos verdes, vibrantes como el musgo en primavera, chocaron contra los azules del desconocido, fríos como el hielo de un lago invernal.
—¿Y es costumbre en la suya despojar a un hombre herido y apuntarle con cuchillos? —replicó él, ajustando el agarre de las tijeras. Notó cómo la mujer apretaba la mandíbula, aunque mantenía el arma firme.
—¡Solo le quité la ropa para curarle las heridas! —protestó, con un rubor que le subía por el cuello—. No espere que me arrepienta.
El perro avanzó un paso, gruñendo con cada sílaba que pronunciaba su dueña:
—Baje esas tijeras o Falko le mostrará cómo tratamos a los ingratos aquí.
El hombre dudó ante las palabras de Elisabeth. Las tijeras cayeron de sus manos no por voluntad, sino porque el dolor lo traicionó. Sus rodillas flaquearon y comenzó a tambalearse como un árbol a punto de ser derribado por el hacha.
Ella soltó el cuchillo al instante.
—¡Maldita sea! —corrió hacia él y lo sostuvo justo cuando iba a desplomarse—.
Pero en lugar de agradecimiento, recibió un gruñido lleno de veneno:
—¿Quién te dio permiso para tocarme? —escupió el hombre, con la voz cargada de arrogancia aunque su rostro estuviera contraído por el sufrimiento.
Elisabeth frunció el ceño, mirándolo como si acabara de crecerle otra cabeza.
—Prefiero pensar que esta delirando por la fiebre —dijo, girando hacia la habitación.
—Estoy más lúcido de lo que quisieras —replicó él al instante, clavándole unos ojos azules cargados de desconfianza.
Ella apretó los dientes hasta hacer crujir la mandíbula.
—¿Quiere que lo suelte? Pues lo soltaré —amenazó.
Pero no lo hizo. Y sola se respondió. — Si cae, tendré que volver a cargarlo, y he tenido suficiente con una vez.
Sin embargo, cuando finalmente lo depositó sobre la cama, lo hizo con brusquedad deliberada. El hombre se retorció en silencio, pero su mirada... esa mirada de bestia acorralada podría haber hecho retroceder a cualquiera.
—Y todavía tiene el descaro de mirarme así— , pensó Elisabeth, sintiendo cómo el enojo le quemaba las mejillas.
—¿Quién eres? ¿Quién te ordenó esto? —exigió él con tono de mando, como si estuviera acostumbrado a que sus preguntas obtuvieran respuestas inmediatas.
Ella no dignificó la pregunta con una respuesta. Volvió a fruncir el ceño y salió de la habitación sin mirar atrás, ignorando sus exigencias. Falko permaneció en la puerta, erizando el pelaje y gruñendo con cada movimiento del intruso.
—¡Maldita mujer! —escuchó que maldecía el hombre—. ¡Y esa bestia infernal...!
Minutos después, Elisabeth regresó cargando un cuenco de agua humeante, un frasco de vidrio con un contenido verdusco y rollos de vendaje limpio. Los depositó con firmeza en una silla junto al lecho.
—Está sangrando de nuevo —señaló con frialdad, evitando su mirada—. Debo curarlo antes de que se desangre como un cerdo en matanza.
—¿Y te atreves a compararme con un cerdo? —gruñó el hombre, llevándose una mano al costado sangrante. El dolor le nubló la visión por un instante, pero no apartó sus ojos azules de ella.
—¿Y lo es? —replicó Elisabeth con voz desafiante llena de sarcasmo, cruzando los brazos—. No sé quién es usted ni qué hizo para terminar así. Y la verdad, no me importa. Pero si quiere vivir, debería aceptar mi ayuda sin tanta grosería.
El desconocido guardó silencio. Su mirada descendió hacia la herida que manchaba de rojo el vendaje, luego hacia sus propias manos temblorosas. Apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. —Si quiero regresar pronto, necesito recuperarme... Tendré que tolerar a esta mujer por ahora. Pero descubriré qué pretende.
Mientras pensaba esto, observó con resentimiento cómo Elisabeth, al notar su aquiescencia silenciosa, se acercó con movimientos precisos. Sus manos trabajaron con eficiencia quirúrgica: retiró el vendaje manchado, limpió la herida con agua tibia que ardía como fuego, aplicó un ungüento de hierbas que olía a bosque después de la lluvia, y finalmente lo vendó con tiras de lino limpio. Todo sin pronunciar palabra.
Cuando terminó, salió de la habitación y regresó minutos después con su ropa -ahora limpia y perfectamente doblada- que depositó junto a la cama.
—Puedo ayudarle a vestirse —ofreció con tono neutro, como si hablara del tiempo.
El hombre frunció el ceño como si le hubieran escupido.
—¡Maldición, no! —bufó, apartándose como si su proximidad lo quemara.
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—Como guste —dijo, y salió de nuevo, dejando que la puerta de madera crujiera tras de sí.
Aún así, mientras se alejaba, podía sentir el peso de esa mirada gélida clavada en su espalda. Por más arrogante y maleducado que fuera el intruso, una parte de ella lo comprendía: después de rozar la muerte, era natural que desconfiara hasta de su propia sombra
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Comments
Edna Miranda
los dos son un fosforito me gusta que ella no se deje 😂😂
2025-04-29
5
Barbara Cecilia Barraza Vega
jajjajaja está buena ...veamos cómo van par de chispitas en cualquier momento explotan jjjajaj /Facepalm//Facepalm//Facepalm//Facepalm/
2025-05-05
1
Ale Rojero
Imagínate tu de buena Samaritana ,se te muere el hombre y te culpen no no no, eso mo es nasa lindo, lo bueno que no pasará
2025-05-01
2