Mi Destino Eres Tú
Mi nombre es Ariana y mi historia comienza hace mucho tiempo, en un día que prometía ser el mejor de mi vida, pero que terminó convirtiéndose en una pesadilla.
Era mi cumpleaños y estaba muy emocionada.
Mi hermano mayor, Alan, me ayudó a abrir mis regalos.
Entre todos ellos, el que más me encantó fue un maletín de abogado que me regaló mi padre.
Cuando lo recibí, no entendí por qué él había decidido regalarme algo así.
Intrigada, me acerqué a él para preguntarle sobre el significado de aquel regalo.
Su respuesta fue una conmovedora historia sobre cómo él y mi madre se conocieron; una narración que, hasta ese momento, jamás había escuchado.
Esa historia no solo me proporcionó una conexión más profunda con mis padres, sino que también se convirtió en el mejor regalo de todos.
Mientras escuchaba con atención cada palabra, me di cuenta de que aquel maletín representaba algo más que un simple objeto físico: simbolizaba el legado familiar y el amor que los unía.
Lo que había comenzado como un día lleno de alegría y entusiasmo, se transformó en un momento de reflexión por la historia que compartían.
Sin embargo, lo que no sabía era que este comienzo dulce y nostálgico pronto se vería ensombrecido por una serie de acontecimientos inesperados que cambiarían mi vida para siempre.
Mi padre, de origen italiano y llamado Andrés del Cassal, un abogado reconocido en su país por ser un hombre justo y de excelentes sentimientos.
Se dedicó a defender la verdad y a ayudar a quienes no tenían los recursos suficientes para defenderse, y lo hacía sin esperar nada a cambio, por lo que le apodaban 'el abogado del pueblo'.
Más tarde, decidió viajar a España, donde conoció a mi madre, Estefanía Conde, quien era ingeniera en telecomunicaciones.
Se conocieron por casualidad y en ese instante surgió la sensación de que su destino era estar juntos.
Enfrentaron muchos obstáculos, incluyendo la oposición de la familia de mi padre, que no aceptaba a mi madre debido a su diferente nivel social. Sin embargo, al final, tras tantas luchas, el amor prevaleció.
Dos años más tarde se casaron y de esa unión nacimos mi hermano Alan, que tiene diez años, y yo, que cumplía ese día cinco años.
Después de que mi padre me relatara su historia, le dije que cuando creciera sería abogada, al igual que él.
Sin embargo, eso nunca sucedería, porque al caer la noche y dar sus últimos destellos el día, comenzaría una pesadilla y una pérdida que jamás podría superar.
Esa noche, a las nueve menos treinta, estaba cansada, pero no quería dormir por la emoción de estar celebrando mi cumpleaños.
Alan me pedía que por favor me acostara, pero yo no quería y seguía jugando.
A los cinco minutos, escuché una pelea en la sala entre mi padre y mi madre.
Decidí bajar para averiguar cuál era la razón de su discusión, pero Alan, me detuvo y me dijo que no se puede intervenir en los asuntos de nuestros padres.
Así que opté por quedarme en mi cuarto.
De repente, oí disparos provenientes de afuera de la casa. En ese instante, mi madre entró rápidamente y nos dijo:
— Niños, ¡alistense lo más rápido posible! Nos vamos ahora mismo. No tengo tiempo de explicarles, pero solo quiero que sepan que todo va a estar bien. — Su tono de voz reflejaba un miedo palpable.
Las palabras no lograron apaciguar mi inquietud; al contrario, la sensación de peligro se intensificaba con cada segundo que pasaba.
De repente, mi padre entró en el cuarto, su rostro reflejaba la urgencia del momento.
Se dirigió a mi madre y, con un tono grave y apremiante, le preguntó si ya estábamos listos, enfatizando que no había tiempo que perder.
Parecía que había una inminente amenaza acercándose, y su preocupación se palpaba en el aire.
No podía comprender con claridad de qué hablaba mi padre, pero el tono de voz que empleó, cargado de desesperación y angustia, alimentaba aún más mi miedo y confusión.
La atmósfera se tornaba cada vez más tensa, y la incertidumbre me invadía, haciendo que mi corazón latiera con fuerza.
Cuando finalmente estuvimos listos para salir, un ruido ensordecedor resonó al derribar la puerta de la casa.
De repente, unos intrusos entraron a la fuerza, creando una atmósfera de pánico y caos.
Mi padre, quien era un hombre común y un simple abogado de profesión, reaccionó rápidamente.
Sacó un arma de su habitación y, con una expresión de determinación en su rostro, nos dio una orden clara: debíamos ir al sótano y luego subir al auto, sin importar lo que sucediera.
Esa fue su última instrucción y mi madre, ante la gravedad de la situación, insistió en que la siguiéramos sin dudar.
Sin embargo, mientras nos apresurábamos hacia el sótano, mi madre se percató de que Alan, mi hermano, no estaba con nosotras.
Su preocupación se tornó en un impulso incontrolable y decidió que debía salir a buscarlo.
Mi padre llegó rápidamente y me informó que necesitaba que subiera al auto porque mi hermano estaba allí.
Al escuchar sus palabras, se apoderó de mí una mezcla de emoción y preocupación, así que corrí con todas mis fuerzas y subí las escaleras.
Tenía la intención de decirle a mi madre que Alan estaba bien y que todo iba a estar bien, pero antes de cruzar la puerta, me detuve al escuchar disparos resonando en el aire.
Aquello me heló la sangre. Con el corazón latiendo a mil por hora, abrí la puerta y, para mi horror, fui testigo de cómo asesinaron a mi madre.
La imagen se grabó en mi mente y, a partir de ese momento, mi vida cambió por completo.
El dolor y el shock de ese instante jamás me dejaron en paz.
Mi padre me agarra del brazo con fuerza y, mientras dispara, se asegura de que tenga tiempo suficiente para subirme al coche.
Así, nos alejamos de lo que había sido mi hogar durante cinco años.
En ese lugar, perdería a la persona más importante de mi vida, lo cual era un hecho devastador.
Esa experiencia marcó un antes y un después para mí; fue el inicio de una dolorosa etapa y una pérdida que jamás podría borrar.
Desde ese momento, esa jornada se transformaría en una pesadilla que me perseguiría eternamente.
Esa noche se convirtió en la más extensa de todas las que había experimentado en mi vida.
Mi padre no encontraba descanso, ya que estaba constantemente alerta ante la posibilidad de cualquier eventualidad.
Su rostro, marcado por el sufrimiento, revelaba la profunda tristeza que lo acompañaba; no dejaba de llorar por la pérdida de mi madre.
En ese instante, mientras permanecía abrazada a él, me invadía una sensación de desprecio y rabia que nunca antes había sentido.
La impotencia crecía dentro de mí al pensar en lo que le había sucedido a mi madre, y con el tiempo, descubriría de una manera aún más dolorosa que lo que había ocurrido era, en parte, responsabilidad de él.
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