HIRAYAMA Y EL MONASTERIO DE LOS SAMURÁIS (Editando)
Prólogo.
capítulo introductorio. Año 665. Periodo Asuka.
Primavera del año 665. La destrucción provocada por la batalla de las zygaenas ha dejado múltiples y catastróficas consecuencias, entre ellas la pobreza extrema del pueblo por cinco largos años donde la provincia de Tokaido fue la principal región donde la devastación actuó de inmensidad inesperada.
Los hechos que olvidados de historia en historia y de leyenda en leyenda aclaman a la muerte heroica de mas de cinco mil miembros de la órden militar, dentro de ellos jefes militares, capitanes, tenientes y soldados, los anteriores conocidos con la denominación de "samuráis"; estos bajo la sumisión de la sangre real, o mejor dicho, bajo el poder de la nobleza conocidos para la época como "Daimios"o señores feudales.
También murieron antes y en la posguerra 366 monjes, estos pertenecientes a la órden religiosa, poderosa en influencia para la época; estos masacrados como vil excusa ante la desesperación de dos clanes que buscaron tanto poder como pudieron.
Día trescientos uno antes de el enfrentamiento.
Con el deambular de un joven bonzo por los corredores del templo Horyuji se firmaría la sentencia de unos cinco monjes más. El monje, recordado con el apellido de Kiang, hijo de campesinos chinos, protagonizaría la turbia escena. El cuerpo de Kiang, separado de su cabeza, flotaba en la profunda laguna roja que emanaba a chorros de su extremidad cortada, el cuello, de una forma limpia, con precisión, con destreza. Las inquietas huellas del autor de aquella horripilante defunción marcaban, con la ayuda de la tinta roja pisada por el descuidado asesino, un nuevo destino. Al abrirse una nueva sala tomaba un plus el horror sin pudor. Cinco monjes, cuatro jóvenes y un anciano flotaban con el alma ya muerta en el infinito de la confusión. Separados hacia todas la direcciones de la sala, ilustraban un pequeño reloj, con cinco manecillas. No lo era así para los monjes, expectantes, pasmados, horrorizados; los primeros tres que vieron a Kiang no pasaron de la primera sala, despavoridos tomaron carrera buscando los guardias mas cercanos, los cuales se hallaban embriagandose con algo de sake robado de los bonzos "santos" fraudulentos, corruptos, contando historias bajo los residuos de la luz lunar.
Con la llegada de los guardias los monjes, casi todos los monjes del pagoda reunidos, unos por fuera y otros ya adentro de la primera sala, lugar de la tragedia de Kiang, admiraban, más con dolor que con horror, la rojiza agua derramada que no dejaba de recorrer el suelo con rastro de inquietante intriga, y el rostro del discípulo, que reflejaba el más puro sentimiento de terror al ver, respectivamente, el desenvainar de la katana de un frío asesino.
De la segunda sala se vió salir un guardia, con cabeza abajo confirmó lo que se temía: los seis asesinatos fueron provocados por la destreza de un samurái. Con la noticia los monjes acudieron al pánico. Los guardias, treinta y seis en total, buscaron por cielo y tierra toda señal del asesino. No se halló.
Después de la calma sobre la situación se revisó completamente la escena de los hechos: los cinco bonzos de la segunda sala no contaron con la mala suerte de que cortaran algunos de sus extremos, sucedido con el joven Kiang; los anteriores murieron súbitamente al ser atravesados de forma directa al corazón por el sable de la prófuga sombra asesina. los agujeros conectados directamente con los corazones, provocados por la letalidad de la espada en los monjes de la segunda sala, delataron la destreza de un individuo entrenado bajo supremacía militar. Con lo anterior se concluyó la información de que un samurái, perteneciente o no a la órden militar, había asesinado a seis bonzos de la orden religiosa, la órden mas poderosa después de la militar desde el dominio de los daimios.
Día trescientos antes del enfrentamiento.
Al amanecer del día siguiente se veían cerrar las placas protectoras de media docena de camas eternas donde descansaría en paz aquellos cuerpos, ya incompletos o agujereados, víctimas de aquél atentado vil. Las tumbas, ubicadas en hilera separadas en distancias de cien centímetros, descansaban bajo la sombra de la figura humana de bronce dorado que representaba al santo buda, adorado por los difuntos y los vivos presentes.
La estupa, que era llamado así, se consideraba como un lugar funerario budista consagrado para estos monjes. Se había construido en el santuario secundario, levantado en conjunto con el monasterio completo cincuenta años atrás.
El santuario principal terminado de levantar para el verano del año 620, cuarenta y cinco años atrás, denominado el santuario del kondo guardaba tesoros importantes para la religión de la época. También importantes para los daimios, para el pueblo oriental, para los campesinos respectivamente, para los niños, para los ancianos, para los hombres y mujeres pueblerinos también.
Para este día se unirían lamentos desgarrados de dolor y pérdida frente a escenas difíciles de olvidar. veintiún kilometros al oeste de la masacre de los seis monjes otra masacre tomaba forma, en este caso un asesinato no menos importante. Al acudir a unos gritos de auxilio y desespero cuatros pescadores hallaron sangre en paredes y suelos de dos casas campesinas. En los dos hogares hallaron lo mismo, sangre y más sangre, como lagunas, casi para hundirse y ahogarse en estás.
Dos de los cuatros pescadores debieron explorar una casa. Ni en la sala, ni en la cocina ni en los cuartos se encontraría personas. Estos dos curiosos con dagas en las manos estaban preparados para pelear cuando llegaron al gran patio donde pudieron reflejar en sus miradas con frustración ajena cinco cadáveres en total: dos niños y tres adultos, uno encima de otro, los niños debajo de los pesados señores; alrededor se acercaban cantidades incontables de moscas donde unas se bañaban tranquilamente en la sangre aún fresca.
En la casa vecina ocurría lo mismo, pero ya no en el patio, si no en la sala; en esta se podía ingresar con solo cruzar la puerta principal. Los dos pescadores, menos alertas se asombraron con terror al pisar la misma sangre que bañaba a los difuntos: un niño y cuatro adultos, entre estos un anciano que descansaba eternamente boca arriba, con ojos abiertos y vacíos.
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